Dice el Refranero
Popular, erigido tal vez sobre las sólidas bases que se precursan como
las responsables de convertirlo en
último bastión de la única de las sabidurías que aún permanece en pie, que allí donde hay patrón, no manda marinero. Ha
sido siempre la navegación, sea cual
sea la vertiente a la cual aludamos, más que una responsabilidad, digamos que
un auténtico arte. De tal manera que
al contrario de lo que pasa con el resto de los procederes que han inundado el
mérito de la Humanidad, sus vertientes han estado más cerca de profesar respeto
a una reducida élite dotada de algo más que de vocación, de una auténtica
suerte de privilegio. Por ello, en definitiva, que capitanear una nave requiere de algo más que de actitud, requiere
de instinto, de aptitud marinera. Y eso es algo que no se aprende, se tiene, o
no se tiene.
Por eso, cuando el pasado lunes experimenté el trance de
tener que plantearme atender la demanda que suponía el ejercicio de responsabilidad que para con la Democracia había
planteado El Diario El País; lo hice
desde la tónica con la que un neurótico se enfrenta a la necesidad de hacer
frente a su medicación o sea, sabiendo que el que va a permanecer como
resultado no es en realidad él.
Lejos de detenerme un instante en las formas, esto supondría
dar cancha a esos indocumentados de la onda que de verdad
piensan sientan cátedra cuando
manifiestan conclusiones tan brillantes como las que proceden de elevar a rango
de prima sociológica el color de la
corbata, hecho que literalmente se viene
abajo cuando uno de los partícipes se presenta sin haber sucumbido al
artificio que supone el uso de tal ornato; lo cierto es que una vez elevado el
nivel, hecho que ha acontecido en el momento mismo en el que nos hemos atrevido
a criticar lo hecho no por la mayoría, sino realmente por todos, es cuando nos
vemos en la ahora ya sí sagrada
obligación de aportar algo más no tanto al debate, como sí más bien al post que se ha desarrollado a
continuación.
Es a partir de haber aclarado tales consideraciones, cuando
podemos ir trasladando al escenario de la realidad, en definitiva aquel en el
que las circunstancias se materializan, toda esa suerte de opiniones a la que pueden quedar reducidas las escasas, cuando no
nimias, aportaciones que unos y otros llevaron a cabo el pasado lunes.
Porque una vez se levantó la bruma propia de la novedad, una
vez el brillo de los focos dio paso a la sombra que más que proyectarse, se
empeñaba en rodear a los tres contertulios;
lo cierto es que el debate del lunes, lejos de suponer un canto a la
emoción destinado a promover la ilusión entre los votantes, terminó por
convertirse en un vaticinio de debacle empecinado en poner de relevancia las
aptitudes nihilistas que algunos le vaticinamos al presente en el que nos ha
tocado vivir.
Pero puestos a bien mirar, lo cierto es que atribuir a los
protagonistas toda la responsabilidad sobre la autoría del drama representado
resulta algo propio de una conducta injustificada toda vez que nada,
absolutamente nada, se revela como competente a la hora de permitirnos
identificar a nuestros ya mentados protagonistas como artífices del mismo. Y no
lo digo porque unos u otros, o incluso los tres en común, no estén valorando
seriamente la posibilidad de poner en marcha la conocida suerte de desastres
que bien en cadena, bien por separado, acaben por dar al traste con todo. Lo
cierto es que lo único que puede exonerarles de tamaña acusación, no es más que
lo que procede de ver cómo día tras día, y a veces de cada dos hasta el de en
medio, parecen extrañamente volcados en una suerte de pantomima destinada a
poner de manifiesto su más que evidente, yo diría que absoluta, incompetencia.
Va así pues siendo hora de que comencemos a plantear las
cuestiones en su justa medida: ¿Son las circunstancias propias del resultado de
las acciones que los hombres llevan a cabo? O más bien: ¿está la conducta del
Hombre vinculada a las limitaciones propias del escenario en el que tales se
desarrollan?
Dicho de otra manera, la incompetencia de la que nuestros
tres protagonistas hicieron gala, y de la que su incapacidad para hilar un solo
argumento coherente a lo largo de las más de dos horas que duró la confrontación constituye ejemplo
evidente ¿Ha de considerarse como una causa, o más bien como un efecto
vinculado al actual estado de las cosas?
En un momento que algunos creímos llegada la hora de los valientes, lo cierto es
que ni uno solo de los argumentos apuntados, o ni tan siquiera esbozados por
quienes al menos en apariencia se sienten llamados a ejercer nuestra
representación en Las Cámaras ha
hecho, al menos siempre según mi opinión, ni con mucho argumentos que me
permitan auspiciar la menor de las esperanzas a la hora de atribuirles un
mínimo de mérito político. Por ello que no esperen obtener de mí ni una sola
indulgencia electoral.
Pero entonces…¿De dónde procede tanta inutilidad?
Responde nuestro país a una suerte de comportamiento muy
específica que si bien permite identificar tal hecho en la mayoría de
procederes que le son propios, eleva a rango superlativo tamaña consideración
cuando tales patrones han de ser explicitados en el terreno de lo político. Echemos un poco la vista
atrás, y no hace falta ser muy avispado para toparnos con una suerte de
procesos entre los que destaca aquél del que en breve conmemoraremos su
aniversario, en base al cual en nuestro país resultaba imprescindible declarar
inaugurado un proceso destinado entre otras
a certificar cuáles habrían de ser los planteamientos cuando no los
procedimientos con los que nuestro país estaba llamado a exorcizar sus viejos
fantasmas.
Erigimos así pues los viejos esquemas, los que nos son
propios, y ejerciendo ese santo proceder que
tan bien nos caracteriza, pusimos de manifiesto una vez más nuestra incapacidad
para saber a ciencia cierta con quién estamos, dejando claro que en España nada
une más que tener claro contra quién estás.
Fue así cuando cansados de los sistemas, apostamos de nuevo por la recuperación de la
Ideología.
Fue entonces cuando la
libertad nos explotó en la
cara. Ser libre era ya una complicación, pero argumentar cómo
se vivía en el uso de tal aptitud se erigió en una auténtica epopeya. Ni los
pioneros de las praderas americanas requirieron de tanto valor cuando
iniciaron su penosa aunque esperanzada marcha hacia el Oeste.
Fue entonces cuando comprendimos que la Ideología quemaba
templos, desataba persecuciones furibundas, parecía justificar guerras e
incluso rompía amistades fraguadas en el transcurso de decenios. Y sin embargo
se quebraba en mil pedazos cuando se hallaba en la base del comportamiento que
se traducía en el llanto de un niño hambriento.
Abandonamos entonces la Ideología, y apostamos por las
personas. Fueron éstos los tiempos de las grandes
personas. Grandes personas, incluso personas grandes, que de una o mil
maneras parecieron fomentar en este caso la esperanza de que los vanos que tanto los sistemas, como
incluso las ideologías habían dejado, serían ahora cubiertos por una suerte de
magia que en este caso como una incipiente aura rodeaba en consecuencia a esa
restringida caterva de elegidos en apariencia llamados si no a cambiar el
mundo, sí cuando menos llamados a conocer en exclusiva sus límites, y los del
mundo tambíén.
Fue entonces cuando el ídolo
se hizo hombre, cuando el Dios se
hizo Carne. Cuando la ensoñación se
tornó más bien en pesadilla. Cuando una vez más hubimos de comprobar que ahora,
tal vez no más que antaño, estamos legítimamente solos.
Pero constituye la soledad en este caso el último vestigio
de responsabilidad. Porque detrás del atisbo de miedo que parece reducir la
valía de quienes tienen la fuerza para asumir el peso de lo que ya es a estas
horas evidente certeza; no se esconde sino una suerte de abulia que en este
caso, lejos de resultar contraproducente, se erige en la máxima traducción de
sentimientos a la que puede aspirar un individuo que, convertido en ciudadano
en tanto que ente que ha asumido voluntariamente arrogarse el peso de la Ley
que le identifica como libre precursor de la Democracia así como de los procederes
que le son propios; se ha ganado el derecho a seguir esperando.
Esperar es el ejercicio que se le atribuye a quien ejerce el
derecho activo a la esperanza. ¿Esperanza de hallar un Sistema adecuado?
¿Esperanza de redactar los parámetros que delimiten es espectro metafísico de la Ideología Perfecta ?
Tal vez, y a lo sumo, esperanza en ser dignos de seguir
esperando.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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