Y porque de nuevo, el diablo está en los detalles, no habrá
de ser sino precisamente en tales donde habremos de buscar si no la esencia, si
al menos los condicionantes a partir de los cuales poder recrear el conjunto de
situaciones llamadas a proporcionarnos un atisbo de nitidez respecto de lo que,
lejos de estar por venir, no ha hecho
ya sino desbordarnos.
Porque en el fondo tan solo de eso se trata. El eufemismo,
llamado hasta ahora a protegernos tras la iniquidad en la que a veces degenera
el mero empleo de un tiempo verbal, toma
ahora cuerpo de realidad en la medida en que lo que otrora se perfilaba a lo
sumo como un concepto (pusilánime por vacuo, o en todo caso impropio), ha dado la cara ahora de manera del todo
efectiva poniendo de manifiesto la debilidad de la que se suponía la principal
de las variables (a saber la llamada a integrar el refugio de las actitudes),
desgajando en presente continuo lo que solo puede materializarse por medio de la acción, o lo que es lo mismo, el
desempeño propio de la acción, lo comúnmente llamado procedimiento.
Puede sonar paradójico, pero una vez más no es sino el
aparente distanciamiento, lo que se materializa en la estúpida convicción de
que a nosotros eso no puede pasarnos, lo
que con más claridad pone de manifiesto lo
expuesto que no ya nuestro proceder, sino más concretamente el contexto en
el que éste se encuentra referido; aparece a la hora de valorar siquiera
sinceramente las consecuencias que habrían de devengarse de tan solo un proceder
dulcificado, lo que vendría a ser un simulacro, en el que a lo sumo se
insinuara la posibilidad no ya de que todo aquello sobre lo que asentamos lo
que creemos nuestra realidad pudiera versa amenazado. Imaginemos por un
instante el trauma conceptual al que
se vería sometido el hombre de tener
que asumir, si cabe para agravar la situación aún más, en un corto periodo de
tiempo, que todo lo que llama suyo no
es en realidad sino el resultado de un préstamo, de una hipoteca cuyo protocolo
hace mucho tiempo que fue firmado, tanto que está próximo a expirar.
Es ingente el catálogo de variables llamadas a definir que
no a determinar los condicionantes que integran al Hombre en tanto que tal. Por ello, de existir un concepto meramente capaz
de integrar todas y cada una de esas variables, ha de ser éste de un
relativismo, o si se prefiere de una falta de concreción tal, que tenuemente
habrá de recorrer las esencias de todos los conceptos implicados, sin quedar
siquiera mancillado por ninguno de ellos, pues de ser de cualquier otro modo la magnitud que el mismo alcanzaría lo
convertiría en inútil para nuestro proceder.
Es así que el concepto buscado es único del hombre en tanto
que ente dotado de la mentalidad más
compleja, a la sazón la única capaz de hacer de la autocomplacencia y el
autoengaño recursos lo suficientemente fuertes como para hacer de ellos
componentes imprescindibles a la hora de ser integrados en el vademecum de supervivencia del Hombre
Moderno.
Adoptan tales conceptos en la actualidad múltiples formas.
Las más refinadas, relacionadas con la prestidigitación o con el escapismo,
sirven para dotar de un viso de espectáculo lo que de otra manera no habrían de
ser sino conductas desdeñables, y absolutamente rastreras. Sin embargo éstas y
otras de parecida ralea, son erigidas
en pináculo de virtud una vez que la zozobra ha hecho acto de presencia, y ha
convertido la supervivencia no en un concepto propio del recuerdo, sino en algo
delimitado y llamado a compilarse
nuevamente en presagio funesto.
Porque de eso, de poco más, es de lo que en realidad se
trata. La mentira en la que nos hallamos cómodamente instalados desde el final
de la Segunda Guerra
Mundial , una mentira llamada ficción en un intento de aportar
decoro, está herida de muerte. El mero hecho de que cuestiones otrora
inaceptables llamadas a ser consideradas como imposibles tan solo porque no encajaban con lo que conformaba nuestro
estereotipo; emerjan ahora como complicados escaques en los cuales refugiarse una vez todo toca a su fin;
configura una nueva realidad tan impresionante, que su mera intuición, no
hablemos de su aceptación, suena a improbable.
Es así que la certeza y la convicción son llamados al
destierro, pues lo posible, edulcorado con potencialidad se convierten en el
elixir llamado a hacer más llevadero este
trajín en el que incluso inconscientemente nos hemos metido.
La facilidad con la que se desmoronan estructuras en otro
tiempo tenidas por colosales, no hace sino poner de manifiesto que edificios en
otro tiempo llamados a contener nuestra protección (metáfora exigua de lo que
podríamos denominar derechos adquiridos),
no hace sino enfrentarnos cada día de los llamados a conformar los tiempos modernos con la terrible
certeza de poco o nada de lo que una vez
creímos estaba destinado a conformar nuestra realidad, es en realidad
nuestro.
Porque en el fondo, de eso y de nada más se trata. De asumir
que no de comprender que gran parte de la consignación presupuestaria desde la
que se ha planteado el momento histórico que nos toca, y que se esgrime como tiempo de crisis, merece su proceder a
partir de la aceptación del hecho capital llamado a resumirse en la certeza de
que el mero paso del tiempo no ha de
producir en sí mismo progreso.
El hecho cuantitativo inherente a la afirmación, y que se
materializa en lo inexorable de el paso
del tiempo, no ha de despistarnos ni siquiera por un instante de la
contemplación de la variable fundamental, y que en este caso tiene naturaleza
cualitativa, como corresponde al hecho de ser la destinada a apaciguar las
aguas de un conflicto dialéctico llamado a enfrentar en este caso a los que
defienden la adaptación, con aquellos
que afirman abiertamente que a la vista de lo que conforma nuestro presente, la hora del cambio ha llegado.
Atribuimos a la adaptación la suerte de desarrollo destinado
a promover una serie de modificaciones perfectamente delimitados en pro de cuya
consecución se generan movimientos a
saber, estructuras dinámicas y controladas cuyo ámbito de aplicación, y por
ello su supervivencia misma, aparecen inexorablemente ligados a la consecución
de los cambios originariamente establecidos.
Se configura el cambio como una realidad de carácter
inherentemente procedimental de naturaleza mucho más radical, por ello más
beligerante; llamada sobre todo a generar
nuevas realidades que pueden, o no, guardar componentes procedentes de los
entes de los que siquiera esencialmente proceden. Es así que su protocolo
natural es la revolución, a saber:
una suerte de proceder ineludiblemente vinculada no tanto a la renovación como
sí más bien a la génesis de realidades originales; la cual trasciende en
naturaleza y proceder a aquello para lo que siquiera aparentemente estaba
destinado. Es así que la revolución tiene carta
de naturaleza propia.
En definitiva, el miedo que sentimos a la hora de tratar de
comprender nuestro presente, es el miedo a lo inexorable. Porque de inexorable
podemos tachar el hecho de que nuestro presente se conjuga en realidad en
futuro, pues el ahora ha sucumbido a la constatación de que solo lo que está por venir podrá ofrecernos
respuestas.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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