En el día en el que todavía se recuerda por quién doblaron las campanas, es de ley traer de nuevo a colación el contexto en base al cual
ciertos de los acontecimientos manifestados, adquieren si no visos de
justificación, sí que cuando menos, pueden llegar a proporcionar el entramado
que, sin grandes esfuerzos, bien pudiera proporcionar la excusa cómplice desde la cual comenzar a desenrollar la madeja que
unos y otros enredaron.
Acudimos pues a la perspectiva
del tiempo, en pos del cúmulo de certezas que la misma siempre atesora,
aunque no tenga siempre motivos para desvelarlos. Así, salvada la primera
barrera, la de la pereza, comprobamos de nuevo, con la desgana propia de la
rutina, la verdad en base a la cual las aberraciones cometidas, beben siempre
de dos fuentes perfectamente definidas. En una, la de los actores,
identificamos a aquellos de cuya acción directa se extraen consecuencias
directamente inaccesibles al criterio de la normalidad. Son
pues, los responsables por acción
directa. Al otro lado, pero no demasiado lejos, vierte sus aguas la fuente
a la que en este caso acuden aquellos que, argumentando desde la omisión del cumplimiento del deber, descansan
tranquilos convencidos de que, la aparente ausencia de responsabilidades, les
exonera de toda obligación de cumplimiento de culpa, ya pueda ser éste
presente, o futura.
Necesitamos llegar a este punto, en estas circunstancias,
para poder empezar a esbozar un escenario proyectado en este caso desde el
pasado. Un pasado no demasiado lejano bien es cierto, si nos atenemos para
definirlo tan solo a criterios puramente cronológicos, y que por ello se nutre
de los acontecimientos desarrollados mayoritariamente en la década de los
ochenta.
No es necesario, ni se encuentra entre nuestras intenciones
inmediatas, llevar acabo aquí y ahora una oda
a los tiempos pasados, o más concretamente un homenaje a la nostalgia,
forzada en la inherente necesidad de ordenar los recuerdos.
Mas lo que sí que haremos será esbozar brevemente el
contexto situacional en torno del cual se desarrollaba, y del que por otro lado
manifiestamente participaba, el gran conglomerado de personas, cada una con sus
circunstancias y peculiaridades, muchas de las cuales se expresaban por medio
de las más diversas ideologías, que hoy por hoy si hiciéramos el merecido
esfuerzo, podríamos recordar.
Fueron sin lugar a dudas años intensos. Momentos de gran
importancia e interés, en los que la certeza de que cosas históricas estaban al cabo de la calle, se desayunaban con
absoluta naturalidad.
Recordamos tales tiempos con nostalgia. Y una vez superada
tal emoción, solo una cosa parece mostrarse ante nosotros con certeza clara y cristalina, la que
procede de comprobar que, de nuevo, la única constatación que podemos llevar a
cabo de manera inalterable es la de comprobar que, efectivamente, aquella fue
la época en la que comenzaron a vendernos
el sueño.
Porque puestos ya en situación, y siempre que seamos capaces
de aplicar la imprescindible sinceridad, la que procede de entender que
engañarnos a nosotros mismos no servirá finalmente de nada; habremos de superar
la costumbre humana de edulcorar los
recuerdos para, finalmente reconocer que pocas cosas, por no decir ninguna,
han cambiado realmente.
Puestos en semejante tesitura, y toda vez que el brillo
deslumbrante de las luces no nos haya llevado a perder toda la perspectiva,
podremos llegar a comprobar cómo, en contra de lo que interesadamente se
promueve desde diversos sectores, la realidad no de la Política, sino del grado
de participación del común en la
misma, no difería realmente mucho de aquél que, hoy por hoy, se practica.
Así, una vez superado el rancio
tufillo de los obstruccionistas, y desbordado el afán de construcción de
los que se dejarían cortar la mano en una apuesta en pos del aperturismo brutal de la Ley que regulaba el
régimen de manifestaciones en 1981; lo cierto es que la actual situación no
desmerece en exceso, a aquélla que hoy traemos a colación.
Y como muestra, un botón. ¿Cuántos referéndums, entendiendo tal fenómeno como muestra máxima de
Democracia; se convocaron realmente en aquél periodo? Pues sí, uno, el
destinado a promover o no la entrada de España en la Organización del Tratado
del Atlántico Norte. Que para más INRI no
solo no era vinculante, sino que su resultado fue, manifiestamente ignorado.
En consecuencia la gran batalla perdida, la deuda que lastra
indefectiblemente la salud democrática de
nuestro país, pasa inexorablemente por la comprensión de la obligación de
tomar abierto partido por una participación más
real en los quehaceres democráticos del país. Acudir cada cuatro años a
depositar el sufragio constituye hoy
por hoy un hecho tan importante, como insuficiente de cara a justificar, en
caso de hacerlo como único planteamiento, la apuesta que cada uno de nosotros
hace por la realidad política de su país.
Dicho lo cual, ¿estamos realmente diciendo que la actual
situación de países como España no se diferencia en lo que atañe al hoy, de lo
sucedido en los últimos treinta años? Evidentemente no. Lo que sí que decimos,
y lo hacemos además dejando escaso margen para el error, es que las
circunstancias que en aquél momento convergían para dar lugar a la realidad del
instante, se encontraban inalienablemente controladas por personalidades
insignes, las cuales acompañaban la toma de sus decisiones, de un hábito de
notoriedad procedente muchas veces de su marcado carácter, el cual ayudaba
mucho a la hora de justificar ciertas conductas.
KHOLL, MITERRAND,
GONZÁLEZ, incluso por supuesto la recién desaparecida THATCHER, conformaban un
elenco de personalidades cuya talla política, tan desconocida como añorada hoy,
suplían con resultados no solo satisfactorios, sino francamente interesantes,
la caterva de atrocidades, incompetencias y continuas manifestaciones de
cretinismo, que día tras días sazonaban el activo y multidisciplinar
conglomerado desde el que se intuía tamaña realidad.
Los que recordamos aquéllos tiempos, lo hacemos no sumando
certezas, sino aglutinando sensaciones. La sensación que nos producía la Guerra
Fría , la
sensación que nos producía la Guerra de las Malvinas, o por qué no, la
sensación que nos produjo el sempiterno
derrocamiento del Comunismo, constituyen una larga cadena de emociones de
las cuales extraemos la certeza de que aquélla fue una época destinada a ser
vivida más con el estómago, que con la cabeza. En contra de lo que realmente queramos
creer.
Una vez salvado el efecto del sol en los ojos, podremos sin
duda comprobar la certeza por muchos, cada vez más; intuida, de que en realidad
nos han engañado.
Se nos ha hecho partícipes de una ilusión de la que en
realidad nunca fuimos verdaderos artífices, creada con el único y firme
propósito de darnos el marco de referencia al cual ceñirnos, no solo para
controlar nuestras acciones más
materiales, sino fundamentalmente para limitar nuestro espacio de creación
metafísica.
Castraron nuestra aptitud creativa mediante la limitación
con medios finitos, de un espacio aparentemente infinito, el de la realidad
onírica.
Y como tal crearon nuestro sueño. El de un mundo
democrático, en el que un hombre libre participaba permanentemente de una
realidad política que no solo no estaba limitada, sino que realmente se
ampliaba cada día mediante el desarrollo de leyes destinadas a su vez a lograr
la consagración de un hombre que tenía en la
norma marco, (la
consabida Constitución ), la panacea destinada a su propio
autodesarrollo.
Y como si de una paradoja sociológica se tratara, justo a
los treinta y cinco años, lo que dura una generación, la burbuja se ha ido al
traste.
¿Le cabe pues a alguien duda de que la actual crisis, al
menos en sus términos estructurales no procede sino de comprobar que durante
demasiados años hemos estado viviendo de los réditos ilusorios de unos sueños
que en realidad, no eran los nuestros?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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