miércoles, 2 de diciembre de 2015

NO ES PAÍS PARA VIEJOS… ¿O SÍ?

Dice el Refranero Popular, erigido tal vez sobre las sólidas bases que se precursan como las  responsables de convertirlo en último bastión de la única de las sabidurías que aún permanece en pie, que allí donde hay patrón, no manda marinero. Ha sido siempre la navegación, sea cual sea la vertiente a la cual aludamos, más que una responsabilidad, digamos que un auténtico arte. De tal manera que al contrario de lo que pasa con el resto de los procederes que han inundado el mérito de la Humanidad, sus vertientes han estado más cerca de profesar respeto a una reducida élite dotada de algo más que de vocación, de una auténtica suerte de privilegio. Por ello, en definitiva, que capitanear una nave requiere de algo más que de actitud, requiere de instinto, de aptitud marinera. Y eso es algo que no se aprende, se tiene, o no se tiene.

Por eso, cuando el pasado lunes experimenté el trance de tener que plantearme atender la demanda que suponía el ejercicio de responsabilidad que para con la Democracia había planteado El Diario El País; lo hice desde la tónica con la que un neurótico se enfrenta a la necesidad de hacer frente a su medicación o sea, sabiendo que el que va a permanecer como resultado no es en realidad él.

Lejos de detenerme un instante en las formas, esto supondría dar cancha a esos indocumentados de la onda que de verdad piensan sientan cátedra cuando manifiestan conclusiones tan brillantes como las que proceden de elevar a rango de prima sociológica el color de la corbata, hecho que literalmente se viene abajo cuando uno de los partícipes se presenta sin haber sucumbido al artificio que supone el uso de tal ornato; lo cierto es que una vez elevado el nivel, hecho que ha acontecido en el momento mismo en el que nos hemos atrevido a criticar lo hecho no por la mayoría, sino realmente por todos, es cuando nos vemos en la ahora ya sí sagrada obligación de aportar algo más no tanto al debate, como sí más bien al post que se ha desarrollado a continuación.

Es a partir de haber aclarado tales consideraciones, cuando podemos ir trasladando al escenario de la realidad, en definitiva aquel en el que las circunstancias se materializan, toda esa suerte de opiniones a la que pueden quedar reducidas las escasas, cuando no nimias, aportaciones que unos y otros llevaron a cabo el pasado lunes.
Porque una vez se levantó la bruma propia de la novedad, una vez el brillo de los focos dio paso a la sombra que más que proyectarse, se empeñaba en rodear a los tres contertulios; lo cierto es que el debate del lunes, lejos de suponer un canto a la emoción destinado a promover la ilusión entre los votantes, terminó por convertirse en un vaticinio de debacle empecinado en poner de relevancia las aptitudes nihilistas que algunos le vaticinamos al presente en el que nos ha tocado vivir.

Pero puestos a bien mirar, lo cierto es que atribuir a los protagonistas toda la responsabilidad sobre la autoría del drama representado resulta algo propio de una conducta injustificada toda vez que nada, absolutamente nada, se revela como competente a la hora de permitirnos identificar a nuestros ya mentados protagonistas como artífices del mismo. Y no lo digo porque unos u otros, o incluso los tres en común, no estén valorando seriamente la posibilidad de poner en marcha la conocida suerte de desastres que bien en cadena, bien por separado, acaben por dar al traste con todo. Lo cierto es que lo único que puede exonerarles de tamaña acusación, no es más que lo que procede de ver cómo día tras día, y a veces de cada dos hasta el de en medio, parecen extrañamente volcados en una suerte de pantomima destinada a poner de manifiesto su más que evidente, yo diría que absoluta, incompetencia.

Va así pues siendo hora de que comencemos a plantear las cuestiones en su justa medida: ¿Son las circunstancias propias del resultado de las acciones que los hombres llevan a cabo? O más bien: ¿está la conducta del Hombre vinculada a las limitaciones propias del escenario en el que tales se desarrollan?
Dicho de otra manera, la incompetencia de la que nuestros tres protagonistas hicieron gala, y de la que su incapacidad para hilar un solo argumento coherente a lo largo de las más de dos horas que duró la confrontación constituye ejemplo evidente ¿Ha de considerarse como una causa, o más bien como un efecto vinculado al actual estado de las cosas?

En un momento que algunos creímos llegada la hora de los valientes, lo cierto es que ni uno solo de los argumentos apuntados, o ni tan siquiera esbozados por quienes al menos en apariencia se sienten llamados a ejercer nuestra representación en Las Cámaras ha hecho, al menos siempre según mi opinión, ni con mucho argumentos que me permitan auspiciar la menor de las esperanzas a la hora de atribuirles un mínimo de mérito político. Por ello que no esperen obtener de mí ni una sola indulgencia electoral.

Pero entonces…¿De dónde procede tanta inutilidad?

Responde nuestro país a una suerte de comportamiento muy específica que si bien permite identificar tal hecho en la mayoría de procederes que le son propios, eleva a rango superlativo tamaña consideración cuando tales patrones han de ser explicitados en el terreno de lo político. Echemos un poco la vista atrás, y no hace falta ser muy avispado para toparnos con una suerte de procesos entre los que destaca aquél del que en breve conmemoraremos su aniversario, en base al cual en nuestro país resultaba imprescindible declarar inaugurado un proceso destinado entre otras  a certificar cuáles habrían de ser los planteamientos cuando no los procedimientos con los que nuestro país estaba llamado a exorcizar sus viejos fantasmas.
Erigimos así pues los viejos esquemas, los que nos son propios, y ejerciendo ese santo proceder que tan bien nos caracteriza, pusimos de manifiesto una vez más nuestra incapacidad para saber a ciencia cierta con quién estamos, dejando claro que en España nada une más que tener claro contra quién estás.
Fue así cuando cansados de los sistemas, apostamos de nuevo por la recuperación de la Ideología.

Fue entonces cuando la libertad nos explotó en la cara. Ser libre era ya una complicación, pero argumentar cómo se vivía en el uso de tal aptitud se erigió en una auténtica epopeya. Ni los pioneros de las praderas americanas requirieron de tanto valor cuando iniciaron su penosa aunque esperanzada marcha hacia el Oeste.
Fue entonces cuando comprendimos que la Ideología quemaba templos, desataba persecuciones furibundas, parecía justificar guerras e incluso rompía amistades fraguadas en el transcurso de decenios. Y sin embargo se quebraba en mil pedazos cuando se hallaba en la base del comportamiento que se traducía en el llanto de un niño hambriento.

Abandonamos entonces la Ideología, y apostamos por las personas. Fueron éstos los tiempos de las grandes personas. Grandes personas, incluso personas grandes, que de una o mil maneras parecieron fomentar en este caso la esperanza de que los vanos que tanto los sistemas, como incluso las ideologías habían dejado, serían ahora cubiertos por una suerte de magia que en este caso como una incipiente aura rodeaba en consecuencia a esa restringida caterva de elegidos en apariencia llamados si no a cambiar el mundo, sí cuando menos llamados a conocer en exclusiva sus límites, y los del mundo tambíén.

Fue entonces cuando el ídolo se hizo hombre, cuando el Dios se hizo Carne. Cuando la ensoñación se tornó más bien en pesadilla. Cuando una vez más hubimos de comprobar que ahora, tal vez no más que antaño, estamos legítimamente solos.

Pero constituye la soledad en este caso el último vestigio de responsabilidad. Porque detrás del atisbo de miedo que parece reducir la valía de quienes tienen la fuerza para asumir el peso de lo que ya es a estas horas evidente certeza; no se esconde sino una suerte de abulia que en este caso, lejos de resultar contraproducente, se erige en la máxima traducción de sentimientos a la que puede aspirar un individuo que, convertido en ciudadano en tanto que ente que ha asumido voluntariamente arrogarse el peso de la Ley que le identifica como libre precursor de la Democracia así como de los procederes que le son propios; se ha ganado el derecho a seguir esperando.

Esperar es el ejercicio que se le atribuye a quien ejerce el derecho activo a la esperanza. ¿Esperanza de hallar un Sistema adecuado? ¿Esperanza de redactar los parámetros que delimiten es espectro metafísico de la Ideología Perfecta?

Tal vez, y a lo sumo, esperanza en ser dignos de seguir esperando.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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