De tal podría considerarse la evolución que el llamado a
definirse como el proceder político destinado
implícitamente a contener todo esfuerzo actual a tal propósito encomendado;
parece conducirnos una vez constatado en el devenir de los últimos tiempos, el
que sin duda puede definirse como sonado
fracaso en el que se materializa la traducción eficaz del modelo
político-representativo, el cual por otro lado estaba dotado, al menos hasta
hace poco más de una hora, momento en
el que llevé a cabo la última comprobación, de un marcado tono fundado en la naturaleza metafísica.
Resulta pues que de la suma no tanto de los elementos hasta
ahora descritos, como sí más bien de las desazones causadas por el agravio por
la sociedad sufrido, que procede fundamentalmente de la consabida incapacidad
para entender (tal y como le viene ocurriendo a todo buen cocinero), por qué
disponiendo de tan magníficos ingredientes es que somos del todo incapaces de
llevar a cabo un guiso que resulte cuando menos comible, que surge con
fuerza la primero llamada a ser considerada premisa, que pronto acabará dotada
de la fuerza propia de la conclusión más substancial, en base a la cual bien
podría ser que no son los cocineros, sino más bien los llamados a deleitarse
con el consumo de las viandas, los que realmente han visto pasar no ya en torno
de sí, cuando sí más bien a través, el
paso de esa incerteza exacta llamada
tiempo, la cual es tan imprecisa de definir, que solo a través de la evaluación
de sus efectos podemos no tanto definirla, que si más bien determinar nuestra incapacidad comprobando una y mil veces nuestra
incapacidad para ponerle coto.
Resulta pues más preciso decir ahora que aquí, si
queremos ser certeros en la elección de las premisas que aliñadas con el saber que aporta la experiencia (forma matizada que
adopta el tiempo), puedan de un modo u otro contribuir a la hora de determinar
los parámetros que han terminado por consolidar este renovado proyecto que termina por ver la luz alumbrando con ello la
nueva andadura de Ecos de la Caverna.
Convencidos no por inducción como sí más bien por deducción,
de que el análisis de los acontecimientos desarrollados en lo que podríamos
cifrar como el periodo que se extiende en torno a los últimos nueve meses, no
han servido sino para consolidar en su
más amplia extensión la certeza tantas y tantas veces en este mismo medio
defendida por la cual no podemos confiar
al mero paso del tiempo la certeza de que su natural devenir acabe consolidando
cualquier forma de progreso; la forma razonable que adopta la frustración
(a saber el empacho de responsabilidad), se ha erigido en detonante definitivo
para entender que una parte importante de
las conclusiones a las que la comprensión que a futuro hagamos de los
acontecimientos llamados a erigirse hoy en nuestra actualidad, servirán para
entender que la irresponsabilidad fundada en nuestra incapacidad para encontrar
nuestro camino en “el orden de las cosas”, se situará en el núcleo de las
consideraciones destinadas a erigirse en el centro del modelo que gráficamente
describirá el gráfico llamado a contener el diagrama de nuestro fracaso.
Porque por muy incomprensible que resulte. Por muy difícil
que se antoje la labor de dar sentido a
la realidad llamada a consolidarse como nuestra realidad; lo único cierto
es que nosotros y nada más que nosotros seremos los responsables del fracaso que en forma de desmoronamiento de
las actuales estructuras sociales y políticas se esconde. Cualquier otra conclusión,
ya sea de carácter procedimental, y qué decir si es de tipo conceptual, nos
arrastraría de manera inexorable hacia la alienante certeza en base a la cual las estructuras de las que se sirve el
actual modelo de gestión de la sociedad (lo que bien podríamos denominar
“estructuras de gobierno”) gozarían en su naturaleza de una consideración de necesidad, lo que supondría aceptar que existen por sí mismas o sea, que su devenir es autónomo de la
estructura que en principio las había creado.
No ya de la aceptación de tamaña conclusión, basta con la
elevación al grado de ciertas de las
premisas que componen el razonamiento; podríamos estar en condiciones de probar
el que bien podría considerarse uno de
los expolios más grandes de cuantos está llamado a soportar el “objetivamente”
denominado “Hombre Moderno”. Un expolio que al igual que pasa con la
mayoría de los que tal consideración han merecido los padecidos por el Hombre a
lo largo de los siglos, debe su éxito a su capacidad para mimetizarse con el
medio. Un medio que en este caso, al estar hablando de conceptos y
procedimientos, hunde sus miembros en los cada vez más escabrosos preceptos de
la ética y de la moral.
Porque para poner de manifiesto la tropelía de la que somos
objeto, basta con poner de manifiesto el sinsentido en el que acaba por
convertirse el constatar hasta qué punto la alineación ha triunfado. De no ser
así, cómo entender que conceptos otrora primarios como podían ser los llamados
a conformar nuestro desarrollo moral y ético, acaben por reconocer su
alejamiento del elemento para el que fueron identificados; un alejamiento que
se materializa en el hecho de que es el propio hombre el que reconoce como escabroso el periplo que ahora está
obligado a padecer cada vez que trata de reconocer tales hechos; y qué decir
del periplo que supone tener que
reconocerse “a sí mismo” en ellos en tanto que de los mismos procede su
propia madurez como consolidación del proceso que le ha llevado a ser un Ente con predisposición para la Política.
La comprensión de éstas y de parecidas cuestiones, así como
fundamentalmente del inexorable deterioro al que las mismas han acabado por
arrastrar el que estaba llamado a ser uno de nuestros mayores dones, a saber
nuestra capacidad para la reflexión y la acción política; habrá inexorablemente
de integrarse dentro del conjunto de consideraciones destinadas a avalar la
certeza que ha provocado nuestra definitiva reacción. Una reacción fundada en
la paulatina primero y somera después comprensión de ese aparentemente azaroso
cúmulo de contingencias cuya ordenación sirve para constatar hasta qué punto El Hombre del Siglo XXI se mueve como
cascarón inmerso en aguas procelosas toda vez que parece haber asumido la
imposibilidad para hallar puerto seguro.
El triunfo de esa terrible certeza, de la que día a día
somos testigos ya sea por medio de la constatación de grandes actos, o a través
del sonrojo que nos produce la desazón de verla reflejada en pequeños actos, no
viene sino a refrendar la tesis por la que se demuestra el lento a la par que
inexorable avance de una nueva forma de nihilismo
político el cual se abre paso a medida que la convicción que antaño
primaba, amparada en el nada se puede
hacer; ha evolucionado ahora hasta su destructiva forma: nada se debe hacer.
Abandonamos así pues la actitud pasiva (que nos llevaba a
aceptar sin más nuestro devenir hacia la condición
de IDIOTAS), para dar un paso más hasta convertirnos en cómplices de tal
aberración. Evolucionamos así pues hasta un nuevo estadio, el que nos arroja
como restos de un naufragio en una playa desierta,
en la cual purgar nuestros pecados en
tanto que citando el delito por omisión, somos
responsables de nuestro ostracismo.
Y todo, en realidad, porque el tiempo me ha permitido releer
a Voltaire: “…es una de las responsabilidades del que ha sido gratificado con
la excelencia del saber, aprovechar la conducta que del mismo se hace tenedor
(…) pues es deber del que sabe responsabilizarse, y será el ignominioso
silencio que de no hacerlo se desprenda, causa suficiente para llamarle
traidor, pues es el silencio por si solo
causa propia de complicidad.”
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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