martes, 17 de julio de 2012

DE CUANDO NO TE GANAN, SINO QUE TE DERROTAN.


¡Qué grande es el Castellano, por Dios! Pues cuan pocas Lenguas permiten tantos giros, uno por cada sentimiento que necesitas expresar.

Miro sobrecogido a mi derredor, y compruebo sobresaltado el dispar efecto que las últimas manifestaciones de la furia gubernamental ha tenido entre el común. Y no, auque pueda parecer no me estoy refiriendo ni a la bajada de sueldos de la Monarquía (qué sufridos ellos), ni tan siquiera a la patada en lo más íntimo, la seguridad que aparentemente aportaba la condición de “funcionario”. Me estoy refiriendo a esa otra la enconada lucha que este Gobierno mantiene con las condiciones y conductas derivadas que llegados a estas alturas, aún nos permiten reconocernos como Personas, y lo que es más escandaloso, como Personas Libres.

Haciendo un escorzo físico, que no semántico, uno puede comprobar, siempre que tenga paciencia y tiempo para ello, tal vez por eso los parados se han convertido para el Gobierno en una de sus mayores pesadillas; los cada vez más denodados esfuerzos puestos en práctica por el Ejecutivo, en pos primero de barrer todo vínculo que uniese a la plebe con las instituciones que lo representan, desarrollando a continuación otra admirable maniobra que se materializa a partir de la total y absoluta desvinculación que el Pueblo siente ahora hacia la Clase Política que le representa.

A pesar de todo, el mayor logro es el que está por llegar. Recuperando la imagen del escorzo, tendremos que echar la vista atrás, con mucho cuidado eso sí de no esguinzar las cervicales, para ver cómo nuestros derechos nos van, poco a poco, abandonando sin remisión, acompañados eso sí, por la aviesa letanía de los que están convencidos de que ése es precisamente el precio que se hace necesario pagar, si queremos recuperar algún día nuestro ya del todo perdido, y casi ni recordado status quo, al menos en el terreno de lo sempiterno económico.

Y es entonces cuando, en un último alarde de sentido común, recuperado un último atisbo de decencia moral; vemos reaparecer a lo lejos, disimulada en la línea del horizonte, la imagen difusa de aquello que fueron los sueños de libertad de los que previamente lucharon por nosotros.
Es llegado ese instante, cuando algo se nos revela dentro, en lo más íntimo de nosotros, allí donde no llega el vibrar de la televisión, porque sería igualmente deglutido por el exceso de amargura que aportan nuestros ácidos gástricos. Y aquello que nos fue revelado, nos obliga ineludiblemente a rebelarnos.

Así, rotas nuestras cadenas como han de ser rotas, o sea, desde dentro, con absoluta convicción, es que comienza de verdad la única y verdadera revolución. La que comienza por uno mismo. La que te lleva a cuestionarte de manera seria, recta y cabal vamos, el nivel de implicación que para con tus derechos y deberes tienes. Y de ahí, a someter a consideración todos los principios, tanto propios como de la comunidad de la que formas parte, hay verdaderamente tan sólo un paso.

Y es entonces cuando, como si de una luz cegadora se tratase, que comprendes de manera inexorable la verdadera condición de necesidad que sustenta, hoy por hoy cualquier atisbo de rebelión.
Es así la rebelión el único comportamiento que le queda a la persona. Una vez han sido abolidos uno a uno todos los mecanismos de los que lenta y pacientemente nos habíamos dotado, en pos siempre de canalizar nuestras energías y demandas; es que comprobamos la otrosí imperiosa necesidad de recuperar no sólo el espacio, sino fundamentalmente el tiempo, que nos ha sido cínicamente expoliado.
Se desprende entonces que no es sino la propia Sociedad, que en el colmo de lo pernicioso se regodea ahora del brillante traje con el que la ha vestido la nueva realidad, la aboga de forma abierta y descarada porque comencemos ya esa revolución, marcadamente conceptual, que nos llevará en este caso no al descubrimiento de nuevos territorios, sino a la recuperación de los que una vez, no hace mucho tiempo, fueron nuestros, comenzando por nuestras calles, parques y plazas.

Acudimos prestos y respetuosos al diccionario (de Filosofía en este caso) por aquello de redefinir con orden los nuevos principios de la era. Buscamos los que habrán de volver a ser los primeros entre los principios, y es entonces cuando descubrimos Dignidad: (…) Dícese de la capacidad exclusiva de la persona de descubrirse o identificarse a sí misma; en tanto que de describirse en el ejercicio de los actos que reconoce como buenos, en tanto que propios o dignos de ser reproducidos.
Y es entonces cuando, al más puro estilo dialéctico, que la verdad se abre paso a partir de la contradicción que se suscita, cuando comprobamos cómo es precisamente éste, el tiempo más indigno de cuantos al Hombre le ha tocado vivir.

Si la dignidad es un principio, inalienable por definición, no es trata ya de que éste nos ha sido arrebatado, sino que realmente nos hemos desprendido del mismo, acudiendo engañados a las arengas y farfullas con las que el Sistema nos regalaba los oídos, día sí, día también.
Basta entonces un instante, concedido a partir del ejercicio sincero de la autocrítica, como suficiente para comprobar hasta qué punto nos encontramos hoy en día lejos de la consecución no ya de los ideales eternamente perseguidos, sino de los logros en otro tiempo no muy lejanos, realmente conseguidos.

Entonces ¿Cómo hemos llegado a semejante nivel de depravación? Sencillo, hemos dejado que el Sistema desbordara nuestros límites, confiriéndose en unas ocasiones atribuciones que no le competían, restándole en todos los casos capacidades al género humano. Restando en cada una de ellas la parte de libertad que iba implícita.

Y es así que entonces la paradoja se muestra ante nosotros con toda su magnitud. He aquí que el principio que ha de perseguir la nueva revolución pasa inexorablemente por la restitución de los viejos limites, aquellos que fueron burdamente destituidos por el Capitalismo, en su burdo esfuerzo por definir una nueva realidad, inútil en cualquier caso en tanto que el desarrollo de los principios que le eran propios atentan de manera ineludible contra la base del tejido que da forma al tejido moral humano.

En el Derecho, es ahí donde radica cualquier intento de éxito de la nuestra revolución, aquella que ha de pasar, inexorablemente y desde el principio, por restañar todos y cada uno de los deterioros intrínsecos y masivos a los que la nueva Sociedad nos ha abocado.

Comencemos pues, por asumir nuestras responsabilidades.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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