miércoles, 1 de marzo de 2017

PRÓXIMO DESTINO: LA NEOMITOLOGÍA.

Inmerso en un eterno devenir, en el que no tanto el destino como sí más bien el periplo se erige en el encargado de aportar verosimilitud al viaje en sí mismo, es que encontramos al Hombre Moderno totalmente desasistido, perdido en el más peligroso de los laberintos, aquel capaz de pasar desapercibido hasta el punto de ser ignorado por quien en su senda compromete no solo su futuro, comprometiendo con ello el de la Humanidad entera.

Porque en un aquí y por supuesto en un ahora llamados a definir a partir de la absoluta integridad todos y cada uno de los valores destinados a conformar el catálogo axiológico imperante toda vez que destino de lo que habrá de ser considerado bueno, a partir de una razón más contundente que la mera oposición a lo que tenemos por malo; lo único cierto es que el nivel de exigencia ha de discurrir en paralelo al que se espera de un momento como el que nos ha tocado vivir; un momento excelso por lo absoluto, necesario por lo dogmático. Un momento en definitiva en el que los considerandos llamados a erigirse en valores, habrán de hacerlo por medio de procederes más vinculantes que el mero proceder a título de corolario es decir, no bastará con ser resultante de algo, por más que ese algo sea un sesudo razonamiento, o un pausado devenir.

No en vano, la complejidad en la que parece regocijarse el Hombre Moderno, (y regocijarse parece ser actualmente la única opción que por sí solo es capaz de llevar a cabo), pasa inexorablemente por reconocerse a sí mismo por primera vez no como un proceso, sino como un resultado. El Hombre Moderno, en lo que solo puede considerarse como un inconmensurable paso hacia la deshumanización, ha decidido que hasta aquí ha llegado.

Pero al contrario de lo que pueda parecer, el nuevo estadio al que nos referimos, un estadio de posición, en el que por primera vez la sensación de saltar sin red se hace no propensa que sí más bien manifiesta, sitúa al Hombre en un estado hasta el momento absolutamente original, a la paz que desconocido. Decimos original, y sin embargo hemos de retomar el concepto de manera inmediata toda vez que si atendiendo escrupulosamente a la acepción del término original su sentido no se adopta del todo hasta que asumimos la consideración de generar un estado comparable al existente en los instantes posteriores a determinado origen; lo cierto es que tales condiciones ya sean ambientales o esenciales no son reproducibles en tanto que tal y como ha quedado suficientemente demostrado, a nivel humano resulta del todo imposible recrear no ya un escenario, hablamos de una persona, que no presente alteración alguna procedente de su naturaleza social o coyuntural.

Es precisamente a partir de tales aseveraciones, que si estos o parecidos logros son los que se hallan en el principio que justifica la desazón en la que nos ha sumido esta especie de permanente experimento al que parece hemos reducido el día a día de lo llamado a ser tomado por nuestro presente, no estaría de más que alguien pusiera ya punto final al drama, reconociendo en el valor de lo factual que se está poniendo en riesgo, un hecho mucho más valioso que el potencial al que en principio parece se sigue optando.

Mientras esto ocurre, el Hombre Moderno inicia la enésima etapa de este periplo al que solo lo avanzado de nuestro estado de desarrollo nos permite poner nombre a saber: Progreso. Un progreso que en contra de lo que pueda parecer, no solo no es necesario o sea, no tiene en sí mismo la causa de su naturaleza; sino que más bien al contrario es muy frágil. Frágil porque requiere de mucho sacrificio, frágil porque como queda puesto de manifiesto a nivel ético: requiere ser regado a diario, como si de una delicada planta se tratase; a la par que en el terreno moral es capaz de exigir sacrificios proporcionales: y de eso la piel de nuestro Viejo Continente puede dar múltiples muestras y poner innumerables ejemplos.

Se impone así pues la paradoja en la más frustrante de sus paradojas, aquella que se define en el ejemplo de comprender que no hay mayor esclavo que el llamado a vivir en inconsciencia de la existencia de sus cadenas; y es cuando emerge ante nosotros en su primorosa magnitud la pavorosa realidad, la que procede de entender que el estado de abandono, soledad y hastío llamados a componer el epítome de la definición del Hombre Moderno pasa inexorablemente por entender que la incapacidad para comprender el tiempo llamado a serle propio procede de la paradoja por la cual define el presente como un absoluto, del cual se considera no ya un efecto, como sí más bien una causa.

Rota así pues definitivamente la relación entre pasado y presente (en base a la cual el presente, incluyendo por supuesto al propio Hombre, no puede sino concebirse como  resultado de la superposición de estratos llamados a conformar los distinto planos que lo definen); no podemos sino abandonarnos al segundo paso de nuestro nuevo caminar hacia el desierto, un desierto que en este caso adopta la abrumadora forma de renuncia para con el compromiso que el Hombre tenía perennemente firmado para con el futuro.

Pero aunque este desconocido estado de absolutismo en el que el Hombre ha abandonado su itínere para asumir un estatismo propio de una condición cercana a lo mítico pudiera llegar a concebirse, esto es, a considerarse; un hecho no puede pasarnos desapercibidos. Un hecho que pasa por constatar que el medio llamado hasta este momento a resultar natural para el Hombre, no podrá ahora sino rebelarse como un medio netamente hostil, toda vez que el mismo fue concebido y pergeñado para su uso y disfrute en unas condiciones en las que la conductas prioritarias del Hombre respondían a un canon de contingencia, no de necesidad.

Tal vez desde esta nueva perspectiva, las rupturas que el devenir entre Hombre y Medio que cada día nos depara, no solo sean mejor comprendidas, sino que incluso puedan llegar a considerarse como inevitables.
Así, elementos y consideraciones otrora integrantes de los sustratos más profundos de nuestra psique, son hoy puestos en duda con una facilidad que sin entrar en consideraciones de más enjundia bien podrían estar llamados a poner en grave peligro elementos conformadores de los planos más profundos de las llamadas a ser estructuras definitorias de nuestro mundo, y tal vez por ello de nosotros mismos.
Abandonada pues la seguridad de la certeza, es cuando la duda, otrora síntoma de enriquecimiento pues solo a partir de ella cabe el descubrimiento, se erige en patrón de procederes menos benignos, o en todo caso nada satisfactorios; destinados a violentar los cánones establecidos no con el sano propósito de superarlos, sino con la burda intención de sustituirlos por otros que si bien no han demostrado en ningún momento estar dotados de mayor enjundia, sí que no obstante resultan más digeribles, proporcionando en poco tiempo a los llamados a ser sus portadores, una posición de auténtico privilegio, que bien hará suponer las dificultades que de las mismas habrán de devengarse cuando sea necesario desbancar a estos nuevos dioses de los espacios que ahora ocupan, y de los que fue necesario desterrar a los que antaño ostentaban valores propios de gobernantes, experimentados maestros, o incluso filósofos.

Pero hoy ya nada de todo eso sirve, o mentarlo se convierte incluso en anatema. Cuando pronunciar la verdad que procede de la comprensión del mundo se convierte en motivo para el oprobio, lo que quede del Hombre amante del Logos habrá de abandonar voluntariamente la Polis. Mejor la condena pública al ostracismo, que la vida privada en permanente idiotez.
Mas aún peor es la cesión voluntaria de todo lo aprendido, que se traduciría en al renuncia al Logos, retrocediendo entonces en la senda definitiva del Progreso, retornando al tiempo de los Mitos.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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