“Es ésta una guerra sin batallas, y por ello carente de
héroes.” Difícil es definir mejor el actual estado de las cosas. Tal vez porque
tal y como suele pasar en la mayoría de ocasiones la perspectiva, la capacidad
para tomar distancia respecto de las
cosas cuando el exceso de proximidad amenaza con restar eficacia minorando con
ello el efecto de las acciones a desarrollar, se convierte en la más aconsejable
de las conductas, a la vez que en la más difícil de desempeñar.
No me hagan mucho caso, pero lo cierto es que o mucho me
equivoco, o en alguna suerte de manual si no de panfleto, yo he debido leer que
uno de los motivos por los que el pueblo delega
su notoriedad, y hace dejación de funciones sobre sus poderes cediendo éstos
precisamente al grupo que a partir de ese momento se llama Gobierno, es
precisamente porque en esa frenética lucha que al final del Periodo Ilustrado
mantuvieron las dos tendencias predominantes, resultó vencedora la que, dicho
de manera muy sucinta, venía a afirmar que de cara a garantizar la normalidad a
la hora de desempeñar las funciones del denominado buen gobierno, sería precisamente la adopción de medidas en pos de
promover el ascenso de una élite sobre la que recaerían no tanto las funciones
de gobierno propiamente dichas, cuando sí más bien las de ordenación y
representación, las dispuestas para al menos en apariencia garantizar el buen
funcionamiento del sistema que de tal menester surgiría.
Pasadas varias centurias, muchas son las cuestiones que a la
vista no tanto de las lamentables conclusiones alcanzadas, como sí más bien de
las espeluznantes medidas que para su obtención han sido necesarias; creo
necesario han de ser planteadas, todas ellas precisamente en pos de garantizar
el correcto funcionamiento de éste, nuestro modelo, que a mi entender está
viendo como todos y cada uno de los motivos que en uno u otro momento de la
historia emergieron para terminar mediante su confluencia por dar como
resultado nuestro aquí y nuestro ahora, se han visto hoy relegados a una
consideración bastante cercana a lo chabacano, representación tal no tanto de
un verdadero estado de las cosas, cuando sí más bien de una enfervorizada sobreactuación.
Y todo ello, sin restar un ápice de importancia a los
dramáticos acontecimientos sufridos. Porque no habiéndose cumplido cinco días
desde los nefastos acontecimientos de París, una y solo una es la certeza que
con fuerza adquiere ya todo el protagonismo, certeza que pasa no tanto por
comprender, como sí más bien por constatar que nada, absolutamente nada,
volverá a ser igual.
Pero habrá de ser necesariamente entonces, una vez que las
lágrimas dejen de empañar los ojos de los que de verdad crean tener motivos
fundados para llorar, una vez que la ira deje de ofuscar la capacidad de
reacción de quienes se consideran en disposición de mostrar desde las
posiciones evidentes cuál habría de ser el próximo paso; cuando tal vez con más
fuerza hayamos de pararnos un instante para reflexionar. Para reflexionar y
valorar por ejemplo qué era lo que verdaderamente perseguían los radicales con
su abominación y lo que es más, para constatar hasta qué punto no lo han
conseguido, de verdad.
Es llegado a este momento que como suelo hacer casi siempre
me detengo, y lo hago de nuevo para volver la vista atrás. Retrotraigo mis
pasos en esta ocasión hasta finales del siglo XX, y es entonces cuando una
melancolía impropia, que además no merece ser confundida con el síndrome del
“cualquier tiempo pasado fue mejor”, me acompaña en un placentero viaje que
tiene en la rememoración de tamaños recuerdos su mayor fuerza. ¿Os acordáis del
“Efecto 2000” ?
Eran aquellos unos tiempos en los que nuestro mayor problema pasaba por saber
de qué manera iba a afectar a nuestro microondas el tan temido cambio de
milenio.
Es entonces que una terrible fecha asalta mi recuerdo. Once
de septiembre. Entonces, inmerso en una sociedad
de la tecnología que me permitió seguir minuto a minuto el desplome de las Torres Gemelas, solo un recuerdo me
queda, recuerdo que he vuelto a rememorar el pasado viernes, recuerdo que
evoluciona hacia certeza, la de que nada, absolutamente nada, volverá a ser lo
mismo.
Es el tiempo no ya precursor de cambios, cuando sí más bien
el parapeto tras el que éstos se ocultan. Como en un juego miserable, dotado de
fugaces síntomas de enfermedad cuando no de sadismo, se convierte la vida en
consagración ordenada a lo sumo de momentos, los cuales adquieren sentido en
tanto que pueden aspirar a verse ordenados,
en tanto que se convierten en vivencias. Será entonces vivir algo así como
participar en este juego tramado para
los vivos. Es entonces vivir
algo así como una suerte de aventura destinada a desentrañar misterios los cuales
pasan por constatar verdades casi épicas como las que se materializan ante
nosotros a la hora de tener que asumir cuestiones tales como la de la aparente
inexistencia del tiempo, la inexistencia de un presente que en tanto que es
pensado, se diluye ya en pasado; o de un futuro, el de mañana, que mañana mismo
se verá condenado a ser olvidado en tanto que pasado.
Una vez más el tiempo, y sus respectivas entonaciones, ya
sean éstas en pasado o en futuro, pues no creo en el presente; que se erige
cuando no en respuesta a nuestras preguntas, sí tal vez en moderador de las
mismas ya que, si tan avanzados somos, ¿cómo resulta posible que en las
reacciones tomadas por nuestros dirigentes resulte tan sencillo localizar
conductas y modos tan propios de épocas pasadas?
Quizá no tanto para hallar la pregunta, pero sí seguro en
pos de ser capaces de dotar a ésta de la debida conformación, será preciso que
hagamos un esfuerzo destinado
sencillamente a dilucidar qué es no tanto lo que debemos preguntar, como sí más
bien qué es lo que verdaderamente deseamos preguntar ya que, llegados a este
aquí, a este ahora, las preguntas se agolpan en mi cabeza.
Pero por no complicar en exceso las cosas, y en tanto que
considero su tiempo un bien valioso, en todas las acepciones e interpretaciones
del término, centraré precisamente en éste, en el tiempo, la pauta a partir de
la cual tratar no tanto de explicar, cuando sí de entender, la dinámica en la
que desgraciadamente nos hallamos metidos.
Detengámonos pues, en el tiempo, y tratemos a través de él
de entender qué se les puede pasar por la cabeza a un grupo de jóvenes, pues
ninguno alcanzaba los treinta años para, estando en lo mejor de la vida,
decidan gustosos poner fin a sus vidas. Pero no se trata de un suicidio, se
trata de una inmolación. La diferencia en tanto que obvia, resulta a la sazón
radical hasta la extenuación y pasa, nada más y nada menos que por aceptar
gustosos que su muerte tiene más valor que su vida.
Revisemos por favor lo dicho: Un grupo de jóvenes acepta gustoso
la certeza de que su muerte da en un solo instante sentido a toda su vida.
Tal y como podemos comprender, la causa esencial de tamaña
reflexión nos conduce a una certeza inexorable, la que pasa por asumir que para
los protagonistas mismos de tales vidas éstas tienen en realidad poco valor.
¿Cómo puede ser esto posible? Dicho de otra manera. ¿Cómo se
puede llegar a pensar así?
Detengámonos unos instantes. Llegar a pensar así. Afirmo rotundamente que el estado emocional
que conduce a alguien a desarrollar el drama conocido obedece no a una psicosis momentánea, ni siquiera a un
episodio de stress. La adopción de tamaña decisión, así como la puesta en
práctica y con éxito del protocolo por todos conocido exige de un nivel de
preparación respecto del cual, negar la evidencia y con ello tratar de ignorar
el proporcional de responsabilidad que del mismo se devenga, lejos de ayudar en
algo no se transformará sino en el cimiento sobre el que cada vez más pronto
que tarde se asentarán parecidos movimientos cuyo nivel de radicalización será
cada vez mayor. Sencillamente porque el mal que no mejora, cada día que pasa
empeora.
Retomamos aquí pues nuestra atención sobre las
Administraciones Públicas, concretamente sobre lo que de manera un tanto
ambigua denominamos Gobierno, ni más ni menos que para llamar su atención sobre
ese pequeño detalle que tal y como ocurre en muchos países, en especial en el
país galo, se traduce en el ejercicio perverso de pensar que necesariamente han de acabar haciendo participes de sí mismos,
a todo el que desea vivir con ellos, o a lo sumo en su territorio.
Si ni tan siquiera en el caso del episodio conocido como La Caída del Imperio Romano, a la sazón
único momento de la historia en el que el conquistador no solo no quiso
destruir las conductas y costumbres del pueblo conquistado, sino que las hizo
propias; tal hecho fue capaz de consagrar todas esas conductas para el futuro.
¿Qué puede llevar a un pueblo, aparte de una imperdonable muestra de soberbia,
a pensar que verdaderamente tienen justificada su labor de socialización, conducta que ejercen gustosos con todo aquél que,
insistimos, desea vivir en Francia?
Cuando a la pregunta vertida por un periodista en relación a
qué era lo que pensaba sobre como podían llegar a reaccionar las distintas comunidades, Hollande
respondía de una manera más o menos literal que él solo conocía una comunidad, la Comunidad Francesa.
Revisados tales términos, y tras colocarlos en el entramado
del actual estado de las cosas, a lo mejor podemos llegar no obviamente a
intuir repito, qué es lo que lleva a un joven a inmolar la certeza que supone
su vida, en pos de una duda como la que en principio se cierne sobre la
existencia o no de un potencial Paraíso. Pero cuando planteamos la pregunta
desde la tesitura que le es propia a un joven que procedente de manera directa
o indirecta de la inmigración, ha pasado toda su vida malviviendo en trabajos
burdos, o incluso sobreviviendo con el menudeo
envejeciendo sin plan de vida, sin llegar a tragarse nunca esa supuesta certeza de que tiene que sentirse
orgulloso de pertenecer a Francia, y
de repente es captado por un radical religioso que más allá de prometerle el
Paraíso y setenta vírgenes hace algo
mucho más macabro, demostrarle que una muerte cargada de violencia tiene más
valor que una vida llena de esperanzas, es cuando sin duda no ya la sociedad
francesa cuando sí más bien todo el mundo, ha necesariamente de parar un
instante su presente instantáneo, en pos de albergar la esperanza de encontrar
en el pasado respuestas. Sobre todo si quiere aspirar a tener un futuro.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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