miércoles, 18 de noviembre de 2015

DE CUANDO EL PRESENTE SALTA POR LOS AIRES, ARRASTRANDO AL FUTURO, DEJANDO CON ELLO EN EVIDENCIA AL PASADO.

“Es ésta una guerra sin batallas, y por ello carente de héroes.” Difícil es definir mejor el actual estado de las cosas. Tal vez porque tal y como suele pasar en la mayoría de ocasiones la perspectiva, la capacidad para tomar distancia respecto de las cosas cuando el exceso de proximidad amenaza con restar eficacia minorando con ello el efecto de las acciones a desarrollar, se convierte en la más aconsejable de las conductas, a la vez que en la más difícil de desempeñar.

No me hagan mucho caso, pero lo cierto es que o mucho me equivoco, o en alguna suerte de manual si no de panfleto, yo he debido leer que uno de los motivos por los que el pueblo delega su notoriedad, y hace dejación de funciones sobre sus poderes cediendo éstos precisamente al grupo que a partir de ese momento se llama Gobierno, es precisamente porque en esa frenética lucha que al final del Periodo Ilustrado mantuvieron las dos tendencias predominantes, resultó vencedora la que, dicho de manera muy sucinta, venía a afirmar que de cara a garantizar la normalidad a la hora de desempeñar las funciones del denominado buen gobierno, sería precisamente la adopción de medidas en pos de promover el ascenso de una élite sobre la que recaerían no tanto las funciones de gobierno propiamente dichas, cuando sí más bien las de ordenación y representación, las dispuestas para al menos en apariencia garantizar el buen funcionamiento del sistema que de tal menester surgiría.

Pasadas varias centurias, muchas son las cuestiones que a la vista no tanto de las lamentables conclusiones alcanzadas, como sí más bien de las espeluznantes medidas que para su obtención han sido necesarias; creo necesario han de ser planteadas, todas ellas precisamente en pos de garantizar el correcto funcionamiento de éste, nuestro modelo, que a mi entender está viendo como todos y cada uno de los motivos que en uno u otro momento de la historia emergieron para terminar mediante su confluencia por dar como resultado nuestro aquí y nuestro ahora, se han visto hoy relegados a una consideración bastante cercana a lo chabacano, representación tal no tanto de un verdadero estado de las cosas, cuando sí más bien de una enfervorizada sobreactuación.

Y todo ello, sin restar un ápice de importancia a los dramáticos acontecimientos sufridos. Porque no habiéndose cumplido cinco días desde los nefastos acontecimientos de París, una y solo una es la certeza que con fuerza adquiere ya todo el protagonismo, certeza que pasa no tanto por comprender, como sí más bien por constatar que nada, absolutamente nada, volverá a ser igual.

Pero habrá de ser necesariamente entonces, una vez que las lágrimas dejen de empañar los ojos de los que de verdad crean tener motivos fundados para llorar, una vez que la ira deje de ofuscar la capacidad de reacción de quienes se consideran en disposición de mostrar desde las posiciones evidentes cuál habría de ser el próximo paso; cuando tal vez con más fuerza hayamos de pararnos un instante para reflexionar. Para reflexionar y valorar por ejemplo qué era lo que verdaderamente perseguían los radicales con su abominación y lo que es más, para constatar hasta qué punto no lo han conseguido, de verdad.

Es llegado a este momento que como suelo hacer casi siempre me detengo, y lo hago de nuevo para volver la vista atrás. Retrotraigo mis pasos en esta ocasión hasta finales del siglo XX, y es entonces cuando una melancolía impropia, que además no merece ser confundida con el síndrome del “cualquier tiempo pasado fue mejor”, me acompaña en un placentero viaje que tiene en la rememoración de tamaños recuerdos su mayor fuerza. ¿Os acordáis del “Efecto 2000”? Eran aquellos unos tiempos en los que nuestro mayor problema pasaba por saber de qué manera iba a afectar a nuestro microondas el tan temido cambio de milenio.
Es entonces que una terrible fecha asalta mi recuerdo. Once de septiembre. Entonces, inmerso en una sociedad de la tecnología que me permitió seguir minuto a minuto el desplome de las Torres Gemelas, solo un recuerdo me queda, recuerdo que he vuelto a rememorar el pasado viernes, recuerdo que evoluciona hacia certeza, la de que nada, absolutamente nada, volverá a ser lo mismo.

Es el tiempo no ya precursor de cambios, cuando sí más bien el parapeto tras el que éstos se ocultan. Como en un juego miserable, dotado de fugaces síntomas de enfermedad cuando no de sadismo, se convierte la vida en consagración ordenada a lo sumo de momentos, los cuales adquieren sentido en tanto que pueden aspirar a verse ordenados, en tanto que se convierten en vivencias. Será entonces vivir algo así como participar en este juego tramado para  los vivos. Es entonces vivir algo así como una suerte de aventura destinada a desentrañar misterios los cuales pasan por constatar verdades casi épicas como las que se materializan ante nosotros a la hora de tener que asumir cuestiones tales como la de la aparente inexistencia del tiempo, la inexistencia de un presente que en tanto que es pensado, se diluye ya en pasado; o de un futuro, el de mañana, que mañana mismo se verá condenado a ser olvidado en tanto que pasado.

Una vez más el tiempo, y sus respectivas entonaciones, ya sean éstas en pasado o en futuro, pues no creo en el presente; que se erige cuando no en respuesta a nuestras preguntas, sí tal vez en moderador de las mismas ya que, si tan avanzados somos, ¿cómo resulta posible que en las reacciones tomadas por nuestros dirigentes resulte tan sencillo localizar conductas y modos tan propios de épocas pasadas?
Quizá no tanto para hallar la pregunta, pero sí seguro en pos de ser capaces de dotar a ésta de la debida conformación, será preciso que hagamos un  esfuerzo destinado sencillamente a dilucidar qué es no tanto lo que debemos preguntar, como sí más bien qué es lo que verdaderamente deseamos preguntar ya que, llegados a este aquí, a este ahora, las preguntas se agolpan en mi cabeza.
Pero por no complicar en exceso las cosas, y en tanto que considero su tiempo un bien valioso, en todas las acepciones e interpretaciones del término, centraré precisamente en éste, en el tiempo, la pauta a partir de la cual tratar no tanto de explicar, cuando sí de entender, la dinámica en la que desgraciadamente nos hallamos metidos.

Detengámonos pues, en el tiempo, y tratemos a través de él de entender qué se les puede pasar por la cabeza a un grupo de jóvenes, pues ninguno alcanzaba los treinta años para, estando en lo mejor de la vida, decidan gustosos poner fin a sus vidas. Pero no se trata de un suicidio, se trata de una inmolación. La diferencia en tanto que obvia, resulta a la sazón radical hasta la extenuación y pasa, nada más y nada menos que por aceptar gustosos que su muerte tiene más valor que su vida.

Revisemos por favor lo dicho: Un grupo de jóvenes acepta gustoso la certeza de que su muerte da en un solo instante sentido a toda su vida.
Tal y como podemos comprender, la causa esencial de tamaña reflexión nos conduce a una certeza inexorable, la que pasa por asumir que para los protagonistas mismos de tales vidas éstas tienen en realidad poco valor.
¿Cómo puede ser esto posible? Dicho de otra manera. ¿Cómo se puede llegar a pensar así?
Detengámonos unos instantes. Llegar a pensar así. Afirmo rotundamente que el estado emocional que conduce a alguien a desarrollar el drama conocido obedece no a una psicosis momentánea, ni siquiera a un episodio de stress. La adopción de tamaña decisión, así como la puesta en práctica y con éxito del protocolo por todos conocido exige de un nivel de preparación respecto del cual, negar la evidencia y con ello tratar de ignorar el proporcional de responsabilidad que del mismo se devenga, lejos de ayudar en algo no se transformará sino en el cimiento sobre el que cada vez más pronto que tarde se asentarán parecidos movimientos cuyo nivel de radicalización será cada vez mayor. Sencillamente porque el mal que no mejora, cada día que pasa empeora.

Retomamos aquí pues nuestra atención sobre las Administraciones Públicas, concretamente sobre lo que de manera un tanto ambigua denominamos Gobierno, ni más ni menos que para llamar su atención sobre ese pequeño detalle que tal y como ocurre en muchos países, en especial en el país galo, se traduce en el ejercicio perverso de pensar que necesariamente han de acabar haciendo participes de sí mismos, a todo el que desea vivir con ellos, o a lo sumo en su territorio.

Si ni tan siquiera en el caso del episodio conocido como La Caída del Imperio Romano, a la sazón único momento de la historia en el que el conquistador no solo no quiso destruir las conductas y costumbres del pueblo conquistado, sino que las hizo propias; tal hecho fue capaz de consagrar todas esas conductas para el futuro. ¿Qué puede llevar a un pueblo, aparte de una imperdonable muestra de soberbia, a pensar que verdaderamente tienen justificada su labor de socialización, conducta que ejercen gustosos con todo aquél que, insistimos, desea vivir en Francia?

Cuando a la pregunta vertida por un periodista en relación a qué era lo que pensaba sobre como podían llegar a reaccionar las distintas comunidades, Hollande respondía de una manera más o menos literal que él solo conocía una comunidad, la Comunidad Francesa.

Revisados tales términos, y tras colocarlos en el entramado del actual estado de las cosas, a lo mejor podemos llegar no obviamente a intuir repito, qué es lo que lleva a un joven a inmolar la certeza que supone su vida, en pos de una duda como la que en principio se cierne sobre la existencia o no de un potencial Paraíso. Pero cuando planteamos la pregunta desde la tesitura que le es propia a un joven que procedente de manera directa o indirecta de la inmigración, ha pasado toda su vida malviviendo en trabajos burdos, o incluso sobreviviendo con el menudeo envejeciendo sin plan de vida, sin llegar a tragarse nunca esa supuesta certeza de que tiene que sentirse orgulloso de pertenecer a Francia, y de repente es captado por un radical religioso que más allá de prometerle el Paraíso y setenta vírgenes hace algo mucho más macabro, demostrarle que una muerte cargada de violencia tiene más valor que una vida llena de esperanzas, es cuando sin duda no ya la sociedad francesa cuando sí más bien todo el mundo, ha necesariamente de parar un instante su presente instantáneo, en pos de albergar la esperanza de encontrar en el pasado respuestas. Sobre todo si quiere aspirar a tener un futuro.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

No hay comentarios:

Publicar un comentario