miércoles, 3 de abril de 2013

DEL INEXORABLE CAMINO HACIA LA BARBARIE.


Una de las máximas que preside cualquier estudio sociológico en relación a los motivos que llevan al Hombre, en tanto que integrante de un determinado grupo social, a abandonar su albedrío, para cederlo de manera aparentemente incomprensible en pos del bien común, dice, una vez superados, al menos de momento, los condicionantes morales; que tal paso se da desde la manifiesta convicción, entendida ésta evidentemente a posteriori, de que con ello se facilita el de otra manera engorroso, difícil, y tal vez de haber optado por cualquier otro método, imposible, de la toma ordenada de decisiones.

Superado el mero criterio cuantitativo, esto es, aquél que centra su predisposición en la simple cuestión procedimental según la cual el mero hecho de acumularse gente en demasía en pos de la catalogación como bueno o malo de un cualquiera hecho, dificulta cuando no imposibilita directamente la correcta toma de decisiones; es por lo que nosotros nos hallamos francamente en condiciones de ir un poco más allá esto es, de lanzarnos a la franca búsqueda de los verdaderos por intrínsecos, motivos que llevan al Hombre, en tanto que individuo, a sumergir su poder manifestado hasta entonces en la independencia, en las profundidades de la exigencia moral que representa desde el principio la incipiente sociedad, sin que ello suponga la destrucción en contra de lo previsible, de la independencia del individuo.

Hemos de acudir pues, y sin duda lo hacemos gustosos, al acervo de calidades, en este caso cualitativas, que rodean, cuando no justifican, la que supone acción de protocolo que dota de plena vigencia nuestro quehacer hoy, y que pasa por tratar de entender las causas razonadas que llevan al individuo a asumir como positivo, incluso o en especial para él, la cesión de su autoridad ética, real en tanto que sometida a su único arbitrio, en pos del bien común, algo por definición matizable, toda vez que sujeto a la moral del grupo.

Valorado el volumen de la pérdida, hemos de entender si no de interpretar el volumen de la concesión aunque, ya de entrada resulte casi imposible para la mente humana llegar a discernir la existencia de algo que pueda sustituir por su valor a aquél que se dispone de lo que no es sino el comportamiento basado en la absoluta libertad del individuo.
Dado que resulta sumamente difícil, cuando no abiertamente imposible, llegar a interpretar la existencia de algo material cuya realidad finita pueda tan siquiera igualar el valor de lo descrito, es por lo que indefectiblemente hemos de confeccionar una nueva búsqueda centrada en este caso en campos más ambiguos por no decir del todo abstracto.
Buscamos pues, una Idea.

Son las Ideas, “en tanto que tal”, un aspecto ligado al proceder evolutivo del Ser Humano. Por ello tienen su correcta ubicación cronológica, atendiendo en el caso que nos ocupa no al mero paso del tiempo, sino más bien al grado de afectación que para El Hombre como realidad evolutiva, tienen tales acontecimientos.
Así, en el caso que nos trae aquí hoy, ubicamos nuestro momento culmen en el entorno de hace unos ocho mil años, justo en el momento en el que tiene lugar la aparición de las primeras ciudades propiamente dichas, momento en el que surge la primera necesidad propiamente dicha, de proceder de manera ordenada con la conformación del primer modelo absolutamente jerarquizado.

Surgen las aglomeraciones urbanas, y con ellas la primera verdadera necesidad de organización. Nacen los primeros Caciques, que ascienden a reyezuelos toda vez que precisamente en pos de justificar su existencia (primer debate sobre la diferencia entre autoridad y poder), adquieren funciones de control de los mitos, y de la incipiente religión después, cuando se les atribuye la condición que ellos no dudan en aceptar, de controlar los protocolos ligados al control de las actividades asociadas al enterramiento de cadáveres.

Es así como autoridad y poder, términos a priori antitéticos toda vez que la autoridad es un resultado actitudinal de marcado componente ético, asociado al carisma que el individuo en cuestión atesora de manera netamente actitudinal; mientras que el poder es en realidad la resultante de un sumatorio fundamentado en la cesión de poderes que una serie de individuos pertenecientes a una comunidad llevan a cabo, en pos de uno de ellos, que adquiere así un mandato de marcado carácter moral, al serle tal poder sencillamente atribuido esto es, nada tiene que hacerlo evidente a priori, reduciendo entonces el poder a una concesión, por ello a una actitud no ligada a condición previa innata alguna (moral).

Atendiendo a cánones “más modernos”, El Gran Pueblo de Roma comenzó su organización bajo el formato más sencillo que el modelo de organización postulado preconiza. Se trata del sempiterno uno manda, y los demás obedecen. La cuestión capital pasa inexorablemente por los motivos que han de llevar al mandado a aceptar como propios los motivos que justifican lo mandado, cuando no a asumir lo propiamente mandado.
Bajo tales auspicios, un Rey, Monarca para más empaque, consolida su poder mediante la imposición efectiva de su voluntad a un grupo que no las acepta en tanto que tal, sino que lo hace verdaderamente porque atribuyen la certeza de las mismas al mero hecho de su procedencia, en este caso la propia voluntad regia.

A partir de ahí, el protocolo de circunstancias que llevan a aceptas, cuando no a consolidar el modelo de mando, evoluciona inexorablemente adecuando su evolución al ritmo que adopta el modelo observado.
La primera concesión, basada en criterios un tanto románticos, evoluciona luego hacia otros más evidentes en tanto que apoyan su criterio en el brillo de la espada. Pero la espada muestra su condición de mortales tanto a reyes como a plebeyos, de ahí que pronto resulte imprescindible erigir en torno al elegido, una barrera imperturbable basada no en el miedo, sino en la convicción infinita, la que procede de aceptar la franca y directa relación que existe entre el dirigente, y el Dios o Dioses que conformen la iconografía del respectivo Pueblo. Relación que, como es obvio, habrá sin duda existido desde siempre, apareciendo con ello el otro gran aspecto inexorablemente ligado a tal concepción de poder, el de la eternidad.

Pero tal modelo fracasa, haciéndose imprescindible el retorno al reforzamiento del poder por medios explícitos, conformando con ello los elementos que de una u otra manera perseveran hasta el Renacimiento.
De ahí a la Revolución Francesa, y a la incipiente Democracia. El otro momento capital, por que ¿cómo demonios encajamos “El poder unipersonal”, con la fuerza esencialmente gregaria de la identificación de éste con el “Demos”.

Es así que llegamos implícitamente al final de nuestro recorrido de hoy. Aquél que  ha perseguido la confección de una descripción comprensible del protocolo seguido por la idea de monarquía a lo largo de la Historia, y que tiembla ahora de cara a hacerlo comprensible dentro de los condicionantes actuales porque ¿cómo hacer creíble, sin caer en el absurdo, que el haber nacido en tal o cual familia capacita de verdad a la hora de hacer más creíble la voluntad de un miembro de la sociedad en cuestión?

Nos vemos pues obligados a editar de nuevo la escala de valores que regía a la hora de hacer comprensibles los motivos que han llevado a acreditar el don monárquico a lo largo de la Historia.
Transitamos así del mero poder al miedo a las armas, pasando luego al poder sacro, volviendo después al del contrafuerte militar.

Y todo ello nos lleva a un aquí, y a un ahora. En ellos, la única justificación que pueden esgrimir no ya los propios adeptos al modelo monárquicos, sino los propios agentes causales, es la aparente condición de ejemplaridad que supuestamente rige sus conductas y describe pues sus vidas.

En consecuencia, cuando semejante modelo resulta desbordado en lo concerniente a sus consideraciones estrictamente morales. Cuando los valores aparentemente exclusivos de cara a justificar la exclusividad del selecto grupo que los atesora, condicionándolos exclusivamente para ejercer aquello para lo que están catalogado, mandar; salta por los aires al ver cómo el sueño en el que vivíamos se hace pedazos cuando comprobamos como plebe que aquéllos que tenían sangre azul sufren y adolecen de los mismos vicios que nosotros, es cuando comprendemos que hemos sido, nuevamente, engañados.

Y es llegado ese momento, una vez flanqueada la última puerta, que incluso para los más firmes defensores de la monarquía, hoy va a ser muy difícil demostrarse a sí mismos la otrora evidente realidad de la necesidad de la existencia de una institución como la monarquía.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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