Una vez hemos dejado transcurrir el tiempo, en pos de
verificar si es o no cierta la teoría que le atribuye un poder casi místico que
se manifiesta en la convicción de que “todo lo cura.” Una vez aceptamos como
razón que las reacciones viscerales no
por más o menos oportunas, pueden en realidad encerrar una trampa al constatar
cómo efectivamente las formas pueden afectar al fondo, desgraciadamente
dislocándolo. Es precisamente a partir de la constatación razonada de todas y
cada una de las anteriores certezas, desde la que resulta no ya imprescindible,
a la sazón casi obligatorio, continuar con el proceso anteriormente inaugurado,
aplicando ahora si cabe la frialdad a la que es propensa el dejar pasar el
tiempo, pudiéndose por ello exigir mayor grado de responsabilidad tanto a los
hechos analizados, como por supuesto a las conclusiones alcanzadas.
Resulta así que, al
hilo de la sucesión de acontecimientos que han iluminado la semana, una
semana que ha transcurrido bajo el lento repicar del réquiem que para el sistema representa
la ya infinita sucesión de hechos presuntamente
delictivos que bajo el paraguas integrador del fenómeno de la corrupción se ha venido dando, nos conducen no sé si
a una nueva realidad, aunque sin duda sí a una nueva percepción de ésta, en la
que solo el ya desgraciadamente conocido problema de la defección ciudadana para con sus asuntos y obligaciones políticas, puede llevar a sus responsables
espero que no a albergar una mínima esperanza de perdón, cuando sí una sin duda
más que probable constatación de no recibir nunca el que podríamos llegar a
denominar su justo castigo.
Lejos en mi ánimo hoy ni el polemizar, ni por supuesto el
erigirme en constructor de polémicas diferidas; lo cierto es que no voy no
obstante a perder la ocasión no tanto de regodearme, como sí más bien de traer
a colación varios asuntos antaño ya revisados, los cuales de haber recibido en
su momento la merecida atención, no digo que hubieran evitado el aquí y el ahora que para nuestra
desgracia conforma nuestro presente, más aún en cualquier caso, de haber hecho
menos oídos sordos a las advertencias que
los mencionados constituían, bien que podríamos en todo caso haber construido
alguna suerte de parapeto, cuando no
de plataforma auxiliar, que hubiera
absorbido el fuerte del impacto, protegiendo así el núcleo de una estructura
sistémica que a mi humilde entender se encuentra, hoy por hoy, herida de
muerte.
Resulta así que el continuo esfuerzo destinado a albergar en saco roto las permanentes
alusiones a la debilidad de nuestro sistema con las que las más diversas
instituciones llevan años decorando nuestra presencia en el ya de por si
deteriorado escenario internacional; ha venido a demostrarnos lo trágico que en
política puede llegar a convertirse
el conducirse de la manera mediante la que el actual Gobierno, y en especial su
Presidente, lo ha venido haciendo no ya en la actualidad, sino desde el primer momento, del que no lo olviden,
nos separan ya casi tres largos años. Tres largos años de silencios, tres
largos años de peroratas indescifrables salpicadas
a lo sumo de algún momento de escenificación, que al final se desmayaba en
“posturno”, cuando era sometido al análisis llevado a cabo unas veces por
profesionales politólogos, en cuyo caso la conclusión se resumía en el
consabido discurso de grado cero; para
degenerar en vulgar memez, cuando no
bufonada, si eran profesionales de la escenificación los que se mostraban
dispuestos a regalarnos sus conclusiones.
Y en medio de todo esto, un sistema, un país, una sociedad,
pero ante todo un conjunto de personas, de seres humanos, de ciudadanos, que
sufrimos cuando no padecemos las consecuencias de la retahíla en la que se ha
convertido este ir y venir de personas y de medidas que no hacían sino
esconder, como los sofismas lo hacen para con los buenos discursos, una
manifiesta y para nuestra desgracia para nada ambigua incompetencia disfrazada
de cretinismo, con tintes de candidez.
Porque ahí es precisamente donde entra en juego la acusación
que en este caso ha de trascender al político, para acabar obviamente
afectándonos a los ciudadanos. Unos ciudadanos que embriagados por los efluvios
procedentes no tanto de la Historia, como sí más bien de las interpretaciones
interesadas que de la mismas nos han sido ofrecidas por quienes veían depender
su supervivencia de tales menesteres, han ido poco a poco conformando primero
un escenario, luego una verdadera realidad
virtual en la que nada es lo que parece, en la que nadie es quien dice ser.
A medida que la mentira ha ido creciendo, los ciudadanos,
últimos responsables de la misma, hemos aceptado entrar en una suerte de
neurosis encaminada a hacer buena la filosofía que aspira a modificar la
realidad, cuando no nos satisface. Desde
esta nueva perspectiva, términos y conceptos otrora estructurales quedan ahora
relegados a niveles como decimos propios de los escenarios más chuscos y
deslavazados; escenarios en los que el bufón es un señor, el truhán es un
filósofo, y en los que el Rey pide perdón, asumiendo sus culpas, diluyendo de
manera tan incomprensible como inaudita los últimos resquicios de un absolutismo dogmático que solo a la
ignorancia podía atribuir su supervivencia.
Y una vez más en medio, una vez más como meros espectadores,
eso si de excepción, los ciudadanos. Unos ciudadanos cabreados unos, hastiados
los más, pero afectados por el dogma todos. Un dogma que se traduce en la
existencia de una suerte de fuerza mitológica, cuando no marcadamente mística,
cuyos efectos son visibles en el poder que tiene para inmovilizar de pies y manos a todos y cada uno de
los integrantes de una sociedad, de un país, que se muere de hambre lisa,
simple y llanamente porque sus ciudadanos de verdad se creen saciados de toda
necesidad.
¿Acaso no me creéis? Basta con acompañarme en un pequeño
paseo virtual por un escenario que bien podría confundirse con las calles o con el barrio de cualquiera, para
comprobar hasta qué punto no hace falta ningún esfuerzo para encontrarse con esforzados ciudadanos dispuestos por
ejemplo a convencerte de que es éste un país rico en libertades, aunque él
mismo se encuentre esposado de pies y
manos; o lo que es peor, empecinado en demostrarte lo bien que vivimos en España, aunque acto seguido te haya de
reconocer que su poder adquisitivo ha
retrocedido a niveles de los años noventa.
Y así un largo etcétera de situaciones cuya enumeración
conduciría la presente a una perorata de por sí inabordable, cuyo denominador
común se encierra una vez más en la comprensión de un hecho imprescindible
tanto en sus formas, como por supuesto en sus consecuencias. Estoy hablando de
la responsabilidad.
Una responsabilidad que a la vista de los últimos
acontecimientos, o para ser más exacto a la vista de los últimos sondeos, se
encuentra satisfecha en la medida en que ha podido constatar cómo la gente, sin
entrar en condicionantes formales, comienza a recuperar el concepto que le es
propio, derivándose de tales actuaciones nuevas formas que iluminan nuevas
perspectivas, las cuales no tardarán en alumbrar una nueva realidad.
Porque las formas han cambiado. Y sin duda lo ha hecho la
manera mediante la propia responsabilidad se entiende, y por supuesto mediante
la que se ejerce.
Un claro ejemplo de este cambio lo tenemos en la evolución
que ha experimentado la naturaleza del proceso mediante el que exigíamos los
cambios. Vemos así cómo, sorprendentemente al menos en principio, la intensidad
y la cantidad de las manifestaciones, forma tradicionalmente elegida por la
gente para expresar sus rechazos o sus repulsas, ha disminuido. De la lectura
deforme, alienada y una vez más farragosa que de tal hecho hace el Gobierno,
puede extraerse la conclusión malintencionada de que el pópulos está, verdaderamente adocenado.
Sin embargo, una vez que se levanta la neblina provocada por
los artefactos disuasorios empleados
por las huestes que dotadas del más
diverso pelaje, operan en pos de la supervivencia
de los que pergeñan la actual realidad, el escenario es notablemente
distinto al que ellos mismos se construyen en este caso para su propia
tranquilidad.
La realidad muestra la irrupción de una nueva forma de hacer
política, nueva por los que la llevan
a cabo, nueva por la naturaleza de los medios por ellos empleados, que ha pillado a todo el mundo por sorpresa.
Una nueva forma de hacer política que de forma paradójica se
ha tomado su tiempo en pos de albergar en su esencia la recuperación en unos
casos, la irrupción en otros, de una verdadera carga moral conformada en una
propuesta de valores que sin duda ha calado en el pueblo. Valores regios en
unos casos, adaptados a la nueva realidad en otros, que no hacen sino erigirse
en la nueva salvaguarda destinada no solo a lograr la supervivencia de la
gente, sino del propio ejercicio político,
aunque para ello hayan de erigirse en los destructores de un
procedimiento que se ha mostrado miserable, al ser en sí mismo proclive a las
corruptelas.
Aparece entonces la piedra
de papel. Traductor no tanto de las nuevas pasiones, como sí más bien de
las nuevas formas de canalizarlas, el voto en la urna, emitido en el momento
que proceda, hará si cabe más ruido del que un adoquín arrojado contra un
escaparate antaño hubiera hecho.
Me siento así pues muy orgulloso de formar parte de una
generación que ha aprendido de sus errores, y que por ello se niega a
prodigarse en episodios destinados a repetir nuestra propia “Noche de los
Cristales Rotos.”
Mejor leemos a Anselmo de CANTERBURY: “Se aproxima el
momento supremo en el que solo el penitente pasará.”
Luis Jonás VEGAS VELASCO.