Imbuidos, qué duda cabe, en el contexto llamado a sernos
dado por la interpretación religiosa y cultural que del instante destinado a
ser considerado como presente nos toca, es que a partir de la dificultad que
supone el tratar de aislarnos de manera consciente de tal hecho que llegamos
siquiera a intuir la importancia del mismo.
Superado, siquiera de manera funcional, el tabú destinado a
pergeñar cuál ha de ser la conducta llamada a ser reconocida como propia y debida por parte de quien se
cree libre de las ataduras que la Religión ha logrado tejer a lo largo y ancho
de la esencia del Hombre, (ataduras
que se hacen evidentes cuando algunos llegan a afirmar que solo en el
reconocimiento de tal condición puede El Hombre reconocer la tal llamada esencia), es cuando en uno va tomando forma la consciencia de lo
impropio no ya del procedimiento, como sí más bien de la esperanza de que
el mismo pueda aspirar al merecimiento de llegar a buen puerto.
Antes de llamar a confusión, de la cual podemos hacer gala
si alguien extrae de la presente no ya la certeza que sí ni por ventura la
conmiseración, en base a la cual pueda interpretarse que estamos cuestionando la creencia, ni por supuesto el derecho a
tenerla, no habrá de ser por ello menos cierto que lo que sí podemos traer
a consideración son los motivos que han llevado a dar por sentado de manera evidente que en estas fechas, toda la realidad parece inexorablemente revertir en la
necesidad de ser conjugada en Tiempo y Modo “de Semana Santa”.
Si bien mi tránsito por la realidad ha servido para
convencerme de que la Religión parece haberse erigido no ya en un medio, cuando
sí en un fin, destinado no tanto a comprender al Hombre como sí más bien a
explicarlo; lo cierto es que una de las pocas consideraciones por las que nunca
consideraré baldío el tiempo destinado a su comprensión, es específicamente la
que transita por la senda llamada a diferenciar (siquiera a forma de lindero)
al Hombre Religioso, del llamado a no serlo, o a no considerarse como tal.
La cuestión parece extraña, incluso si me apuran,
extravagante. Sin embargo, unos instantes de reflexión habrían de ser
suficientes para comprender el cúmulo de dificultades a las que ha de
enfrentarse quien libremente decide escindir el que en apariencia es inexorable
vínculo que según tales está llamado a unir al
concepto Hombre, con el procedimiento Proceder Religioso.
Si bien los estudios antropológico parecen alumbrar a estas
alturas ya con suficiente soltura la tesis según la cual el hecho de la Creencia representa en sí mismo uno de los pilares
fundamentales sobre los que se asienta la
certeza diferencial del Hombre respecto del resto de entes llamados a compartir
con él el planeta; tal extremo no justifica (y hacerlo supone una paradoja
solo comparable a la de hacernos trampas
jugando al solitario) que no tanto el
hecho religioso como sí más bien el
actual hecho religioso esté en realidad llamado a ostentar el nominativo de
hecho esencial del Ser Humano.
No es sino la cuestión que parece surgir de pasada, a saber la de la
interpretación, la que rápidamente pasa de
cuestión coyuntural, a hecho
diferencial por excelencia ya que no es sino la consolidación de la certeza
vinculada al hecho de interpretar lo
llamado a enfrentarnos a una certeza: La
dada en llamarse “cuestión religiosa” no es en realidad más que “una
interpretación”, sujeta por ello a la variable propia de la subjetividad
que de manera imprescindible ha de aportar el ser llamado a erigirse en sujeto
de la controversia en sí misma, lo
que como tal condiciona hasta el punto de volverla inoperante toda vez que la
condición de dogma (hecho
imprescindible en todo quehacer religioso) resulta del todo intransitable de
insistir en hacerlo por caminos llamados a ser compartidos con cuestiones
plagadas del relativismo del que implacablemente ha de estar revestido
cualquier hecho o concepción tamizada por la subjetividad.
Dicho lo cual, la cuestión capital se traslada. Ya no se
trata tanto de saber si somos o no entes
destinados a desvelar los misterios insondables por medio de la Religión, como
sí más bien de decidir en qué medida tal convicción parte de un engaño, cuando
no de una manifiesta estafa; La que se deduce de confundir el hecho religioso, con la disposición para la Creencia.
Si bien el Hombre participa activamente del hecho de la creencia, como se desprende de lo bien que se
bandea ante un concepto que en condiciones normales parecería destinado al
absoluto fracaso (no en vano la creencia está vinculada a lo metafísico, y el terreno propio de tal es lo inaccesible, siquiera cuando para ello empleamos de manera
exclusiva lo llamado a proporcionarnos información
evidente, o sea, los sentidos), no es menos cierto que las múltiples formas
que la Historia siquiera nos regala en base a las cuales tal proceder parece
correcto, no son en realidad sino manifestaciones modificadas de forma nefasta
con el único propósito de generar una suerte de interpretación llamada a ser
tomada en su generalización como una forma de norma, llamada a erigirse en Ley.
Pero no es sino el pasado, o si se prefiere, la
generalización de tal en lo que habrá de llamarse Historia, lo que en última
instancia derrumbará de nuevo el melifluo edificio sobre el que algunos
inconscientemente depositaron sus esperanzas a la hora de construir algo quién
sabe si verdaderamente enorme para la
Humanidad, o a lo sumo grande para
algunos Hombres.
Indagamos así pues sobre nuestro pasado más remoto (o cabría
decirse que sobre el más propio), toda vez que es el que nos concierne al
encerrar las pautas imprescindibles de cara a comprender el proceder que nos
convirtió en Hombres, o a lo sumo en lo que somos, y es entonces cuando
paulatinamente topamos con parecidos procederes muchos de los cuales hubieron
de tener, por activa o por pasiva, resultados tan o incluso más espectaculares
que el que hoy se vuelve objeto de nuestra consideración.
Así por ejemplo, el conocido como Paso del Mito al Logos, encierra de manera evidente no solo en su
genética que sí más bien en los procederes que por avenencia le son propios, una
suerte de protocolo cuya manifestación es evidentemente reconocible en lo que
concierne al rito. Abandonado así el
coeficiente metafísico, el Hombre se
siente libre toda vez que una manifestación, hasta ese momento tenida por
original, viene no a erradicar que sí a sustituir, los procedimientos de lo que
a partir de ese momento será tenido por antiguo, por obsoleto. La jugada será
maestra, pues la Ciencia viene a sustituir en el continuo espacio tiempo a la
Religión, al convertirse en el nuevo generador
de magia, pues a la mera producción en serie de baratos trucos de magia puede resumirse para muchos la necesidad no
de entender, que sí en muchos casos de aceptar, lo que nos ha sido según ellos dado como realidad.
Se guarda pues el prestidigitador el mejor truco para el
final, como no podía ser menos. Y es entonces cuando del engaño se impone la
verdad, o su apariencia, pues no en vano la (Cre ) encia va delante de la () Ciencia…
Una vez más, de la incapacidad para comprender la verdad
erige en demonio ¿cómo no? su mentira.
Un año más, las virtudes son renovadas, los silencios se
elevan categóricos en el esplendor propio del cinismo, y el círculo vuelve a
cerrarse.
Porque como dicen Las Crónicas de San Anselmo: No en vano habréis de recordar que solo el
penitente pasará.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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