miércoles, 29 de marzo de 2017

LA EUROPA DISLOCADA. 60 AÑOS SIN RESPUESTAS.

Y con todo, o por ser más exactos, a pesar de todo, lo más lamentable pasa por asumir que lo verdaderamente dañino se encuentra en el hecho de constatar que lo que faltó fue valentía para preguntar. Porque no hay respuesta mal dicha, a lo sumo mal interpretada.

En la paradoja de vivir en un momento obligado a conmemorar el aniversario redondo de la firma del acuerdo que tal vez con más fuerza haya inspirado el actual estado de las cosas; y la acción que en presente continuo bien pueda formar parte en los libros llamados a editarse en un futuro no muy lejano el instante en el que dio comienzo el principio del fin; más que llorar por las consecuencias reales devengadas de un pasado que en realidad no entendemos, o lamentarnos a priori por las de un acto cuya realidad aún se nos escapa en tanto que forma parte de un futuro comprometido pero no por ello netamente integrable en los cánones llamados a ser computables como parte de “lo que está por llegar”, lo único cierto, además de constatar que ya nada se hace como se hacía antes (en especial el plañir), pasa por asumir que de nuevo nos disponemos a cometer el error que llevamos varias centurias cometiendo a saber, el que pasa por asumir que el análisis de la resultante de un compendio de realidades (en definitiva de la realidad asumida como compleja), tiene el menor viso de prosperar sin tener en consideración el aporte de la variable destinada a computar el más alto bagaje de complejidad para el que está capacitado el sistema; a saber, la del el Ser Humano.

No en vano, cuando nos disponemos a juzgar o tan siquiera a compendiar el que en principio está destinado a erigirse en acervo de lo que en general denominaremos Proyecto Europeo Moderno; lo hacemos desde una óptica en la que las aportaciones promovidas por los ciudadanos, en última instancia los llamados a erigirse para bien o para mal de todo el proceso, son desechadas ¡afirmando curiosamente que añaden excesiva complejidad al sistema!

Desposeídos así no tanto de la componente subjetiva, que sí poseedores de una realidad insospechadamente inútil toda vez que a la misma se ha privado de su componente conceptualmente imprescindible, podemos llegar a afirmar, y a la visa de la lectura de resultados así lo hacemos, que el actual desquiciamiento existente en el seno de la Unión Europea versa su origen de manera casi exclusiva en el alienante esfuerzo que muchas entidades, algunas fácilmente identificables, otras no tanto, han llevado a cabo en pos de lograr el colapso del ente resultante. Para ello, la única manera posible pasa de manera inexorable no tanto por debilitar el prestigio de la propia institución, como si más bien por deteriorar los enlaces que entre la propia Unión y los entes sociales sobre los que en principio dirige sus esfuerzos, se establecen. De esta manera, una vez que los lazos se han debilitado, prueba de lo cual encontramos cuando, por ejemplo, los ciudadanos comienzan a ser incapaces de citar con un mínimo de convicción las causas (otrora evidentes) por las que el logro de objetivos comunes es más fácil y satisfactorio cuando se persiguen en grupo; podemos afirmar, acaso sin el menor género de dudas, que la acción no solo ha comenzado, sino que está teniendo verdadero éxito.

Así y solo así, aunque suene rocambolesco, puede no solo entenderse, sino incluso adquirir cierto grado de lógica, el razonamiento por el cual logros como el llamado a cifrarse en el periodo más largo de paz en el que los europeos hemos vivido, terminen por atribuirse a la conclusión de una serie de variables muchas de las cuales nos son del todo desconocidas, cuando no a la acción sui géneris de una suerte de ente cuyo extraño poder se basa, precisamente, en su capacidad para no ser compendiado.

Sin embargo, a pesar de la acción de unos pocos, y no en menor medida por la falta de acción de muchos; aquí estamos hoy, tratando de entender qué tiene más poder, o qué merece ser conmemorado con más fuerza: la mención de un pasado honesto integrado en el 60 aniversario de los Tratados de Roma, o la certeza de un presente que ha llevado a un país miembro a considerar que su futuro es más prometedor (o puede prometerse de manera más sencilla), no solo fuera sino inequívocamente enfrentado al resto de miembros de la Unión Europea.
Y todo, porque lo crean o no, los llamados a obrar en última instancia como portadores del requerimiento atribuido desde la mayoría no solo no han obrado en tal dirección, sino que de manera aún más gravosa para con los intereses de sus ciudadanos no solo no han trasmitido la orden que se les dio para capitanear este barco, sino que han programado el piloto automático con una serie de órdenes que de manera inconmensurable conducen el barco hacia una inexorable destrucción.

Así y solo así podemos entender que como en el caso de Reino Unido, la misma población que ha sido llamada a consultas en pos de una decisión, en este caso a la postre la llamada a erigirse en catalizador que no en causa del Brexit (pues éstas hay que buscarlas en océanos más profundos); no dude en manifestarse instantes después de conocer el resultado pidiendo repetir el referéndum, pues es como si hubieran votado con el corazón (y a menudo lo que éste apunta difiere bastante de lo que otras variables, apuntaladas por ejemplo en el bolsillo, declaran).

Sea como fuere, viéndolo todo desde una perspectiva integral, llamada a definir de manera conjunta no solo el tiempo y el espacio, sino especialmente las consecuencias en las que acaban por traducirse los actos que integrados en los anteriores tienen lugar; lo cierto es que el momento actual nos desborda no tanto por la incapacidad para encontrar respuestas, como sí más bien por la imposibilidad manifiesta de ubicar en presente las respuestas que bien por hallarse en el pasado, bien por ser propias de un futuro subjuntivo, no hay manera de especificar.

Mientras, el tiempo se reformula en su condición de consecuencias, y el miedo se erige en el nuevo segundo al mando.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 22 de marzo de 2017

POCO A POCO, NOS LO ESTÁN ARREBATANDO TODO.

Llegados a estas alturas, cuando ya ni siquiera podemos acordarnos de cuánto hemos dejado realmente atrás, de cuántos se han quedado realmente atrás, es cuando empezamos a intuir, pues comprenderlo resulta todavía realmente peligroso, cuál es el verdadero significado de la palabra crisis.

El tiempo ha pasado, no supone tal cosa la menor novedad. Sin embargo, una vez salvada tamaña novedad, si nos paramos un instante para reflexionar sobre algo tan aparentemente evidente como es el saber cómo ha transcurrido para nosotros el tiempo, seguro que más de uno se llevará una buena sorpresa.

Para empezar, antes de que llegara la crisis, se vivía. El tiempo pasaba, y lo hacía sencillamente porque cada uno de nosotros, según sus propias peculiaridades, era en todo momento consciente de aquello que hacía con lo que venía a constituir su tiempo. Hoy, por el contrario, solo se sobrevive. Vivir se ha vuelto para muchos un verdadero calvario, en el que el tiempo ya no transcurre, sino que a lo sumo, pasa. Y pasa, porque las personas han perdido la noción del mismo. Dicho así, realmente parece algo carente de importancia. Sin embargo, tal y como ocurre con la mayoría de las cosas importante, un instante de reflexión resulta imprescindible a la hora de tener una perspectiva real de lo que verdaderamente se halla inmerso, a veces incluso oculto, tras una determinada afirmación.

Tener noción de algo, ya sea del paso del tiempo, del tiempo en sí mismo, o en el mejor de los casos: de nosotros mismos, se convierte en algo tan grande, que por si solo podría llegar a considerarse la mayor de las aspiraciones a las que cualquier hombre, en su tendencia hacia la vida plena, podría llegar a aspirar. Es la noción la capacidad de ubicar, ya sea en el tiempo, en el espacio, o en ambos. El que ubica conoce, y por relación, sabe. Se erige entonces la capacidad de ubicar, en un ente digno de ser envidiado, en tanto que aquellos destinados a arrebatarlo todo a los que no son como ellos, fijan en el mismo sus objetivos.

Y no es sino a través de la comprensión de hechos como el manifestado, que uno adquiere noción de la verdadera intensidad del momento que le ha tocado vivir. Un momento activo más que dinámico, en el que el eufemismo transición no hace sino ponernos sobre aviso de lo tremendo de la falacia tras la que aquellos que de verdad han comprendido la magnitud del desastre, tal vez solo porque ellos son los causantes del mismo; utilizan para ocultar su huída.

Porque de parecida manera a como los parásitos abandonan el cuerpo del huésped una vez que la muerte (a la postre por ellos mismos causada), se manifiesta en toda su crudeza; es como los aspirantes a ser infectados, podemos intuir la magnitud del hecho; un hecho que se define en conceptos, se materializa en procedimientos, y experimenta su verdadera transición por medio de actitudes.

Ya sea porque somos, o porque creemos ser, lo único cierto pasa por aceptar que la comprensión de la realidad, y con ello del papel que a cada uno nos ha sido asignado, pasa por la capacidad de conceptualizar aquello que hemos asumido como propio y coherente a la hora de representar esa realidad. Suponiendo que vivir es poco más que tener noción, asumiremos que la vida, y por ende nuestra posición en la misma, quedan mutuamente integrados en la medida en que los conceptos llamados a conformar ambas realidades se conjugan en una imagen coherente (a la cual llamaremos interpretación), que descansa en nuestra conciencia, en tanto que conforma nuestra realidad.
De esta manera, quien determina los conceptos, determina la realidad, una realidad que es común para muchas personas, una realidad que crece a cada instante al recrearse en cada una de las cientos de miles de interacciones que actualmente patrocina, a la par que provoca.

De esta manera, quien domina los conceptos, lo domina todo. Tal es la fuerza de los conceptos, que una modificación en el contenido de éstos, por leve que sea, cambia de manera inexorable nuestra respuesta ante la nueva realidad que esa insisto leve modificación, provoca.

Esa respuesta da lugar a los procedimientos, y articula nuestra forma práctica de vivir. Inexorablemente vinculada a los conceptos, se revela pues como un hecho secundario. Así si bien sus consecuencias en tanto que conjugadas en gerundio parecen mucho más incidentes, lo cierto es que una vez analizadas fríamente tales respuestas no son sino manifestaciones paralelas vinculadas a una interpretación de la realidad llevada a cabo del prisma que nuestras nociones, nuestros conceptos, nos han proporcionado.

Y finalmente, las actitudes. Compendio de disposiciones unas veces tácitas, otras profundamente elaboradas, las actitudes emergen desde lo más profundo de cada uno de nosotros, toda vez y precisamente porque ellas son la última línea de defensa antes de que la incoherencia, la sensación de caos y el miedo a lo desconocido que actualmente lo impregna todo; consigan arrebatarnos lo más profundo que poseemos a saber, nuestra condición de personas.

Una condición que surge netamente y como tal, de la comprensión de un concepto. Un concepto que articula por medio de la consabida noción una respuesta coherente en forma de procedimiento, por el cual la persona emergente responde a los estímulos que el mundo le proporciona; interactuando con él, evolucionando en cada una de esas interacciones. Y digo evolucionando porque el progreso que inexorablemente se persigue con todo el desarrollo, irradia inequívocamente no tanto de la corrección de tales procederes, como si más bien de la coherencia que como atributo ha de manifestarse en todo lo anterior. Una coherencia que como es lógico resulta exigible en el menester procedimental, pero que alcanza su apogeo en el devenir conductual, a la sazón territorio inexpugnable de lo actitudinal, pues ahí es donde en última instancia tiene su refugio la moral.

Por eso, una vez que los llamados a canalizar esta crisis, a lo sumo un procedimiento, han decidido darnos un poco de margen (que la mayoría empleará para poco más que respirar); creo poder afirmar que constituiría un procedimiento realmente responsable empezar a cuantificar todo lo que nos han arrebatado no tanto en pérdidas computables por lo mesurables, como sí más bien en pérdidas etéreas, en tanto que no mesurables.

No en vano, la reconstrucción que más pronto que tarde habremos de afrontar, se llevará a cabo no tanto siguiendo los modelos del pasado (modelos que todos hemos desechado por inocuos) como sí más bien traduciendo a aspiraciones lo que hasta hace unos instantes nos ha sido insuflado como conceptos.

¿Seremos pues capaces de comprender la magnitud de lo que ya nos ha arrebatado esta crisis? Yo creo que no, pues a mi humilde entender no ha sido sino el preludio de una nueva interpretación del mundo en la que lo que está llamado a condicionar nuestro futuro nos es inaccesible, sencillamente porque carecemos de las armas para ubicarlo. Sí, ya sabéis, los consabidos conceptos.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


miércoles, 15 de marzo de 2017

DESBORDADOS POR EL CAMBIO.

Y porque de nuevo, el diablo está en los detalles, no habrá de ser sino precisamente en tales donde habremos de buscar si no la esencia, si al menos los condicionantes a partir de los cuales poder recrear el conjunto de situaciones llamadas a proporcionarnos un atisbo de nitidez respecto de lo que, lejos de estar por venir, no ha hecho ya sino desbordarnos.

Porque en el fondo tan solo de eso se trata. El eufemismo, llamado hasta ahora a protegernos tras la iniquidad en la que a veces degenera el mero empleo de un tiempo verbal, toma ahora cuerpo de realidad en la medida en que lo que otrora se perfilaba a lo sumo como un concepto (pusilánime por vacuo, o en todo caso impropio), ha dado la cara ahora de manera del todo efectiva poniendo de manifiesto la debilidad de la que se suponía la principal de las variables (a saber la llamada a integrar el refugio de las actitudes), desgajando en presente continuo lo que solo puede materializarse por medio de la acción, o lo que es lo mismo, el desempeño propio de la acción, lo comúnmente llamado procedimiento.

Puede sonar paradójico, pero una vez más no es sino el aparente distanciamiento, lo que se materializa en la estúpida convicción de que a nosotros eso no puede pasarnos, lo que con más claridad pone de manifiesto lo expuesto que no ya nuestro proceder, sino más concretamente el contexto en el que éste se encuentra referido; aparece a la hora de valorar siquiera sinceramente las consecuencias que habrían de devengarse de tan solo un proceder dulcificado, lo que vendría a ser un simulacro, en el que a lo sumo se insinuara la posibilidad no ya de que todo aquello sobre lo que asentamos lo que creemos nuestra realidad pudiera versa amenazado. Imaginemos por un instante el trauma conceptual al que se vería sometido el hombre de tener que asumir, si cabe para agravar la situación aún más, en un corto periodo de tiempo, que todo lo que llama suyo no es en realidad sino el resultado de un préstamo, de una hipoteca cuyo protocolo hace mucho tiempo que fue firmado, tanto que está próximo a expirar.

Es ingente el catálogo de variables llamadas a definir que no a determinar los condicionantes que integran al Hombre en tanto que tal. Por ello, de existir un concepto meramente capaz de integrar todas y cada una de esas variables, ha de ser éste de un relativismo, o si se prefiere de una falta de concreción tal, que tenuemente habrá de recorrer las esencias de todos los conceptos implicados, sin quedar siquiera mancillado por ninguno de ellos, pues de ser de cualquier otro modo la magnitud que el mismo alcanzaría lo convertiría en inútil para nuestro proceder.
Es así que el concepto buscado es único del hombre en tanto que ente dotado de la mentalidad más compleja, a la sazón la única capaz de hacer de la autocomplacencia y el autoengaño recursos lo suficientemente fuertes como para hacer de ellos componentes imprescindibles a la hora de ser integrados en el vademecum de supervivencia del Hombre Moderno.
Adoptan tales conceptos en la actualidad múltiples formas. Las más refinadas, relacionadas con la prestidigitación o con el escapismo, sirven para dotar de un viso de espectáculo lo que de otra manera no habrían de ser sino conductas desdeñables, y absolutamente rastreras. Sin embargo éstas y otras de parecida ralea, son erigidas en pináculo de virtud una vez que la zozobra ha hecho acto de presencia, y ha convertido la supervivencia no en un concepto propio del recuerdo, sino en algo delimitado y llamado  a compilarse nuevamente en presagio funesto.

Porque de eso, de poco más, es de lo que en realidad se trata. La mentira en la que nos hallamos cómodamente instalados desde el final de la Segunda Guerra Mundial, una mentira llamada ficción en un intento de aportar decoro, está herida de muerte. El mero hecho de que cuestiones otrora inaceptables llamadas a ser consideradas como imposibles tan solo porque no encajaban con lo que conformaba nuestro estereotipo; emerjan ahora como complicados escaques en los cuales refugiarse una vez todo toca a su fin; configura una nueva realidad tan impresionante, que su mera intuición, no hablemos de su aceptación, suena a improbable.
Es así que la certeza y la convicción son llamados al destierro, pues lo posible, edulcorado con potencialidad se convierten en el elixir llamado a hacer más llevadero este trajín en el que incluso inconscientemente nos hemos metido.

La facilidad con la que se desmoronan estructuras en otro tiempo tenidas por colosales, no hace sino poner de manifiesto que edificios en otro tiempo llamados a contener nuestra protección (metáfora exigua de lo que podríamos denominar derechos adquiridos), no hace sino enfrentarnos cada día de los llamados a conformar los tiempos modernos con la terrible certeza de poco o nada de lo que una vez creímos estaba destinado a conformar nuestra realidad, es en realidad nuestro.

Porque en el fondo, de eso y de nada más se trata. De asumir que no de comprender que gran parte de la consignación presupuestaria desde la que se ha planteado el momento histórico que nos toca, y que se esgrime como tiempo de crisis, merece su proceder a partir de la aceptación del hecho capital llamado a resumirse en la certeza de que el mero paso del tiempo no ha de producir en sí mismo progreso.
El hecho cuantitativo inherente a la afirmación, y que se materializa en lo inexorable de el paso del tiempo, no ha de despistarnos ni siquiera por un instante de la contemplación de la variable fundamental, y que en este caso tiene naturaleza cualitativa, como corresponde al hecho de ser la destinada a apaciguar las aguas de un conflicto dialéctico llamado a enfrentar en este caso a los que defienden la adaptación, con aquellos que afirman abiertamente que a la vista de lo que conforma nuestro presente, la hora del cambio ha llegado.

Atribuimos a la adaptación la suerte de desarrollo destinado a promover una serie de modificaciones perfectamente delimitados en pro de cuya consecución se generan movimientos a saber, estructuras dinámicas y controladas cuyo ámbito de aplicación, y por ello su supervivencia misma, aparecen inexorablemente ligados a la consecución de los cambios originariamente establecidos.
Se configura el cambio como una realidad de carácter inherentemente procedimental de naturaleza mucho más radical, por ello más beligerante; llamada sobre todo a generar nuevas realidades que pueden, o no, guardar componentes procedentes de los entes de los que siquiera esencialmente proceden. Es así que su protocolo natural es la revolución, a saber: una suerte de proceder ineludiblemente vinculada no tanto a la renovación como sí más bien a la génesis de realidades originales; la cual trasciende en naturaleza y proceder a aquello para lo que siquiera aparentemente estaba destinado. Es así que la revolución tiene carta de naturaleza propia.

En definitiva, el miedo que sentimos a la hora de tratar de comprender nuestro presente, es el miedo a lo inexorable. Porque de inexorable podemos tachar el hecho de que nuestro presente se conjuga en realidad en futuro, pues el ahora ha sucumbido a la constatación de que solo lo que está por venir podrá ofrecernos respuestas.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.



miércoles, 8 de marzo de 2017

DE NUEVO, UNA SIMPLE CUESTIÓN DE RESPONSABILIDAD.

Una vez superados los límites de lo comprensible, esos que solo se consideran una vez que vemos a la realidad dejar remotamente atrás a una  ficción que ni en nuestras peores pesadillas llegamos a considerar, es cuando de verdad comenzamos a ser conscientes de que a lo sumo los actos de fe podrán llevarnos algún día a intuir (pues entenderlo es ya del todo una misión imposible), la magnitud de los hechos que hoy forman parte inescrutable de nuestro día a día.

Actos magníficos en todo caso si atendemos exclusivamente al grado de impacto que sobre la estructura de toda la sociedad llevan a cabo; y que solo una vez hemos dejado atrás el reino de lo objetivo para introducirnos en el siempre desasosegante reino de la opinión, podemos afirmar hallarnos en el momento  y en el instante adecuados si no para comprender la magnificencia cuantitativa de los mismos, sí por supuesto para hacernos una idea siquiera mínimamente acertada en lo concerniente a la consideración del coste que en lo concerniente a la valía del Ser Humano los actuales acontecimientos llegarán a suponer.

Decía SCHUBERT que “Si Dios me hubiese querido objetivo, como objeto habría sido considerado. Si como sujeto nací, se trata sin duda a la voluntad divina de apreciar en mí la capacidad subjetiva.” Sea como fuere, lo cierto es que no hace falta interpelar al compositor al menos en lo concerniente a la valía cuantitativa de los hechos que hoy muestran la gravedad del instante que nos ha tocado vivir, sino que más bien acude a nosotros la exposición tan sugerente que casi sin querer el mencionado nos ofrece a la hora de manifestar la diferencia entre precio y valor.
Responde el precio de las cosas  a una estimación netamente cuantitativa. Sujeta por ende a un dato, el precio se fija, varía y se somete a  las consideraciones de una realidad aristotélica (por ende cambiante), sometida en todo momento a disposiciones tácitas es decir, de recorrido transicional y a la sazón contingente.
Es por ende el valor de las cosas, algo en sí mismo eficaz. Como tal, no se sujeta a nada pues en el mismo radica la consideración de estima, revelándose pues como ente con valor necesario, y de cuya interpretación netamente dogmática habrán de extraerse los paradigmas al respecto de los cuales enfocar la cámara llamada a proporcionarnos la perspectiva desde la que llevar a cabo la concreción de lo que llamamos “realidad”.

Delimitados pues los escenarios, y lo que es más importante definidos los campos en los que podrán llevarse a cabo los choques destinados a superar las controversias (siempre desde el a priori de que no es el momento actual sino otro de esos instantes tan dados a la historia proclives a materializar en El Hombre un proceso de avance mitificado en la aparente certeza de que solo la superación del drama conjuga la consecución del tan ansiado progreso, es desde donde en el fondo podemos llegar a interpretar con claridad la certeza de que un peligro ingente y desconocido por hallarse conformado a partir de variables hasta ahora desconocidas se erige no solo en obstáculo sino en potencial destructor de todo cuando hemos creído conocer hasta el momento sencillamente porque pone de manifiesto la debilidad de unas estructuras que si bien estaban llamadas a soportar el peso de todo cuanto conocíamos, el mero esfuerzo que la comprensión de tal concepto supone ya ha de ponernos sobre aviso de la magnitud de los hechos de los que estamos hablando.

Sin entrar en demasiados detalles, y aplacado el carácter de toda consideración al respecto sin que se haga necesaria valoración alguna en relación a los detalles técnicos, la abstracción que el concepto humanista nos regala sirve por sí sola para darnos una idea de lo magnífico de unos valores que ya tan solo por aproximación, son inequívocamente soberbios.

Así, el dilema aparece claro ante nosotros: O como en el milagro que volar supone, y en el que las aves nos llevan distancia en lo concerniente a la evolución; hemos adelgazado el peso de las estructuras destinadas a soportar a modo de andamiaje  el peso de la llamada nuestra realidad; o el peso precisamente de eso, lo llamado a componer nuestra realidad, no era tan ingente como nuestra falta de humildad una vez más nos llevó a pensar.

Detengámonos pues por un instante en el recorrido que tamaña afirmación puede llegar a tener. En contra de lo que pueda parecer, el hecho de que la estructura que soporta la interpretación que como sociedad hacemos de la realidad se mantenga firme no hace sino poner de manifiesto lo liviano de los materiales con los que la misma ha sido elaborada.
Retomando la metáfora antes esgrimida, la solidez y por ende el peso de la construcción llamada sociedad está directamente vinculado al rigor de los componentes llamados en última instancia a materializar su conformación. En pocas palabras, la contingencia campa por sus designios allí donde siempre dimos por hecho que no era sino el rigor de la necesidad lo que hacía presagiar milenios de éxito y perseverancia  a estructuras llamadas a eso, a perseverar.

Se pone así pues de manifiesto el drama en toda su extensión. Una extensión que nos lleva a superar el mundo de lo inteligible (antaño lo llamado a ser conceptualizado), para acabar nadando en las procelosas aguas de lo procedimental.
Abandonada toda esperanza de encontrar en la actual realidad un atisbo de necesidad vinculada tal vez a la existencia de realidades dotadas de valor inherente esto es, realidades destinadas a conformar de nuevo un catálogo axiológico de realidades destinadas a erigirse en nuevos valores; la actual sociedad se ha abandonado a la contingencia pura, descrita ésta en lo exasperante de tener que elevar al procedimiento al rango de Ley; escenificando el drama en la metáfora protagonizada por el que, hallándose en los estados iniciales del protocolo destinado a aprender a montar en bicicleta, liga su supervivencia a su capacidad para mantener en la inercia propia del movimiento sostenido la certeza de un equilibrio cuyos fundamentos (en este caso físicos), se le escapan.

La realidad, contumaz o si se prefiere, tozuda nos regala hoy por hoy ejemplos varios a cada cual más llamativo de todo lo que hoy osamos abarcar.

En Cataluña, la decidida apuesta por un sinsentido llamado a arrastrar consigo a propios y a extraños se erige en definición perfecta del corolario llamado a integrar lo procedimental en el seno de lo que antaño estaba reservado a la abstracción en tanto que solo de ésta cabía la posibilidad de extraerse algo conceptualmente valioso.
Así, la ciénaga llamada a contener la reproducción de todo lo considerado estrictamente cuantitativo se ha extendido hasta el punto de superar los espacios a efectos delimitados. En Centro Conceptual de las ciudades comparte hoy terreno y procederes con los arrabales, actuando la ciénaga de nexo. A falta de un motivo para sobrevivir, solo el no dejar de nadar se muestra como la única salvación, pues no se halla la muerte exclusivamente vinculada a la imposibilidad de mantener la cabeza fuera del fango pues como la realidad demuestra, ya hay muchos que están muertos, pero la inercia les incapacita para darse cuenta.

Es por ello que ahora como pocas veces en al menos los últimos dos siglos, detenerse materializa la acción más responsable que como artífices de nuestra realidad podemos regalarnos. Solo en la ausencia de ruido que preconiza el silencio de la nada, podremos en definitiva ser conscientes de que esta locura en la que a todas luces nos hallamos embarcados tiene que llegar a su fin.
No será fácil, no será barato, y muchos serán los daños colaterales. Pero lo único de lo que a estas alturas podemos estar seguros es de que si perseveramos en el error en el que lacónicamente nos encontramos inmersos, nos aproximamos cada vez con mayor velocidad a una suerte de destino en el que ya nada será contingente, y en el que una vez alcanzado de poca utilidad nos será nada de cuanto actualmente conforma no ya nuestra realidad, sino la interpretación que de la misma hacemos y que al menos hasta hoy, se ha mostrado como útil.

Una vez  más responsabilidad. Hemos fracasado en lo concerniente a saber quiénes somos. Respecto a de dónde venimos resulta imposible ponernos de acuerdo. Seamos cuando menos capaces de entender el peligro inherente a no asumir la importancia de concentrarnos en saber a dónde vamos.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 1 de marzo de 2017

PRÓXIMO DESTINO: LA NEOMITOLOGÍA.

Inmerso en un eterno devenir, en el que no tanto el destino como sí más bien el periplo se erige en el encargado de aportar verosimilitud al viaje en sí mismo, es que encontramos al Hombre Moderno totalmente desasistido, perdido en el más peligroso de los laberintos, aquel capaz de pasar desapercibido hasta el punto de ser ignorado por quien en su senda compromete no solo su futuro, comprometiendo con ello el de la Humanidad entera.

Porque en un aquí y por supuesto en un ahora llamados a definir a partir de la absoluta integridad todos y cada uno de los valores destinados a conformar el catálogo axiológico imperante toda vez que destino de lo que habrá de ser considerado bueno, a partir de una razón más contundente que la mera oposición a lo que tenemos por malo; lo único cierto es que el nivel de exigencia ha de discurrir en paralelo al que se espera de un momento como el que nos ha tocado vivir; un momento excelso por lo absoluto, necesario por lo dogmático. Un momento en definitiva en el que los considerandos llamados a erigirse en valores, habrán de hacerlo por medio de procederes más vinculantes que el mero proceder a título de corolario es decir, no bastará con ser resultante de algo, por más que ese algo sea un sesudo razonamiento, o un pausado devenir.

No en vano, la complejidad en la que parece regocijarse el Hombre Moderno, (y regocijarse parece ser actualmente la única opción que por sí solo es capaz de llevar a cabo), pasa inexorablemente por reconocerse a sí mismo por primera vez no como un proceso, sino como un resultado. El Hombre Moderno, en lo que solo puede considerarse como un inconmensurable paso hacia la deshumanización, ha decidido que hasta aquí ha llegado.

Pero al contrario de lo que pueda parecer, el nuevo estadio al que nos referimos, un estadio de posición, en el que por primera vez la sensación de saltar sin red se hace no propensa que sí más bien manifiesta, sitúa al Hombre en un estado hasta el momento absolutamente original, a la paz que desconocido. Decimos original, y sin embargo hemos de retomar el concepto de manera inmediata toda vez que si atendiendo escrupulosamente a la acepción del término original su sentido no se adopta del todo hasta que asumimos la consideración de generar un estado comparable al existente en los instantes posteriores a determinado origen; lo cierto es que tales condiciones ya sean ambientales o esenciales no son reproducibles en tanto que tal y como ha quedado suficientemente demostrado, a nivel humano resulta del todo imposible recrear no ya un escenario, hablamos de una persona, que no presente alteración alguna procedente de su naturaleza social o coyuntural.

Es precisamente a partir de tales aseveraciones, que si estos o parecidos logros son los que se hallan en el principio que justifica la desazón en la que nos ha sumido esta especie de permanente experimento al que parece hemos reducido el día a día de lo llamado a ser tomado por nuestro presente, no estaría de más que alguien pusiera ya punto final al drama, reconociendo en el valor de lo factual que se está poniendo en riesgo, un hecho mucho más valioso que el potencial al que en principio parece se sigue optando.

Mientras esto ocurre, el Hombre Moderno inicia la enésima etapa de este periplo al que solo lo avanzado de nuestro estado de desarrollo nos permite poner nombre a saber: Progreso. Un progreso que en contra de lo que pueda parecer, no solo no es necesario o sea, no tiene en sí mismo la causa de su naturaleza; sino que más bien al contrario es muy frágil. Frágil porque requiere de mucho sacrificio, frágil porque como queda puesto de manifiesto a nivel ético: requiere ser regado a diario, como si de una delicada planta se tratase; a la par que en el terreno moral es capaz de exigir sacrificios proporcionales: y de eso la piel de nuestro Viejo Continente puede dar múltiples muestras y poner innumerables ejemplos.

Se impone así pues la paradoja en la más frustrante de sus paradojas, aquella que se define en el ejemplo de comprender que no hay mayor esclavo que el llamado a vivir en inconsciencia de la existencia de sus cadenas; y es cuando emerge ante nosotros en su primorosa magnitud la pavorosa realidad, la que procede de entender que el estado de abandono, soledad y hastío llamados a componer el epítome de la definición del Hombre Moderno pasa inexorablemente por entender que la incapacidad para comprender el tiempo llamado a serle propio procede de la paradoja por la cual define el presente como un absoluto, del cual se considera no ya un efecto, como sí más bien una causa.

Rota así pues definitivamente la relación entre pasado y presente (en base a la cual el presente, incluyendo por supuesto al propio Hombre, no puede sino concebirse como  resultado de la superposición de estratos llamados a conformar los distinto planos que lo definen); no podemos sino abandonarnos al segundo paso de nuestro nuevo caminar hacia el desierto, un desierto que en este caso adopta la abrumadora forma de renuncia para con el compromiso que el Hombre tenía perennemente firmado para con el futuro.

Pero aunque este desconocido estado de absolutismo en el que el Hombre ha abandonado su itínere para asumir un estatismo propio de una condición cercana a lo mítico pudiera llegar a concebirse, esto es, a considerarse; un hecho no puede pasarnos desapercibidos. Un hecho que pasa por constatar que el medio llamado hasta este momento a resultar natural para el Hombre, no podrá ahora sino rebelarse como un medio netamente hostil, toda vez que el mismo fue concebido y pergeñado para su uso y disfrute en unas condiciones en las que la conductas prioritarias del Hombre respondían a un canon de contingencia, no de necesidad.

Tal vez desde esta nueva perspectiva, las rupturas que el devenir entre Hombre y Medio que cada día nos depara, no solo sean mejor comprendidas, sino que incluso puedan llegar a considerarse como inevitables.
Así, elementos y consideraciones otrora integrantes de los sustratos más profundos de nuestra psique, son hoy puestos en duda con una facilidad que sin entrar en consideraciones de más enjundia bien podrían estar llamados a poner en grave peligro elementos conformadores de los planos más profundos de las llamadas a ser estructuras definitorias de nuestro mundo, y tal vez por ello de nosotros mismos.
Abandonada pues la seguridad de la certeza, es cuando la duda, otrora síntoma de enriquecimiento pues solo a partir de ella cabe el descubrimiento, se erige en patrón de procederes menos benignos, o en todo caso nada satisfactorios; destinados a violentar los cánones establecidos no con el sano propósito de superarlos, sino con la burda intención de sustituirlos por otros que si bien no han demostrado en ningún momento estar dotados de mayor enjundia, sí que no obstante resultan más digeribles, proporcionando en poco tiempo a los llamados a ser sus portadores, una posición de auténtico privilegio, que bien hará suponer las dificultades que de las mismas habrán de devengarse cuando sea necesario desbancar a estos nuevos dioses de los espacios que ahora ocupan, y de los que fue necesario desterrar a los que antaño ostentaban valores propios de gobernantes, experimentados maestros, o incluso filósofos.

Pero hoy ya nada de todo eso sirve, o mentarlo se convierte incluso en anatema. Cuando pronunciar la verdad que procede de la comprensión del mundo se convierte en motivo para el oprobio, lo que quede del Hombre amante del Logos habrá de abandonar voluntariamente la Polis. Mejor la condena pública al ostracismo, que la vida privada en permanente idiotez.
Mas aún peor es la cesión voluntaria de todo lo aprendido, que se traduciría en al renuncia al Logos, retrocediendo entonces en la senda definitiva del Progreso, retornando al tiempo de los Mitos.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.