miércoles, 15 de febrero de 2017

LA FRUSTRACIÓN DE PROMETEO.

Me sumerjo de nuevo en la cada vez más complicada tarea que supone no ya el dar sentido a la vida, que sí más bien el ser capaz de vislumbrar cuál es mi papel en el mismo; que lejos de sentirme menospreciado por la incertidumbre que tal menester pueda generar en quienes todavía aspiran a entender, pues todavía no comprenden la paz que tal conclusión es capaz de llegar a suscitar, necesitan seguir interpretando allí donde en absoluto existen dudas, necesitando de reconstruirse su propia realidad a partir de los andrajos que la otrora exuberante si bien hoy del todo inexistente, convierte en certeza lo que hasta ahora no ser sino mero presagio o sea, que el principio del sufrimiento no está tanto en las cosas, como sí más bien en el hombre, responsable último en tanto que único competente para desarrollar la que se revela como la misión a ultranza esto es, la interpretación, ejercicio por excelencia de la subjetividad.

Porque llegados a estas alturas, puede que en interpretar nos vaya la vida. Un hombre cuya sensibilidad le brindó la oportunidad de ganar un pasaje para el infinito en tanto que su obra (a saber el medio por el cual nos regalaba esa interpretación) le permitió ser reconocido en cualquier instinto de este largo baile que nos hemos dado en llamar historia; estoy hablando de SCHUBERT, afirmó que “Ser sensible es ser subjetivo. Y se es subjetivo en gran medida porque se ha nacido sujeto. De haber querido una conducta objetiva, la naturaleza le habría creado objeto”.
Hechas las salvedades pertinentes, y ubicados a una distancia mucho más corta de lo que en el caso de atender a criterios exclusivamente cronológicos cabría de esperarse; lo cierto es que una interpretación semántica bien podría arrojarnos la tremenda sorpresa de ver hasta qué punto el escenario destinado a crear el mundo emotivo propio de SCHUBERT dista muy poco del llamado a quedar determinado como el mundo que nos es propio a nosotros. En cualquiera de los dos casos la incertidumbre (manifestación edulcorada de lo que no es sino miedo), y la inseguridad (valor previo en el que se refugian los previos a la violencia), tomaban posiciones en torno a la configuración de una realidad llamada inexorablemente a determinar el tipo de hombre que le era propio.

¡Ay de aquel que siga creyéndose competente para cambiar el mundo! Así como lo que el manantial es flujo, acaba convirtiéndose en corriente a medida que descendemos en el cauce del río. Cierto es que en ambos casos la naturaleza del río queda representada en la necesidad de alcanzar el mar, cerrando con ello un ciclo dando pues la pista exacta de cuanto cabe esperar, si con propiedad hablamos de tal, de un ciclo.
Y si precisamente no es sino otro ciclo lo llamado a erigirse en metáfora de lo que es propio del hombre en tanto que vive, bien podríamos tratar a ese río, así como a su fluir, como un elemento competente a la hora de reflejar lo que por otro lado hemos considerado como lo propio del hombre.
Nace así pues el hombre no volcado a la consecución de un objetivo, sino que ser el logro de tal noción algo que le venga poco a poco, como ocurre con el desarrollo de lo que otrora está destinado a erigirse en certeza. Será precisamente el logro de tal certeza, lo que promueva en el hombre la necesidad de un nuevo flujo, de una nueva fuerza destinada no tanto a modificar el tránsito, como si más bien las formas destinadas a desenvolverse en tal menester. Se trata, en definitiva, del impulso que, en pleno cauce medio, permite al hombre incrementar la fuerza de su corriente, facultando con ello el desarrollo tanto de nuevas realidades, como de formas originales por medio de las cuales afrontar la conquista de entes que no por conocidas, resultaban menos inquebrantables.

Es entonces cuando con más fuerza se pone de manifiesto la verdad. Una verdad que a base de ser evidente, ha terminado por pasar desapercibida, convirtiendo a menudo en intransitable el camino cuyo recorrido es menester del hombre toda vez que por más que nos empeñemos en buscar excusas, existen ríos que solo por determinados puentes pueden ser salvados.
Una verdad que se cifra en torno a cuestiones tales como que no hay que temer al malvado, sino más bien al mediocre. Una verdad que se cifra en torno a certezas tales como que no es la oscuridad la llamada a empobrecer el alma del hombre, pues no hay alma más pobre que aquella que nada tiene que ofrecer a la hora siquiera de hacer sombra.

Basta un vistazo a lo que creemos nuestra realidad, para constatar que el desconocimiento que de la misma tenemos tan solo a dos consideraciones puede ofrecer tributo de verdad.. O no somos capaces de reconocerla como propia, o no somos capaces de reconocernos nosotros en ella. Sea como fuere, lo único cierto es que llegados a estas alturas el desconcierto no se preconiza en torno a saber si estamos o no ante una realidad paralela (una interpretación en cualquier caso), lo que aún tendría salvación, pues estaríamos ante los considerandos que DESCARTES promovió hace varios siglos cuando teorizó sobre la existencia de una realidad irreal pues nada permite al hombre considerar como real una realidad que bien puede proceder de la interpretación de un sueño o, en el peor de los casos, ser un sueño en sí misma. De más tórrida, cuando no nauseabunda merece ser tratada la segunda consideración, pues de ser tal la galardonada con el viso de la verdad, asumir que no es sino una incapacidad para vernos en nuestra vida aquello a cuanto obedece una realidad que no está sino preñada de frustración.

Entenderíamos entonces que no es al poderoso, sino a la incapacidad para acopiar poder, lo que mueve a los nuevos salvapatrias. Un conjunto de nuevos renegados destinados, al menos en apariencia, a señalarnos cuál es el sentido de los nuevos flujos, llamados a impregnar la corriente de los nuevos ríos, en el seno de un escenario en el que ellos no están menos perdidos que nosotros.

Estamos así pues condenados a emprender una nueva batalla destinada a ser necesaria en si misma, pues si bien es cierto que en tanto que batalla, cabría esperar que solo de instrumento en pro de las consecuciones que esperamos como propias cabría de ser tratada; lo cierto es que llegados a este punto la lucha ha alcanzado un valor intrínseco, siquiera el llamado a hacer bueno el paso del tiempo que en su fragor se consume.

Conclusión: es más que probable que Prometeo haya tardado demasiado, y que una vez robado el fuego a los dioses, aquí en la tierra ya no queden ni hombres dignos de tornarse en portadores de la misma, ni una realidad destinada a erigir por medio del juego de luces y sombras que provoca un destino que en forma de ilusión pueda tornarse en futuro.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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