“Debes volver a
convertirte en un hombre ignorante y ver el sol con ojos inocentes, verlo a la
luz de su propia idea.” WALLACE
STEVENS, Notes Torward a Supreme Fiction.
En un mundo desazonado no ya por la imposibilidad para ver
la luz del sol, como sí más bien por la incapacidad para decidir de entre muchas
cuál es en realidad la verdadera forma
de esa luz. En un mundo en el que el exceso de información se malinterpreta de manera absolutamente delirante en
poso de generar una suerte de teoría destinada a haceros aspirar a la formación; solo en semejante mundo tiene
sentido volver a apostar por la apariencia, aunque en el transcurso de la misma
haya de perecer definitivamente el último vestigio de crédito que le quedaba al
otrora considerado como uno de los más elevados
procederes a los que presuntamente podía llegar a dedicar su vida un
hombre.
Porque cuando renunciamos formalmente a la esencia, lo que
nos queda, la idea que transmitimos posee en realidad un marcado halo de
renuncia, de frustración, en una palabra, de fracaso. La renuncia a la
Política, o por ser más expresos, a la idea bajo la que auspiciábamos hasta
hace poco los que considerábamos los cánones de la Política (sinceramente me
resisto a determinar si vieja o nueva), nos
condena de manera evidente y si ello fuera posible, de manera más eficaz, a tener que asumir como propios, cuando no
como realmente acontecidos, toda una serie de principios cuya mera suposición
nos conduce de manera podríamos decir que irrevocable a aceptar que no ya los
modelos, como sí más bien el correlato social al que éstos se refieren, han
cambiado para siempre.
De hecho que de la aceptación que de esa y no de otra
conclusión, depende necesariamente no solo nuestra supervivencia como sociedad,
sino que a la misma está inexorablemente ligado el que habrá de identificarse
como correcto proceder si para el
mismo auspiciamos los que hasta ahora han sido los protocolos que han regido
tal corrección, a saber los destinados a promover como bienvenido todo lo que
haga del cambio digno correlato de la evolución. Porque
hoy, la máxima aspiración, aquella sobre la que de uno u otro modo redundan
todas y cada una de las aspiraciones destinadas a definir al Hombre Evolucionado, pasan de manera más
o menos ordenada por ser conscientes, o al menos mudos testigos, del alarde de simplificación al que hoy en día
parece haberse reducido el que podríamos denominar protocolo político.
Un protocolo político destinado no tanto a erradicar
conceptos esenciales, como sí más bien a poner en marcha una suerte de orden nuevo. Un orden destinado a generar ilusiones
de novedad, partiendo de realidades viejas en tanto que, de una u otra manera,
siempre estuvieron ahí. ¿Cómo conseguirlo? No parece difícil, basta para ello
cambiar el sentido de la
apuesta. Así , donde antes brillaba la esencia, la apariencia
resulta ahora elemento más que suficiente.
Y si cambian las prioridades, cambian también los
protagonistas sobre los que éstas incidían, a los que éstas limitaban. Es así
que donde antes se promovían los profesionales (lo que una vez llamamos
“políticos de postín”), venimos hoy a encontrarnos con prestidigitadores. Personajes que en su profesionalidad vienen a poner de manifiesto que, efectivamente, no
ya solo las prioridades, incluso las formas, han cambiado. Y lo han hecho hasta
el punto de que la propia esencia, la
que en principio creímos protegida en tanto que permanecía olvidada, se ha
visto agredida, quedando irreversiblemente enajenada.
Es entonces cuando la toma de conciencia del grado de
deterioro que presentan las formas,
permite intuir la suerte de enajenación que rodea al fondo. Es entonces y solo
entonces cuando podemos percibir que ahora, para siempre, el Relativismo ha ganado la batalla.
Porque cómo entender, si no es desde la aceptación de tamaña
premisa, la suerte de esperanza a la que de manera un tanto inmisericorde
parecen haber apostado los que se llaman
a sí mismos “políticos”, la disposición de su futuro; cuando a estas
alturas pretenden no ya volver a
engañarnos por medio de una nueva “Campaña Electoral”, cuando en realidad
no hace ni cinco meses que acabaron la última.
Acaso en una suerte de éxito de una pandemia de lo que
podríamos denominar Cinismo Social, los
mentados bien podrían albergar alguna suerte de esperanza destinada a
escenificar un contexto espacio-temporal en el que reinara una forma de amnesia selectiva cuya manifestación más
esplendorosa pasara por una suerte de efectos que redundaran en la transferencia
al sujeto de una disposición tácita no solo a resultar engañado, como sí más bien a necesitarlo.
Pero es entonces cuando me detengo, observo en mi derredor,
cierto es que sin necesitar esforzarme mucho; y es al aire de tamaña
observación cuando redundo en mi tesis en base a la cual, tamaña suposición no
es tan desacertada es más, a medida que el tiempo pasa, su verosimilitud gana
enteros.
Porque así y solo así, y sobre todo a la luz que aporta el
mero análisis de la cuestión principal, podemos llegar a entender la magnitud
del drama que se manifiesta ante nosotros, y del que solo podemos ser
conscientes a la vista de la sutileza desde la que la mencionada cuestión se
hace patente porque: ¿Qué puede llevar a nadie a pensar que o bien las cuestiones,
o bien la naturaleza de los que las plantean han cambiado lo más mínimo desde
la última vez que se nos presentaron?
No hay, o al menos a mí no me resulta posible encontrarla,
otra forma de exposición de la realidad que hoy nos acucia más allá de la que
pasa por asumir que el mero hecho de plantear la necesidad de una nueva campaña electoral, suena en sí
misma a fracaso. Un fracaso tácito, cuyos efectos redundarían en la doble
manifestación de aceptar, cuando no de asumir, la posibilidad de que todos
somos, o a lo sumo aspiramos a ser, idiotas.
La otra posibilidad, no menos halagüeña, pasa por asumir que todos los
políticos redundan en una suerte de común denominador que pasaría
inexorablemente por hacer de la falacia, forma elegante de la mentira, su
herramienta de trabajo más elaborada.
De aceptar la primera premisa, pasa de manera justificada
por la aceptación de un escenario en el que la absoluta disposición, en el caso
que nos ocupa, a la creencia, ha terminado por anular en nosotros toda capacidad
para el juicio crítico. Solo desde
esta nueva percepción podemos imaginar sujetos lo suficientemente dispuestos no
solo a aceptar sino más bien tendentes a necesitar ser objeto de evidente
engaño.
Traducido al hoy, la premisa justificaría, e incluso pondría
de manifiesto, la valía del debate que actualmente ocupa netamente la actividad
de nuestra Clase Política. Un debate
que como todos sabemos parece estar más o menos centrado en la necesidad de
modificar las que hasta este momento eran las formas destinadas a circunscribir
la Campaña Electoral.
Pero como ocurre en tantas otras ocasiones, lo que dicen
difiere substancialmente de lo que en realidad quieren decir. Y lo que quieren
decir en este caso es muy sencillo: ¿Cómo lograr que mensajes que hace apenas
100 días no calaron, lo hagan ahora?
Dicho de otra manera: ¿Queda algún espacio entre el sofisma y la retórica, en torno al cual
albergar la esperanza de que la verdad alguna vez hubiera sentido deseos de
esconderse en la esperanza de mejores
tiempos? De no ser así, la campaña que habrá de preceder a las elecciones
del 26 de junio será recordada como la suerte de epitafio que durante quince
día se escribió para ver sucumbir el último atisbo de esperanza que a la razón
le quedaba, una razón que fue pasto del cinismo que se explicita en la
disposición de los que se creen capaces de hacernos comulgar con ruedas de molino.
De no transigir con la primera opción, la segunda no es
mucho más agradable, de hecho y en realidad no difiere en el fondo de la
primera, toda vez que en ambas la disposición del engaño, entendido como arte
manufacturero de la mentira, se erige en paladín. Nos encontramos así con otra
forma de mentira. Una mentira en la que lo que cambia no es más que el sentido
de la acción. Así ,
en el primer caso el protagonismo del ardid queda reservado al agente, toda vez
que la disposición a ser engañado es en realidad capacidad preceptiva del
individuo destinado a ser engañado. Expresado en términos de la aridez realista, la culpa de que haya
engaños estriba en la existencia de personas que necesitan ser engañadas.
Al contrario de la segunda opción, en la que el protagonismo
del político evoluciona en la medida en que los éxitos vienen a jalonar su
proceder; éxitos que de una u otra manera están vinculados al desarrollo de su
mayor capacidad, a saber, mentir; se erige ahora en evidente que el proceder
digamos, correcto, en el caso de que sea la segunda opción la que se alce con
el triunfo pasa inevitablemente por aceptar que la mácula de la mentira jalonará
para siempre cualquier ansia de proceder, haciendo por ello imposible el éxito
no ya total, sino a lo sumo decoroso, de
este “nuevo” proceso en el que ahora sí, de nuevo, nos hallamos inmersos.
Nos quedan entonces dos opciones responsables: Ser cuando
menos conscientes de que nos engañan, y en el mejor de los casos estar
dispuestos a denunciar a los artífices de tales engaños.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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