Porque a estas alturas la necesidad de cambio se ha tornado
sin el menor género de dudas, en la más inexorable de las certezas. Porque hoy
por hoy la existencia va más allá de la percepción, supliendo la noción los
vanos con los que la imperfección amenaza con condenarnos al ostracismo propio
de la ceguera, el cambio es no ya una opción que sí más bien una necesidad; y
el Hombre Moderno toma cuerpo en
tanto que no desfallece ante las múltiples posibilidades en las que redundan
los nuevos menesteres.
Vivimos tiempos difíciles. Vivir se ha vuelto difícil
precisamente, porque se ha vuelto impredecible. Los tiempos en los que el
cambio resultaba por sí solo atractivo toda vez que el envoltorio en el que los expertos en publicidad lograba tornar
en ilusión todo aquello que tocaban, se han tornado en formas más oscuras una vez que la certeza del miedo, o lo que es lo
mismo, la prudencia, ha ido
recuperando los espacios que siempre estuvieron destinados a serle propios;
poniendo con ello de manifiesto una de las certezas más ancestrales a las que
en última instancia podemos aferrarnos, según
la cual el hombre puede adaptarse, mas en
el fondo nunca cambiará.
En un tiempo en el que el
factor estructural de la crisis queda puesto de manifiesto precisamente en
la conceptualización del grado de afección que respecto de la misma presenta el
ser humano, podemos sin el menor género de dudas afirmar que tal afectación ha
logrado extenderse hasta los que estaban destinados a ser los más profundos recovecos en los cuales el denominado “Hombre Moderno” habría de depositar los que estaban
llamados a ser sus componentes
esenciales.
Sea como fuere, la magnitud del drama mal que bien
sintetizado en ese fenómeno que por
convenio más que por convicción hemos dado en llamar crisis; se hace patente ahora ante nosotros citándose con aspectos
cuyo vigor ha pasado hasta el momento más o menos desapercibido.
Así, desde un punto de vista estrictamente material, sistematizado en este caso a
través del objetivo paso del tiempo, sin tener en cuenta los efectos que el
mismo desencadena, lo que apreciamos es hasta qué punto ese Hombre Moderno ha transigido en tanto
que ha soportado dando muestras de un carácter estoico del que en muchos casos
sus protagonistas no eran ni tan siquiera conscientes; un periplo que sin ser
comparable con los que otrora relataran los autores
griegos, convertiría en injusticia el pensar que al contrario de lo que el
destino habría de regalar a los allí descritos, no fueran nuestros contemporáneos
dignos de reparar lo que otrora otros: “en
su conciencia se depararon notables cambios, de los cuales fueron testigos su
nueva forma de ver y entenderse no ya con los dioses, que sí más bien con la
propia vida”.
Se erige así pues la
noción, en una de las aptitudes más pródigas de todas las llamadas a
componer el dietario del que ha de
servirse el Hombre. En su derivada natural, manifestada, a saber, por el
resurgimiento reforzado de la conciencia; habrá de ser precisamente el cambio
prodigado desde la observación para la que la noción nos faculta nada más y
nada menos que la competente para enfrentarnos a la realidad que precisamente
por ignorada se ha vuelto si cabe más peligrosa, y que pasa por constatar que el periplo llamado a promover la metamorfosis
protagonizada por los Héroes Clásicos logró cambios en apariencia
exclusivamente formales, pues los componentes de tal periplo nunca abandonaron
el terreno de la percepción.
Y a pesar de todo, El
Hombre Moderno, destinado a ser descrito como la resultante de todo ese
proceso, aparece en realidad dotado de una capacidad destinada a alejar todo
rumor de superchería a la que habrían de aferrarse los críticos cuando tratan
de desprestigiar no solo el procedimiento que si más bien al protagonista, al Hombre
como tal, hecho que ocurre una y mil veces por ejemplo cada vez que intentan
desprestigiar el hecho intuitivo, fundamental
sin duda cada vez que intenta dar forma
comprensible a aspectos que por su naturaleza intangible no pueden ser
objeto de un tratamiento distinto al que desde estas nuevas consideraciones
pueden ser proporcionados.
Habilitados así pues con mejor o peor suerte los campos en
los que las formas habituales de noción no son eficaces, o cuando menos
aquellos en los que su uso no supone del todo garantía de éxito; es
precisamente cuando con mayor prestancia se hace necesario prestar atención a
los nuevos escenarios cuando no a las nuevas realidades de las que estas
innovaciones nos hacen precisamente conscientes.
Escenarios y realidades hasta ahora desconocidos, y que si
bien todavía están llamados a ser a lo sumo intuidos,
no resulta por ello menos cierto que la intensidad y el magnetismo que
demuestran para con el Hombre Moderno acabará por acelerar los tiempos hasta el
punto de que con más prisa que demora los hallazgos y logros destinados a
escenificarse en tales lides, acaben por alcanzar cualitativa y
cuantitativamente muy pronto a los que desde los terrenos de la consciencia
llevan milenios escenificándose.
Y de entre todos ellos, el fenómeno recóndito del Tiempo.
Motivación por excelencia en tanto que refrendo del todo desde la
escenificación terrible de la
nada. Forma iracunda de envidia por converger sobre sí la
eternidad como corolario de lo transcendental; constituye el Tiempo la forma por excelencia, parangón de lo
llamado a ser la fuente de frustración, pues sin ser nada (a lo sumo mero
tránsito), lo cierto es que el Hombre no dudaría en darlo todo (no en vano da
su vida), por comprender que no por poseer, el valor de la naturaleza de lo
destinado a ser tenido por un instante.
Convergen así pues sobre la aparente potencialidad que la naturaleza del Tiempo constituye, todas
y cada una de las excelencias a las que
el Hombre parece estar destinado, y a las cuales retorna precisamente cada
vez que la frustración, materialización del fracaso que ver en el futuro la
incapacidad de satisfacer las expectativas que nuestro pasado detalló sobre
nosotros, acaba por determinar hasta qué punto el Hombre contiene en realidad consideraciones especiales, al menos
las destinadas a describir cómo somos el
único animal capaz de destruir el instante llamado a convertirse en su presente
ya sea por la ansiedad que le produce el pensar que éste ha sido determinado
por el pasado; o por la angustia de saber que no será capaz de prodigar los
esfuerzos necesarios y destinados a garantizar el que esté llamado a ser
considerado “el mejor de los futuros posibles”.
No nos bastará entonces con un fulcro, pues éste en tanto que un recurso material, ofrecerá tan solo fuerzas que ya estén destinadas
a ser consideradas como de acción o de rozamiento, tendrá solo una componente
dinámica.
El nuevo punto de
apoyo habrá de ser así un nexo que más que separar los brazos del balancín en tanto que permite delimitarlos, habrá
de integrarlos en una unicidad en la que toda acción de análisis entendida como
la maniobra destinada a conocer los entes por separado, resulte absurda pues
solo la comprensión armónica de todos los elementos íntimamente relacionados
aporte el verdadero conocimiento de la misma.
Emerge así pues ante nosotros la Educación. Elemento integrador en tanto que
definido a la par que definible, es la Educación el único elemento inherente al
Hombre en el que cabe un grado de experimentación certera tan amplio como para
poder adecuarse a todos los componentes
de la Realidad, incluyendo a aquellos para cuya percepción haría falta un
trasbordo de procedimiento por abarcar entes de naturaleza incompatible, sin
que de tal aproximación quede residuo alguno una vez el procedimiento en sí
mismo ha finalizado.
Es la Educación la materialización perfecta del binomio
pasado-futuro, pues como no ocurre en ninguna otra consideración, en la
Educación convergen las virtudes del pasado en forma de impagable experiencia,
con lo propio del futuro a saber, la motivación constitutiva de todo deseo que
está por empezar.
Se construye así pues el presente a partir de los
inexorables vínculos que unen el pasado con el futuro. Pero esa unión es sin
duda mucho más sólida si el cemento de la Educación ha afianzado los cimientos.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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