Reviso con detenimiento el acervo cronológico en el que de
forma consciente o inconsciente nos hallamos, y de tal ejercicio, sano y
encomiable en la mayoría de los casos, se desprenden, lo cierto es que casi caen por su propio peso, dos
fechas, en realidad dos citas geniales con la Historia, cuya repercusión,
cuando no el peso que las mismas por sí mismo tienen, aumentan si cabe la
desazón que nos cubre y que se muestra en toda su crudeza cuando procedemos con
la comparación, en este caso más didáctica que odiosa, para con los tiempos que
vienen a conformar nuestro presente.
Coincidentes en lo concerniente a los meses, aunque
obviamente separados por siglos, dos hechos convergen en derredor de nosotros a
colación de esta semana, en la que la mortaja de octubre ya está siendo
atalantada. Así, tal día como hoy, pero de 1520, tenía lugar la definitiva
proclamación de Carlos I como Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
El hecho en tanto que tal supone una de esas contadas
ocasiones en las que la práctica totalidad de los profesionales del ramo, considerando como tales en este caso a los
estudiosos de la Historia, vienen a ponerse de acuerdo en pos de reconocer que
si bien tal hecho no repercutió de manera definitiva en nada directamente
achacable al recorrido práctico de las acciones del monarca, a partir de ese
momento emperador, lo cierto es que como en muchos otros casos tendrá en el
coeficiente añadido del prestigio, indiscutible en el caso que nos ocupa, un
motivo más que suficiente.
El otro instante, cita
más beligerante, y tal vez por ello más atractiva, tiene su lugar en el
continuo formado por el espacio y el tiempo en la madrugada del 21 de octubre
de 1805, frente a las costas de la hoy localidad de Barbate.
En el contexto de la eterna voluntad una y mil veces
pronunciada por Napoleón y referida a la imprescindible
maniobra de invadir Gran Bretaña. La armada española debía en este caso
concreto distraer a la británica, alejándola
efectivamente del Canal de la Mancha, dejando con ello una suerte de paso
expedito por el que transitaría de manera evidente la armada francesa, con el
propio Napoleón al frente.
Lejos de querer hoy convertir estas líneas en una perorata
inconexa en la que resulte al menos en apariencia poco menos que imposible
encontrar una sola llamada para con la situación actual; lo cierto es que
llegados a este punto me permito llamar la atención al lector sobre dos
circunstancias sin duda muy dignas de ser tenidas en cuenta, cuales son la
presencia en ambas ocasiones de dos hechos
comunes cuales son, por un lado la existencia de sendas personalidades capaces por su autoridad moral, cuando no por su carisma, de sostener sobre sus hombros los deseos, cuando no los
anhelos e incluso los miedos, de todo un Pueblo.
Así, de la biografía que anterior a los acontecimientos
descritos puede extraerse de la figura de Carlos I, como por supuesto de la que
sin duda puede extractarse a partir del mencionado nombramiento una realidad se
impone por encima de todas, plantando sin duda cara sobre todo a la multitud de
críticas que seguramente argumentadas pueden en pos proferirse; cual es la ingente capacidad para el Gobierno, la
innata predisposición para asumir el mando, que el protagonista tenía en este
caso para asumir, dentro de las circunstancias temporales que le fueron
propias, las prerrogativas de capacidad, mando y por qué no decirlo, dogma, que
un sistema coherente con su tiempo como sin duda era el Absolutismo, bien podemos decir, obligaba.
En el otro caso, más cercano, principios del Siglo XIX, será
en Nelson donde tenga lugar la
reformulación del personalismo. Un
personalismo amparado en la necesidad que en los tiempos de decadencia, cuando
no de crisis, el común casi implora
convencido de que la fortuna de poder
identificar en una determinada figura al que habrá de ser su paladín en uno u
otro sentido, convertirá en sin duda más llevaderas las penas del momento.
Y es precisamente ahí donde subyace no ya el denominador
común existente entre los momentos y los personajes históricos seleccionados;
sino que incluso podemos extender tal suerte de conexión hasta nuestros días, externalizando en este caso la ausencia que de tales fenómenos y
protagonistas adolecemos sin duda hoy en día.
Porque hoy, sin duda, estamos huérfanos de héroes.
No seré yo quien acabe, presa de cierto grado de histeria
mal o bien contenida, predicando la necesidad de acudir a alguna forma de Lanzarotes que en este caso acudan
raudos a salvar a las nuevas Ginebras. Sin embargo, sin caer en la trampa
sempiterna del Romanticismo no
resulta por ello menos evidente poner de manifiesto que con todas las
salvedades, limitaciones y correcciones que sean de rigor, lo cierto es que por
más que la evolución y el progreso hayan llevado a cabo de manera flagrante su
misión, solo una cosa queda clara, la que pasa por asumir que cuando menos en
lo concerniente al capítulo de las responsabilidades
devengadas, uno y solo uno ha de ser, en última instancia, el protagonista,
haciendo en este caso de su cargo, cuando el carisma resulta insuficiente, la prenda que una vez más habrá de ser
entregada en sacrificio para calmar las iras del nuevo Leviatán.
Acudiendo, cuando no retornando a la actualidad, lo cierto
es que la sensación que nos acompaña en tamaño tránsito, pasa sin duda por la
acumulación de una serie de emociones entre las que sin duda la melancolía
ocupa un lugar destacado.
Melancolía no ya de un tiempo mejor, cuando sí de un tiempo
consistente, en el que las coherencias estaban claras, las contradicciones
perfectamente delimitadas, Un tiempo en el que todavía quedaba espacio para las
conductas necesarias, en franca
oposición a las contingentes.
Resulta así pues que, por mera oposición dialéctica, resulta casi sencillo proceder con el
establecimiento cuando menos semántico de los puentes a partir de los cuales
deducir la existencia de un marco coherente en el que cuestiones esenciales
como las correspondientes a los valores
morales, y otras múltiples cuestiones
esenciales adquirían por sí solas visos de conformar aspectos estructurales
de una semántica destinada a interpretar el presente en términos de autoridad,
carisma, respeto e incluso proyección hacia el futuro que resultan hoy por hoy
imposibles de identificar en nuestro tiempo.
Así, el Relativismo como
forma de entender no solo la complejidad del enfrentamiento para con la realidad, se ha adueñado de todos y cada
uno de los estamentos que rigen y circunscriben la conducta del Hombre,
incluyendo por supuesto su facete política, configurando una suerte de esperpento que extiende sus dominios
tanto por los límites del espacio, como incluso por los del tiempo, sumiendo al
Hombre en una suerte de letargo
existencial cuya existencia, imposible de cuantificar, resulta por otro
lado del todo imprescindible a la hora de justificar en unos casos conductas,
en otros la ausencia de las mismas del propio Género Humano.
De semejantes componendas, y sin llegar por supuesto a la
trasposición, alcanzamos no es menos cierto un estado en el que por otra parte
podemos identificar en el presente muchas de las características que
conformaron la realidad inmediatamente posterior a la que se daba una vez
acaecidos los hechos referidos. Así, y sin el menor ánimo beligerante por
supuesto, podemos sin mucho esfuerzo identificar en la realidad que conforma
nuestro presente vestigios de aquélla otra que formaba parte de una realidad,
por ejemplo de postguerra, cercana en
este caso y más concretamente al Periodo
de Entre Guerra.
Así, la componenda más pragmática,
a saber la dictada por la variable económica, obviamente igual de injuriada
que ahora auque en este caso por un motivo objetivamente determinado, acababa
no ya por influir, cuando sí por determinar, otro mucho más subjetivo como era
sencillamente el de la voluntad de los individuos integrantes de la Sociedad.
Solo a partir de la asunción de estos principios, podemos en
cualquier caso establecer un canal coherente por el que transitarán tanto los
acontecimientos, como por supuesto la ingente verbena de cambios que sobre los mismos se produjeron en el periodo
mencionado. Cambios cuya flagrante magnitud, estrepitosa podríamos decir con
tan solo llevar a cabo una superficial aproximación, son concebibles se
llevaran a cabo a partir del apriori de una Sociedad narcotizada en este caso
por el miedo a los horrores conocidos de una guerra ya pasada, cuyo cierre en falso convierte en casi
imprescindible arrojarse en brazos de otra en un periodo de tiempo tan
impredecible como por otro lado imprescindible.
Y hoy es precisamente el reconocimiento de ese tufo compañero inseparable del miedo, el
que nos permite identificar en las constatables realidades subjetivas de
nuestro presente la realidad por otro lado contraindicada por la inexistencia
de esas otras imprescindibles componendas
materiales.
Tenemos así pues, que si bien no nos hallamos en un flagrante estado de declaración de guerra, insisto
en que no es menos cierto, y cualquiera con ojos en la cara puede detenerse un
instante a comprobarlo, que las consecuencias en principio achacables a lo
mismo están por otro lado, más que presentes.
Una economía manifiestamente hundida. Una Sociedad virtualmente desgajada. Manifiesto
deterioro de las realidades éticas y morales, incapacitando con ello para
encontrar un solo vestigio de orden al que agarrarse en pos de no inmolarse en
sacrificio a la imperante deidad del caos, conforman definitivamente una
realidad que viene a hacer buena la teoría de que resulta difícil poner nada nuevo bajo el sol.
Definitivamente: ¿De verdad no se os antoja ni un poquito
atractivo el poder contar en la alineación
con un parecido a Felipe II en San Quintín?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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