jueves, 30 de octubre de 2014

PORQUE TIENE QUE SER AQUÍ, PORQUE TIENE QUE SER AHORA.

Una vez hemos dejado transcurrir el tiempo, en pos de verificar si es o no cierta la teoría que le atribuye un poder casi místico que se manifiesta en la convicción de que “todo lo cura.” Una vez aceptamos como razón que las reacciones viscerales no por más o menos oportunas, pueden en realidad encerrar una trampa al constatar cómo efectivamente las formas pueden afectar al fondo, desgraciadamente dislocándolo. Es precisamente a partir de la constatación razonada de todas y cada una de las anteriores certezas, desde la que resulta no ya imprescindible, a la sazón casi obligatorio, continuar con el proceso anteriormente inaugurado, aplicando ahora si cabe la frialdad a la que es propensa el dejar pasar el tiempo, pudiéndose por ello exigir mayor grado de responsabilidad tanto a los hechos analizados, como por supuesto a las conclusiones alcanzadas.

Resulta así que, al hilo de la sucesión de acontecimientos que han iluminado la semana, una semana que ha transcurrido bajo el lento repicar del réquiem que para el sistema representa la ya infinita sucesión de hechos presuntamente delictivos que bajo el paraguas integrador del fenómeno de la corrupción se ha venido dando, nos conducen no sé si a una nueva realidad, aunque sin duda sí a una nueva percepción de ésta, en la que solo el ya desgraciadamente conocido problema de la defección ciudadana para con sus asuntos y obligaciones políticas, puede llevar a sus responsables espero que no a albergar una mínima esperanza de perdón, cuando sí una sin duda más que probable constatación de no recibir nunca el que podríamos llegar a denominar su justo castigo.

Lejos en mi ánimo hoy ni el polemizar, ni por supuesto el erigirme en constructor de polémicas diferidas; lo cierto es que no voy no obstante a perder la ocasión no tanto de regodearme, como sí más bien de traer a colación varios asuntos antaño ya revisados, los cuales de haber recibido en su momento la merecida atención, no digo que hubieran evitado el aquí y el ahora que para nuestra desgracia conforma nuestro presente, más aún en cualquier caso, de haber hecho menos oídos sordos a las advertencias que los mencionados constituían, bien que podríamos en todo caso haber construido alguna suerte de parapeto, cuando no de plataforma auxiliar, que hubiera absorbido el fuerte del impacto, protegiendo así el núcleo de una estructura sistémica que a mi humilde entender se encuentra, hoy por hoy, herida de muerte.

Resulta así que el continuo esfuerzo destinado a albergar en saco roto las permanentes alusiones a la debilidad de nuestro sistema con las que las más diversas instituciones llevan años decorando nuestra presencia en el ya de por si deteriorado escenario internacional; ha venido a demostrarnos lo trágico que en política puede llegar a convertirse el conducirse de la manera mediante la que el actual Gobierno, y en especial su Presidente, lo ha venido haciendo no ya en la actualidad, sino desde el primer momento, del que no lo olviden, nos separan ya casi tres largos años. Tres largos años de silencios, tres largos años de peroratas indescifrables salpicadas a lo sumo de algún momento de escenificación, que al final se desmayaba en “posturno”, cuando era sometido al análisis llevado a cabo unas veces por profesionales politólogos, en cuyo caso la conclusión se resumía en el consabido discurso de grado cero; para degenerar en vulgar memez, cuando no bufonada, si eran profesionales de la escenificación los que se mostraban dispuestos a regalarnos sus conclusiones.

Y en medio de todo esto, un sistema, un país, una sociedad, pero ante todo un conjunto de personas, de seres humanos, de ciudadanos, que sufrimos cuando no padecemos las consecuencias de la retahíla en la que se ha convertido este ir y venir de personas y de medidas que no hacían sino esconder, como los sofismas lo hacen para con los buenos discursos, una manifiesta y para nuestra desgracia para nada ambigua incompetencia disfrazada de cretinismo, con tintes de candidez.

Porque ahí es precisamente donde entra en juego la acusación que en este caso ha de trascender al político, para acabar obviamente afectándonos a los ciudadanos. Unos ciudadanos que embriagados por los efluvios procedentes no tanto de la Historia, como sí más bien de las interpretaciones interesadas que de la mismas nos han sido ofrecidas por quienes veían depender su supervivencia de tales menesteres, han ido poco a poco conformando primero un escenario, luego una verdadera realidad virtual en la que nada es lo que parece, en la que nadie es quien dice ser.
A medida que la mentira ha ido creciendo, los ciudadanos, últimos responsables de la misma, hemos aceptado entrar en una suerte de neurosis encaminada a hacer buena la filosofía que aspira a modificar la realidad, cuando no  nos satisface. Desde esta nueva perspectiva, términos y conceptos otrora estructurales quedan ahora relegados a niveles como decimos propios de los escenarios más chuscos y deslavazados; escenarios en los que el bufón es un señor, el truhán es un filósofo, y en los que el Rey pide perdón, asumiendo sus culpas, diluyendo de manera tan incomprensible como inaudita los últimos resquicios de un absolutismo dogmático que solo a la ignorancia podía atribuir su supervivencia.

Y una vez más en medio, una vez más como meros espectadores, eso si de excepción, los ciudadanos. Unos ciudadanos cabreados unos, hastiados los más, pero afectados por el dogma todos. Un dogma que se traduce en la existencia de una suerte de fuerza mitológica, cuando no marcadamente mística, cuyos efectos son visibles en el poder que tiene para inmovilizar de pies y manos a todos y cada uno de los integrantes de una sociedad, de un país, que se muere de hambre lisa, simple y llanamente porque sus ciudadanos de verdad se creen saciados de toda necesidad.
¿Acaso no me creéis? Basta con acompañarme en un pequeño paseo virtual por un escenario que bien podría confundirse con las calles o con el barrio de cualquiera, para comprobar hasta qué punto no hace falta ningún esfuerzo para encontrarse con esforzados ciudadanos dispuestos por ejemplo a convencerte de que es éste un país rico en libertades, aunque él mismo se encuentre esposado de pies y manos; o lo que es peor, empecinado en demostrarte lo bien que vivimos en España, aunque acto seguido te haya de reconocer que su poder adquisitivo ha retrocedido a niveles de los años noventa.

Y así un largo etcétera de situaciones cuya enumeración conduciría la presente a una perorata de por sí inabordable, cuyo denominador común se encierra una vez más en la comprensión de un hecho imprescindible tanto en sus formas, como por supuesto en sus consecuencias. Estoy hablando de la responsabilidad.

Una responsabilidad que a la vista de los últimos acontecimientos, o para ser más exacto a la vista de los últimos sondeos, se encuentra satisfecha en la medida en que ha podido constatar cómo la gente, sin entrar en condicionantes formales, comienza a recuperar el concepto que le es propio, derivándose de tales actuaciones nuevas formas que iluminan nuevas perspectivas, las cuales no tardarán en alumbrar una nueva realidad.

Porque las formas han cambiado. Y sin duda lo ha hecho la manera mediante la propia responsabilidad se entiende, y por supuesto mediante la que se ejerce.
Un claro ejemplo de este cambio lo tenemos en la evolución que ha experimentado la naturaleza del proceso mediante el que exigíamos los cambios. Vemos así cómo, sorprendentemente al menos en principio, la intensidad y la cantidad de las manifestaciones, forma tradicionalmente elegida por la gente para expresar sus rechazos o sus repulsas, ha disminuido. De la lectura deforme, alienada y una vez más farragosa que de tal hecho hace el Gobierno, puede extraerse la conclusión malintencionada de que el pópulos está, verdaderamente adocenado.

Sin embargo, una vez que se levanta la neblina provocada por los artefactos disuasorios empleados por las huestes que dotadas del más diverso pelaje, operan en pos de la supervivencia de los que pergeñan la actual realidad, el escenario es notablemente distinto al que ellos mismos se construyen en este caso para su propia tranquilidad.
La realidad muestra la irrupción de una nueva forma de hacer política, nueva por los que la llevan a cabo, nueva por la naturaleza de los medios por ellos empleados, que ha pillado a todo el mundo por sorpresa.

Una nueva forma de hacer política que de forma paradójica se ha tomado su tiempo en pos de albergar en su esencia la recuperación en unos casos, la irrupción en otros, de una verdadera carga moral conformada en una propuesta de valores que sin duda ha calado en el pueblo. Valores regios en unos casos, adaptados a la nueva realidad en otros, que no hacen sino erigirse en la nueva salvaguarda destinada no solo a lograr la supervivencia de la gente, sino del propio ejercicio político,  aunque para ello hayan de erigirse en los destructores de un procedimiento que se ha mostrado miserable, al ser en sí mismo proclive a las corruptelas.

Aparece entonces la piedra de papel. Traductor no tanto de las nuevas pasiones, como sí más bien de las nuevas formas de canalizarlas, el voto en la urna, emitido en el momento que proceda, hará si cabe más ruido del que un adoquín arrojado contra un escaparate antaño hubiera hecho.

Me siento así pues muy orgulloso de formar parte de una generación que ha aprendido de sus errores, y que por ello se niega a prodigarse en episodios destinados a repetir nuestra propia “Noche de los Cristales Rotos.”
Mejor leemos a Anselmo de CANTERBURY: “Se aproxima el momento supremo en el que solo el penitente pasará.”


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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