jueves, 5 de mayo de 2016

DE CUANDO NO DECIR LA VERDAD LO REDUCE TODO SENCILLAMENTE A MENTIR.

“Debes volver a convertirte en un hombre ignorante y ver el sol con ojos inocentes, verlo a la luz de su propia idea.”     WALLACE STEVENS, Notes Torward a Supreme Fiction.

En un mundo desazonado no ya por la imposibilidad para ver la luz del sol, como sí más bien por la incapacidad para decidir de entre muchas cuál es en realidad la  verdadera forma de esa luz. En un mundo en el que el exceso de información se malinterpreta de manera absolutamente delirante en poso de generar una suerte de teoría destinada a haceros aspirar a la  formación; solo en semejante mundo tiene sentido volver a apostar por la apariencia, aunque en el transcurso de la misma haya de perecer definitivamente el último vestigio de crédito que le quedaba al otrora considerado como uno de los más elevados procederes a los que presuntamente podía llegar a dedicar su vida un hombre.

Porque cuando renunciamos formalmente a la esencia, lo que nos queda, la idea que transmitimos posee en realidad un marcado halo de renuncia, de frustración, en una palabra, de fracaso. La renuncia a la Política, o por ser más expresos, a la idea bajo la que auspiciábamos hasta hace poco los que considerábamos los cánones de la Política (sinceramente me resisto a determinar si vieja o nueva), nos condena de manera evidente y si ello fuera posible, de manera más eficaz,  a tener que asumir como propios, cuando no como realmente acontecidos, toda una serie de principios cuya mera suposición nos conduce de manera podríamos decir que irrevocable a aceptar que no ya los modelos, como sí más bien el correlato social al que éstos se refieren, han cambiado para siempre.

De hecho que de la aceptación que de esa y no de otra conclusión, depende necesariamente no solo nuestra supervivencia como sociedad, sino que a la misma está inexorablemente ligado el que habrá de identificarse como correcto proceder si para el mismo auspiciamos los que hasta ahora han sido los protocolos que han regido tal corrección, a saber los destinados a promover como bienvenido todo lo que haga del cambio digno correlato de la evolución. Porque hoy, la máxima aspiración, aquella sobre la que de uno u otro modo redundan todas y cada una de las aspiraciones destinadas a definir al Hombre Evolucionado, pasan de manera más o menos ordenada por ser conscientes, o al menos mudos testigos, del alarde de simplificación al que hoy en día parece haberse reducido el que podríamos denominar protocolo político.

Un protocolo político destinado no tanto a erradicar conceptos esenciales, como sí más bien a poner en marcha una suerte de orden nuevo. Un orden destinado a generar ilusiones de novedad, partiendo de realidades viejas en tanto que, de una u otra manera, siempre estuvieron ahí. ¿Cómo conseguirlo? No parece difícil, basta para ello cambiar el sentido de la apuesta. Así, donde antes brillaba la esencia, la apariencia resulta ahora elemento más que suficiente.

Y si cambian las prioridades, cambian también los protagonistas sobre los que éstas incidían, a los que éstas limitaban. Es así que donde antes se promovían los profesionales (lo que una vez llamamos “políticos de postín”), venimos hoy a encontrarnos con prestidigitadores. Personajes que en su profesionalidad vienen a poner de manifiesto que, efectivamente, no ya solo las prioridades, incluso las formas, han cambiado. Y lo han hecho hasta el punto de que la propia esencia, la que en principio creímos protegida en tanto que permanecía olvidada, se ha visto agredida, quedando irreversiblemente enajenada.

Es entonces cuando la toma de conciencia del grado de deterioro que presentan  las formas, permite intuir la suerte de enajenación que rodea al fondo. Es entonces y solo entonces cuando podemos percibir que ahora, para siempre, el Relativismo ha ganado la batalla.

Porque cómo entender, si no es desde la aceptación de tamaña premisa, la suerte de esperanza a la que de manera un tanto inmisericorde parecen haber apostado los que se llaman a sí mismos “políticos”, la disposición de su futuro; cuando a estas alturas pretenden no ya volver a engañarnos por medio de una nueva “Campaña Electoral”, cuando en realidad no hace ni cinco meses que acabaron la última.
Acaso en una suerte de éxito de una pandemia de lo que podríamos denominar Cinismo Social, los mentados bien podrían albergar alguna suerte de esperanza destinada a escenificar un contexto espacio-temporal en el que reinara una forma de amnesia selectiva cuya manifestación más esplendorosa pasara por una suerte de efectos que redundaran en la transferencia al sujeto de una disposición tácita no solo a resultar engañado, como sí más bien a necesitarlo.

Pero es entonces cuando me detengo, observo en mi derredor, cierto es que sin necesitar esforzarme mucho; y es al aire de tamaña observación cuando redundo en mi tesis en base a la cual, tamaña suposición no es tan desacertada es más, a medida que el tiempo pasa, su verosimilitud gana enteros.
Porque así y solo así, y sobre todo a la luz que aporta el mero análisis de la cuestión principal, podemos llegar a entender la magnitud del drama que se manifiesta ante nosotros, y del que solo podemos ser conscientes a la vista de la sutileza desde la que la mencionada cuestión se hace patente porque: ¿Qué puede llevar a nadie a pensar que o bien las cuestiones, o bien la naturaleza de los que las plantean han cambiado lo más mínimo desde la última vez que se nos presentaron?

No hay, o al menos a mí no me resulta posible encontrarla, otra forma de exposición de la realidad que hoy nos acucia más allá de la que pasa por asumir que el mero hecho de plantear la necesidad de una nueva campaña electoral, suena en sí misma a fracaso. Un fracaso tácito, cuyos efectos redundarían en la doble manifestación de aceptar, cuando no de asumir, la posibilidad de que todos somos, o a lo sumo aspiramos a ser, idiotas. La otra posibilidad, no menos halagüeña, pasa por asumir que todos los políticos redundan en una suerte de común denominador que pasaría inexorablemente por hacer de la falacia, forma elegante de la mentira, su herramienta de trabajo más elaborada.
De aceptar la primera premisa, pasa de manera justificada por la aceptación de un escenario en el que la absoluta disposición, en el caso que nos ocupa, a la creencia, ha terminado por anular en nosotros toda capacidad para el juicio crítico. Solo desde esta nueva percepción podemos imaginar sujetos lo suficientemente dispuestos no solo a aceptar sino más bien tendentes a necesitar ser objeto de evidente engaño.
Traducido al hoy, la premisa justificaría, e incluso pondría de manifiesto, la valía del debate que actualmente ocupa netamente la actividad de nuestra Clase Política. Un debate que como todos sabemos parece estar más o menos centrado en la necesidad de modificar las que hasta este momento eran las formas destinadas a circunscribir la Campaña Electoral.
Pero como ocurre en tantas otras ocasiones, lo que dicen difiere substancialmente de lo que en realidad quieren decir. Y lo que quieren decir en este caso es muy sencillo: ¿Cómo lograr que mensajes que hace apenas 100 días no calaron, lo hagan ahora?
Dicho de otra manera: ¿Queda algún espacio entre el sofisma y la retórica, en torno al cual albergar la esperanza de que la verdad alguna vez hubiera sentido deseos de esconderse en la esperanza de mejores tiempos? De no ser así, la campaña que habrá de preceder a las elecciones del 26 de junio será recordada como la suerte de epitafio que durante quince día se escribió para ver sucumbir el último atisbo de esperanza que a la razón le quedaba, una razón que fue pasto del cinismo que se explicita en la disposición de los que se creen capaces de hacernos comulgar con ruedas de molino.

De no transigir con la primera opción, la segunda no es mucho más agradable, de hecho y en realidad no difiere en el fondo de la primera, toda vez que en ambas la disposición del engaño, entendido como arte manufacturero de la mentira, se erige en paladín. Nos encontramos así con otra forma de mentira. Una mentira en la que lo que cambia no es más que el sentido de la acción. Así, en el primer caso el protagonismo del ardid queda reservado al agente, toda vez que la disposición a ser engañado es en realidad capacidad preceptiva del individuo destinado a ser engañado. Expresado en términos de la aridez realista, la culpa de que haya engaños estriba en la existencia de personas que necesitan ser engañadas.
Al contrario de la segunda opción, en la que el protagonismo del político evoluciona en la medida en que los éxitos vienen a jalonar su proceder; éxitos que de una u otra manera están vinculados al desarrollo de su mayor capacidad, a saber, mentir; se erige ahora en evidente que el proceder digamos, correcto, en el caso de que sea la segunda opción la que se alce con el triunfo pasa inevitablemente por aceptar que la mácula de la mentira jalonará para siempre cualquier ansia de proceder, haciendo por ello imposible el éxito no ya total, sino a lo sumo decoroso, de este “nuevo” proceso en el que ahora sí, de nuevo, nos hallamos inmersos.

Nos quedan entonces dos opciones responsables: Ser cuando menos conscientes de que nos engañan, y en el mejor de los casos estar dispuestos a denunciar a los artífices de tales engaños.


Luis Jonás VEGAS VELASCO. 

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