Llegados a estas alturas, cuando ya ni siquiera podemos
acordarnos de cuánto hemos dejado realmente atrás, de cuántos se han quedado
realmente atrás, es cuando empezamos a intuir, pues comprenderlo resulta todavía
realmente peligroso, cuál es el verdadero significado de la palabra crisis.
El tiempo ha pasado, no supone tal cosa la menor novedad.
Sin embargo, una vez salvada tamaña novedad, si nos paramos un instante para
reflexionar sobre algo tan aparentemente evidente como es el saber cómo ha transcurrido para nosotros el
tiempo, seguro que más de uno se llevará una buena sorpresa.
Para empezar, antes de que llegara la crisis, se vivía. El
tiempo pasaba, y lo hacía sencillamente porque cada uno de nosotros, según sus
propias peculiaridades, era en todo momento consciente de aquello que hacía con lo que venía a constituir su tiempo. Hoy,
por el contrario, solo se sobrevive. Vivir se ha vuelto para muchos un
verdadero calvario, en el que el tiempo ya no transcurre, sino que a lo sumo,
pasa. Y pasa, porque las personas han perdido la noción del mismo. Dicho así,
realmente parece algo carente de importancia. Sin embargo, tal y como ocurre
con la mayoría de las cosas importante, un instante de reflexión resulta imprescindible
a la hora de tener una perspectiva real de lo que verdaderamente se halla
inmerso, a veces incluso oculto, tras una determinada afirmación.
Tener noción de algo, ya sea del paso del tiempo, del
tiempo en sí mismo, o en el mejor de los casos: de nosotros mismos, se
convierte en algo tan grande, que por si solo podría llegar a considerarse la mayor de las aspiraciones a las que
cualquier hombre, en su tendencia hacia la vida plena, podría llegar a aspirar.
Es la noción la capacidad de ubicar, ya sea en el tiempo, en el espacio, o
en ambos. El que ubica conoce, y por relación, sabe. Se erige entonces la
capacidad de ubicar, en un ente digno de ser envidiado, en tanto que aquellos
destinados a arrebatarlo todo a los que no son como ellos, fijan en el mismo
sus objetivos.
Y no es sino a través de la comprensión de hechos como el
manifestado, que uno adquiere noción de
la verdadera intensidad del momento que le ha tocado vivir. Un momento activo
más que dinámico, en el que el eufemismo transición
no hace sino ponernos sobre aviso de
lo tremendo de la falacia tras la que aquellos que de verdad han comprendido la
magnitud del desastre, tal vez solo porque ellos son los causantes del mismo;
utilizan para ocultar su huída.
Porque de parecida manera a como los parásitos abandonan el
cuerpo del huésped una vez que la
muerte (a la postre por ellos mismos causada), se manifiesta en toda su
crudeza; es como los aspirantes a ser
infectados, podemos intuir la magnitud del hecho; un hecho que se define en
conceptos, se materializa en procedimientos, y experimenta su verdadera
transición por medio de actitudes.
Ya sea porque somos, o porque creemos ser, lo único cierto
pasa por aceptar que la comprensión de la realidad, y con ello del papel que a
cada uno nos ha sido asignado, pasa por la capacidad de conceptualizar aquello que hemos asumido como propio y coherente a
la hora de representar esa realidad. Suponiendo que vivir es poco más que tener noción, asumiremos que la vida, y
por ende nuestra posición en la misma, quedan mutuamente integrados en la
medida en que los conceptos llamados a conformar ambas realidades se conjugan
en una imagen coherente (a la cual llamaremos interpretación), que descansa en
nuestra conciencia, en tanto que
conforma nuestra realidad.
De esta manera, quien determina los conceptos, determina la
realidad, una realidad que es común para muchas personas, una realidad que
crece a cada instante al recrearse en cada una de las cientos de miles de
interacciones que actualmente patrocina, a la par que provoca.
De esta manera, quien domina los conceptos, lo domina todo.
Tal es la fuerza de los conceptos, que una modificación en el contenido de
éstos, por leve que sea, cambia de manera inexorable nuestra respuesta ante la
nueva realidad que esa insisto leve modificación, provoca.
Esa respuesta da lugar a los procedimientos, y articula nuestra forma práctica de vivir. Inexorablemente vinculada a los conceptos,
se revela pues como un hecho secundario. Así si bien sus consecuencias en tanto
que conjugadas en gerundio parecen mucho más incidentes, lo cierto es que una
vez analizadas fríamente tales respuestas no son sino manifestaciones paralelas
vinculadas a una interpretación de la realidad llevada a cabo del prisma que
nuestras nociones, nuestros conceptos, nos han proporcionado.
Y finalmente, las actitudes. Compendio de disposiciones unas
veces tácitas, otras profundamente elaboradas, las actitudes emergen desde lo
más profundo de cada uno de nosotros, toda vez y precisamente porque ellas son la última línea de defensa antes de que
la incoherencia, la sensación de caos y el miedo a lo desconocido que
actualmente lo impregna todo; consigan arrebatarnos lo más profundo que
poseemos a saber, nuestra condición de personas.
Una condición que surge netamente y como tal, de la
comprensión de un concepto. Un concepto que articula por medio de la consabida
noción una respuesta coherente en forma de procedimiento, por el cual la persona emergente responde a los
estímulos que el mundo le proporciona; interactuando con él, evolucionando en
cada una de esas interacciones. Y digo evolucionando porque el progreso que
inexorablemente se persigue con todo el desarrollo, irradia inequívocamente no
tanto de la corrección de tales procederes, como si más bien de la coherencia
que como atributo ha de manifestarse en todo lo anterior. Una coherencia que
como es lógico resulta exigible en el menester procedimental, pero que alcanza
su apogeo en el devenir conductual, a la sazón territorio inexpugnable de lo actitudinal, pues ahí es donde en última
instancia tiene su refugio la moral.
Por eso, una vez que los llamados a canalizar esta crisis, a
lo sumo un procedimiento, han decidido darnos un poco de margen (que la mayoría
empleará para poco más que respirar); creo poder afirmar que constituiría un
procedimiento realmente responsable empezar a cuantificar todo lo que nos han
arrebatado no tanto en pérdidas computables por lo mesurables, como sí más bien
en pérdidas etéreas, en tanto que no mesurables.
No en vano, la reconstrucción que más pronto que tarde
habremos de afrontar, se llevará a cabo no tanto siguiendo los modelos del
pasado (modelos que todos hemos desechado por inocuos) como sí más bien
traduciendo a aspiraciones lo que
hasta hace unos instantes nos ha sido insuflado como conceptos.
¿Seremos pues capaces de comprender la magnitud de lo que ya
nos ha arrebatado esta crisis? Yo creo que no, pues a mi humilde entender no ha
sido sino el preludio de una nueva interpretación
del mundo en la que lo que está
llamado a condicionar nuestro futuro nos es inaccesible, sencillamente
porque carecemos de las armas para ubicarlo. Sí, ya sabéis, los consabidos
conceptos.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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