miércoles, 15 de marzo de 2017

DESBORDADOS POR EL CAMBIO.

Y porque de nuevo, el diablo está en los detalles, no habrá de ser sino precisamente en tales donde habremos de buscar si no la esencia, si al menos los condicionantes a partir de los cuales poder recrear el conjunto de situaciones llamadas a proporcionarnos un atisbo de nitidez respecto de lo que, lejos de estar por venir, no ha hecho ya sino desbordarnos.

Porque en el fondo tan solo de eso se trata. El eufemismo, llamado hasta ahora a protegernos tras la iniquidad en la que a veces degenera el mero empleo de un tiempo verbal, toma ahora cuerpo de realidad en la medida en que lo que otrora se perfilaba a lo sumo como un concepto (pusilánime por vacuo, o en todo caso impropio), ha dado la cara ahora de manera del todo efectiva poniendo de manifiesto la debilidad de la que se suponía la principal de las variables (a saber la llamada a integrar el refugio de las actitudes), desgajando en presente continuo lo que solo puede materializarse por medio de la acción, o lo que es lo mismo, el desempeño propio de la acción, lo comúnmente llamado procedimiento.

Puede sonar paradójico, pero una vez más no es sino el aparente distanciamiento, lo que se materializa en la estúpida convicción de que a nosotros eso no puede pasarnos, lo que con más claridad pone de manifiesto lo expuesto que no ya nuestro proceder, sino más concretamente el contexto en el que éste se encuentra referido; aparece a la hora de valorar siquiera sinceramente las consecuencias que habrían de devengarse de tan solo un proceder dulcificado, lo que vendría a ser un simulacro, en el que a lo sumo se insinuara la posibilidad no ya de que todo aquello sobre lo que asentamos lo que creemos nuestra realidad pudiera versa amenazado. Imaginemos por un instante el trauma conceptual al que se vería sometido el hombre de tener que asumir, si cabe para agravar la situación aún más, en un corto periodo de tiempo, que todo lo que llama suyo no es en realidad sino el resultado de un préstamo, de una hipoteca cuyo protocolo hace mucho tiempo que fue firmado, tanto que está próximo a expirar.

Es ingente el catálogo de variables llamadas a definir que no a determinar los condicionantes que integran al Hombre en tanto que tal. Por ello, de existir un concepto meramente capaz de integrar todas y cada una de esas variables, ha de ser éste de un relativismo, o si se prefiere de una falta de concreción tal, que tenuemente habrá de recorrer las esencias de todos los conceptos implicados, sin quedar siquiera mancillado por ninguno de ellos, pues de ser de cualquier otro modo la magnitud que el mismo alcanzaría lo convertiría en inútil para nuestro proceder.
Es así que el concepto buscado es único del hombre en tanto que ente dotado de la mentalidad más compleja, a la sazón la única capaz de hacer de la autocomplacencia y el autoengaño recursos lo suficientemente fuertes como para hacer de ellos componentes imprescindibles a la hora de ser integrados en el vademecum de supervivencia del Hombre Moderno.
Adoptan tales conceptos en la actualidad múltiples formas. Las más refinadas, relacionadas con la prestidigitación o con el escapismo, sirven para dotar de un viso de espectáculo lo que de otra manera no habrían de ser sino conductas desdeñables, y absolutamente rastreras. Sin embargo éstas y otras de parecida ralea, son erigidas en pináculo de virtud una vez que la zozobra ha hecho acto de presencia, y ha convertido la supervivencia no en un concepto propio del recuerdo, sino en algo delimitado y llamado  a compilarse nuevamente en presagio funesto.

Porque de eso, de poco más, es de lo que en realidad se trata. La mentira en la que nos hallamos cómodamente instalados desde el final de la Segunda Guerra Mundial, una mentira llamada ficción en un intento de aportar decoro, está herida de muerte. El mero hecho de que cuestiones otrora inaceptables llamadas a ser consideradas como imposibles tan solo porque no encajaban con lo que conformaba nuestro estereotipo; emerjan ahora como complicados escaques en los cuales refugiarse una vez todo toca a su fin; configura una nueva realidad tan impresionante, que su mera intuición, no hablemos de su aceptación, suena a improbable.
Es así que la certeza y la convicción son llamados al destierro, pues lo posible, edulcorado con potencialidad se convierten en el elixir llamado a hacer más llevadero este trajín en el que incluso inconscientemente nos hemos metido.

La facilidad con la que se desmoronan estructuras en otro tiempo tenidas por colosales, no hace sino poner de manifiesto que edificios en otro tiempo llamados a contener nuestra protección (metáfora exigua de lo que podríamos denominar derechos adquiridos), no hace sino enfrentarnos cada día de los llamados a conformar los tiempos modernos con la terrible certeza de poco o nada de lo que una vez creímos estaba destinado a conformar nuestra realidad, es en realidad nuestro.

Porque en el fondo, de eso y de nada más se trata. De asumir que no de comprender que gran parte de la consignación presupuestaria desde la que se ha planteado el momento histórico que nos toca, y que se esgrime como tiempo de crisis, merece su proceder a partir de la aceptación del hecho capital llamado a resumirse en la certeza de que el mero paso del tiempo no ha de producir en sí mismo progreso.
El hecho cuantitativo inherente a la afirmación, y que se materializa en lo inexorable de el paso del tiempo, no ha de despistarnos ni siquiera por un instante de la contemplación de la variable fundamental, y que en este caso tiene naturaleza cualitativa, como corresponde al hecho de ser la destinada a apaciguar las aguas de un conflicto dialéctico llamado a enfrentar en este caso a los que defienden la adaptación, con aquellos que afirman abiertamente que a la vista de lo que conforma nuestro presente, la hora del cambio ha llegado.

Atribuimos a la adaptación la suerte de desarrollo destinado a promover una serie de modificaciones perfectamente delimitados en pro de cuya consecución se generan movimientos a saber, estructuras dinámicas y controladas cuyo ámbito de aplicación, y por ello su supervivencia misma, aparecen inexorablemente ligados a la consecución de los cambios originariamente establecidos.
Se configura el cambio como una realidad de carácter inherentemente procedimental de naturaleza mucho más radical, por ello más beligerante; llamada sobre todo a generar nuevas realidades que pueden, o no, guardar componentes procedentes de los entes de los que siquiera esencialmente proceden. Es así que su protocolo natural es la revolución, a saber: una suerte de proceder ineludiblemente vinculada no tanto a la renovación como sí más bien a la génesis de realidades originales; la cual trasciende en naturaleza y proceder a aquello para lo que siquiera aparentemente estaba destinado. Es así que la revolución tiene carta de naturaleza propia.

En definitiva, el miedo que sentimos a la hora de tratar de comprender nuestro presente, es el miedo a lo inexorable. Porque de inexorable podemos tachar el hecho de que nuestro presente se conjuga en realidad en futuro, pues el ahora ha sucumbido a la constatación de que solo lo que está por venir podrá ofrecernos respuestas.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.



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