jueves, 23 de octubre de 2014

DE LA ESPERANZA DE QUE AL MENOS TENGAN UN PLAN B.

Reviso con detenimiento el acervo cronológico en el que de forma consciente o inconsciente nos hallamos, y de tal ejercicio, sano y encomiable en la mayoría de los casos, se desprenden, lo cierto es que casi caen por su propio peso, dos fechas, en realidad dos citas geniales con la Historia, cuya repercusión, cuando no el peso que las mismas por sí mismo tienen, aumentan si cabe la desazón que nos cubre y que se muestra en toda su crudeza cuando procedemos con la comparación, en este caso más didáctica que odiosa, para con los tiempos que vienen a conformar nuestro presente.

Coincidentes en lo concerniente a los meses, aunque obviamente separados por siglos, dos hechos convergen en derredor de nosotros a colación de esta semana, en la que la mortaja de octubre ya está siendo atalantada. Así, tal día como hoy, pero de 1520, tenía lugar la definitiva proclamación de Carlos I como Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
El hecho en tanto que tal supone una de esas contadas ocasiones en las que la práctica totalidad de los profesionales del ramo, considerando como tales en este caso a los estudiosos de la Historia, vienen a ponerse de acuerdo en pos de reconocer que si bien tal hecho no repercutió de manera definitiva en nada directamente achacable al recorrido práctico de las acciones del monarca, a partir de ese momento emperador, lo cierto es que como en muchos otros casos tendrá en el coeficiente añadido del prestigio, indiscutible en el caso que nos ocupa, un motivo más que suficiente.

El otro instante, cita más beligerante, y tal vez por ello más atractiva, tiene su lugar en el continuo formado por el espacio y el tiempo en la madrugada del 21 de octubre de 1805, frente a las costas de la hoy localidad de Barbate.
En el contexto de la eterna voluntad una y mil veces pronunciada por Napoleón y referida a la imprescindible maniobra de invadir Gran Bretaña. La armada española debía en este caso concreto distraer a la británica, alejándola efectivamente del Canal de la Mancha, dejando con ello una suerte de paso expedito por el que transitaría de manera evidente la armada francesa, con el propio Napoleón al frente.

Lejos de querer hoy convertir estas líneas en una perorata inconexa en la que resulte al menos en apariencia poco menos que imposible encontrar una sola llamada para con la situación actual; lo cierto es que llegados a este punto me permito llamar la atención al lector sobre dos circunstancias sin duda muy dignas de ser tenidas en cuenta, cuales son la presencia en ambas ocasiones de dos hechos comunes cuales son, por un lado la existencia de sendas personalidades capaces por su autoridad moral, cuando no por su carisma, de sostener sobre sus hombros los deseos, cuando no los anhelos e incluso los miedos, de todo un Pueblo.
Así, de la biografía que anterior a los acontecimientos descritos puede extraerse de la figura de Carlos I, como por supuesto de la que sin duda puede extractarse a partir del mencionado nombramiento una realidad se impone por encima de todas, plantando sin duda cara sobre todo a la multitud de críticas que seguramente argumentadas pueden en pos proferirse; cual es la ingente capacidad para el Gobierno, la innata predisposición para asumir el mando, que el protagonista tenía en este caso para asumir, dentro de las circunstancias temporales que le fueron propias, las prerrogativas de capacidad, mando y por qué no decirlo, dogma, que un sistema coherente con su tiempo como sin duda era el Absolutismo, bien podemos decir, obligaba.

En el otro caso, más cercano, principios del Siglo XIX, será en Nelson donde tenga lugar la reformulación del personalismo. Un personalismo amparado en la necesidad que en los tiempos de decadencia, cuando no de crisis, el común casi implora convencido de que la fortuna de poder identificar en una determinada figura al que habrá de ser su paladín en uno u otro sentido, convertirá en sin duda más llevaderas las penas del momento.

Y es precisamente ahí donde subyace no ya el denominador común existente entre los momentos y los personajes históricos seleccionados; sino que incluso podemos extender tal suerte de conexión hasta nuestros días, externalizando en este caso la ausencia que de tales fenómenos y protagonistas adolecemos sin duda hoy en día.

Porque hoy, sin duda, estamos huérfanos de héroes.

No seré yo quien acabe, presa de cierto grado de histeria mal o bien contenida, predicando la necesidad de acudir a alguna forma de Lanzarotes que en este caso acudan raudos a salvar a las nuevas Ginebras. Sin embargo, sin caer en la trampa sempiterna del Romanticismo no resulta por ello menos evidente poner de manifiesto que con todas las salvedades, limitaciones y correcciones que sean de rigor, lo cierto es que por más que la evolución y el progreso hayan llevado a cabo de manera flagrante su misión, solo una cosa queda clara, la que pasa por asumir que cuando menos en lo concerniente al capítulo de las responsabilidades devengadas, uno y solo uno ha de ser, en última instancia, el protagonista, haciendo en este caso de su cargo, cuando el carisma resulta insuficiente, la prenda que una vez más habrá de ser entregada en sacrificio para calmar las iras del nuevo Leviatán.

Acudiendo, cuando no retornando a la actualidad, lo cierto es que la sensación que nos acompaña en tamaño tránsito, pasa sin duda por la acumulación de una serie de emociones entre las que sin duda la melancolía ocupa un lugar destacado.
Melancolía no ya de un tiempo mejor, cuando sí de un tiempo consistente, en el que las coherencias estaban claras, las contradicciones perfectamente delimitadas, Un tiempo en el que todavía quedaba espacio para las conductas necesarias, en franca oposición a las contingentes.

Resulta así pues que, por mera oposición dialéctica, resulta casi sencillo proceder con el establecimiento cuando menos semántico de los puentes a partir de los cuales deducir la existencia de un marco coherente en el que cuestiones esenciales como las correspondientes a los valores morales, y otras múltiples cuestiones esenciales adquirían por sí solas visos de conformar aspectos estructurales de una semántica destinada a interpretar el presente en términos de autoridad, carisma, respeto e incluso proyección hacia el futuro que resultan hoy por hoy imposibles de identificar en nuestro tiempo.

Así, el Relativismo como forma de entender no solo la complejidad del enfrentamiento para con la realidad, se ha adueñado de todos y cada uno de los estamentos que rigen y circunscriben la conducta del Hombre, incluyendo por supuesto su facete política, configurando una suerte de esperpento que extiende sus dominios tanto por los límites del espacio, como incluso por los del tiempo, sumiendo al Hombre en una suerte de letargo existencial cuya existencia, imposible de cuantificar, resulta por otro lado del todo imprescindible a la hora de justificar en unos casos conductas, en otros la ausencia de las mismas del propio Género Humano.

De semejantes componendas, y sin llegar por supuesto a la trasposición, alcanzamos no es menos cierto un estado en el que por otra parte podemos identificar en el presente muchas de las características que conformaron la realidad inmediatamente posterior a la que se daba una vez acaecidos los hechos referidos. Así, y sin el menor ánimo beligerante por supuesto, podemos sin mucho esfuerzo identificar en la realidad que conforma nuestro presente vestigios de aquélla otra que formaba parte de una realidad, por ejemplo de postguerra, cercana en este caso y más concretamente al Periodo de Entre Guerra.
Así, la componenda más pragmática, a saber la dictada por la variable económica, obviamente igual de injuriada que ahora auque en este caso por un motivo objetivamente determinado, acababa no ya por influir, cuando sí por determinar, otro mucho más subjetivo como era sencillamente el de la voluntad de los individuos integrantes de la Sociedad.
Solo a partir de la asunción de estos principios, podemos en cualquier caso establecer un canal coherente por el que transitarán tanto los acontecimientos, como por supuesto la ingente verbena de cambios que sobre los mismos se produjeron en el periodo mencionado. Cambios cuya flagrante magnitud, estrepitosa podríamos decir con tan solo llevar a cabo una superficial aproximación, son concebibles se llevaran a cabo a partir del apriori de una Sociedad narcotizada en este caso por el miedo a los horrores conocidos de una guerra ya pasada, cuyo cierre en falso convierte en casi imprescindible arrojarse en brazos de otra en un periodo de tiempo tan impredecible como por otro lado imprescindible.

Y hoy es precisamente el reconocimiento de ese tufo compañero inseparable del miedo, el que nos permite identificar en las constatables realidades subjetivas de nuestro presente la realidad por otro lado contraindicada por la inexistencia de esas otras imprescindibles componendas materiales.
Tenemos así pues, que si bien no nos hallamos en un flagrante estado de declaración de guerra, insisto en que no es menos cierto, y cualquiera con ojos en la cara puede detenerse un instante a comprobarlo, que las consecuencias en principio achacables a lo mismo están por otro lado, más que presentes.
Una economía manifiestamente hundida. Una Sociedad virtualmente desgajada. Manifiesto deterioro de las realidades éticas y morales, incapacitando con ello para encontrar un solo vestigio de orden al que agarrarse en pos de no inmolarse en sacrificio a la imperante deidad del caos, conforman definitivamente una realidad que viene a hacer buena la teoría de que resulta difícil poner nada nuevo bajo el sol.

Definitivamente: ¿De verdad no se os antoja ni un poquito atractivo el poder contar en la alineación con un parecido a Felipe II en San Quintín?


Luis Jonás VEGAS VELASCO. 

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