Vivimos en un mundo en el que solo la certeza que se halla
oculta formando parte definitiva de la paradoja, parece presagiar una suerte de
aproximación si no a la realidad, sí al menos a la más cercana de las
posiciones a la que con respecto a la misma podemos soñar con encontrarnos, en
un momento dado.
Es a partir más bien de la aceptación de tales principio,
que no por supuesto de su comprensión, que podemos no tanto hacernos una idea
del mundo en el cual vivimos, como sí más bien del catálogo de actitudes que en
pos sencillamente de sobrevivir, habrán poco a poco de consolidarse como el
máximo de los acervos al que podemos optar, toda vez que la consolidación del
lacónico proceso de involución en el que tal y como no podemos negar, llevamos
decenios emplazados, ha convertido en inalcanzable para nosotros cualquier
asomo de esperanza, cualquier atisbo de salvación.
Instalados así pues de manera rotunda en la desesperación,
la renuncia parece instituirse no tanto ya como solución, sino que lo hace más
bien como senda lógica, quién sabe si verdaderamente como última senda
destinada a albergar nuestra última consideración para el futuro, nuestro
último conato en pos de volver a recordar los ya casi del todo olvidados
tiempos en los que se tenía algo que decir.
Es así que, respondiendo a un proceso maquiavélico,
siguiendo un proceso que hace de su metódica condición su más furibunda
condición, que el Hombre Moderno ha
explicitado la que sin duda es la más terrible de las apuestas a las que
nuestra especie se ha enfrentado nada más y nada menos que desde el principio
de su tiempo, lo que viene a ser lo mismo, desde que tiene consciencia de su
propia existencia.
Convergen en el Hombre tanto variables como certezas que,
debidamente ordenadas, vienen de una u otra manera a configurar una suma de
realidades que participan sin lugar a dudas de una última realidad, la que pasa
por la necesidad de poder erigirse en definición de la misma, reduciendo pues a
meras contingencias el resto de parámetros; muchos de los cuales en un momento
dado aspiraron a ocupar el espacio de tales definiciones, o incluso en algunos
casos llegaron a aspirar a convertirse en tales.
Pero tal y como siempre hemos sabido, ya procediera tal
conocimiento de una fuente consciente, o en el peor de los casos quedara
vinculada ésta a alguna clase de iluminación;
lo único que a lo largo de los tiempos ha mantenido unido el pequeño
resquicio de realidad que compone nuestro universo pasa por la asunción de
cuestiones tales como la que procede de entender que nada que merezca la pena,
puede lograrse sin un notable esfuerzo. A partir de aquí, la convergencia de
tamaño principio, con la consideración que basa su evidencia en la constatación
certera de que efectivamente toda decisión, por libre que ésta sea, conlleva
inexorablemente una renuncia, sume a la Humanidad en una suerte de depresión comunitaria abonada
fundamentalmente por la evidencia que rodea a la constatación del fracaso que
sumerge en la más absoluta de las oscuridades a aquello que en los últimos años
ha sido erigido como la más elevada apuesta a la que se podía llegar; o lo que
es peor, a la constatación manifiesta de la que no es sino la más tramposa de
cuantas consideraciones han podido en alguna ocasión erigirse en merecidas
consideraciones de nuestro componente vital, la que nada más y nada menos se
resume en poder llegar a pensar sinceramente que nuestros actos vienen a
levantarse en el límite de nuestras posibilidades.
Se consuma así pues el más terrible de los actos, la más
sublime de las aberraciones. La que se resume en la constatación de la
denigración del Hombre en tanto que incapaz de sobreponerse a la que no es sino
la enésima de las crisis, decide dotarla, sin saber muy bien por qué, de una
suerte de carta de naturaleza diferente a
la par que vinculante, que acaba por absorber la esencia del propio Hombre
en tanto que los otrora procesos de permanente avance con los que siempre se
identificó la evolución, son ahora
sustituidos por una suerte de involución
semántica de cuya existencia se convierte en el más sincero de los avales
el reguero de víctimas que en forma de fracasados y alienados sociales, jalonan
las que metafóricamente bien podrían ser las
cunetas que más bien flanquean las sendas de este mecánico devenir.
La alienación, manifestación rutilante del por otro lado
ajeno a los tiempos nihilismo, que poco a poco acaba por dar la cara, por manifestarse, permitiéndonos a partir de la
comprensión de tal hecho, o por ser más concretos a partir de la comprensión de
las consecuencias que su reaparición trae aparejadas, concita de manera
bastante precisa el discurso de aceptación de que los nuevos tiempos,
definitivamente, han llegado. Y parece que lo han hecho para quedarse.
Es así pues que sufrimos y padecemos el discurrir de un
presente que, lejos de sernos cuando menos satisfactorio, redundaría a lo sumo
en transitable si verdaderamente no redundáramos en el ejercicio sarcástico en
el que se convierte el ser conscientes de nuestra propia miseria, hecho que
viene a acrecentar ignominiosamente nuestra desgracia, conduciéndonos pues al
debate final.
Porque ese y solo ese es el último objetivo a partir del
cual todo lo descrito ha sido pergeñado. Un objetivo que de nuevo lejos de ser
mesurable para nosotros, nos proporciona a lo sumo atisbos de proximidad que se
manifiestan no tanto en hallar lógica en sus respuestas, como sí más bien en el
a la larga igualmente nocivo proceso de aspirar a entender las respuestas.
Un objetivo cuya capacidad alienante sorprende no tanto por
su genialidad, como sí más bien por la violencia del ataque que contra nuestra
realidad concita. Un ataque que se describe como la puesta en marcha de manera
netamente consciente y a la sazón alentada de un protocolo destinado a aislar al
individuo del devenir de la Historia, un proceso envenenado cuya proliferación
pasa por enajenar al Hombre de su referencia temporal, buscando evidentemente
una substancial reducción de los elementos a partir de los cuales poder llevar
a cabo presentes o futuras comparaciones.
Se trata pues de aislar en un inexistente presente, el cual
a su vez se erige en un lacónico para
siempre, todos aquellos parámetros que de una u otra manera contribuyeron a
conformar el pasado. Un pasado que se erige en punto de referencia inexcusable
a la hora de definir cuando no de categorizar el presente, en pos de considerar
una vez más a éste como la antesala del futuro.
Será así pues que una vez desvinculado el Hombre de toda
consideración para con el Tiempo, Una vez rotos los lazos con el orden,
desaparecerán todos los elementos preconizadores otrora destinados a erigirse
en elementos confeccionadores de una suerte de Justicia destinada a avalar o
reprimir los actos que a su juicio se
sometieran según el grado de cumplimiento que para el acervo cultural
respectivo, pudieran ser considerados como válidos.
Habría de ser
entonces cuando, siempre asumiendo los hipotéticos parámetros de este
maquiavélico plan, las grandes
autoridades resultantes, corrieran a ocupar de manera evidentemente
satisfactoria, los espacios vacíos dejados por esas otras estructuras que hasta
este preciso momento venían desempeñando gozosas tamaña función.
Sin embargo, redundando con ello en un aumento sin par no
solo del drama como sí más bien sobre todo de las circunstancias que a éste le
son inherentes, que el maquiavélico plan fracasa en tanto que la naturaleza de
esas ansiadas figuras individuales que
habrían de surgir para lograr nuestra salvación, conquistando de paso nuestros
corazones, no solo no se dan sino que además, lejos del que a priori
constituía su fundamental marco de demanda, son sustituidas por una suerte de
elementos inconcebibles para la consecución de tamaño acto, quién sabe si
incluso deficientes; reflejo tan solo del enésimo fracaso del Hombre. Un
fracaso que tiene como en tantas otras ocasiones una doble vertiente, la que
por un lado se consagra en la constatación del fracaso identificado con el
proyecto en sí mismo, y que de nuevo no sirve para ocultar el drama que supone
enumerar uno por uno los componentes del fracaso en lo tocante a sus fines, en
lo que nos permite redundar en el fracaso pleno.
Y así estamos hoy. Sumidos en una suerte de bazofia que si
no lo parece no es porque no lo sea, sino que más bien aspira a mantener la
ficción todo el tiempo que sea posible o sea, mientras pueda seguir manteniendo
a los interesados sumidos en otros
intereses.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.