miércoles, 18 de septiembre de 2013

DE LA TRANQUILIDAD QUE PROCEDE DE DILUIR LOS MALES EN LA MASA.

Decía Arthur C. CLARKE que salimos a poco más o menos treinta fantasmas por cada Hombre que, en la actualidad, tiene a bien poblar la Tierra.
Si logramos no ser excesivamente desafortunados en nuestros cálculos, obtendremos, en pos de la diligencia de la verosimilitud, la tremenda cifra de algunos cien mil millones de almas que bien pueden haberse hallado en alguna ocasión reposando sobre la faz de aquello que, hoy por hoy nosotros compartimos.
Siguiendo con tales condicionantes, o quién sabe si en fase de ampliar nuestras miras, lo cierto es que hasta esos mismos cien mil millones se eleva la cifra de estrellas que conforman nuestra Vía Láctea. Añadan a continuación un número mínimo de las mismas que puedan conformar espacios y tiempos acuciantes para lo que tenemos a bien definir bajo el ambiguo término de circunstancias viables para la vida, y sin duda acabaremos llegando, más pronto que tarde, a curiosas a la par que interesantes conclusiones.

Cien mil millones de almas, agrupadas todas ellas bajo el paraguas que respectivamente les proporcionaran los respectivos modelos sociales bajo los que tuvieran a bien aglutinarse. En todo caso infinidad de modelos, pensamientos, estructuras y realidades, encargadas cada una de ellas a su vez de dar respuesta a las múltiples incidencias que la Historia tuviera a bien poner delante de los mismos, conformando con ello un cúmulo de ecuaciones cuya solución aparecería, indefectiblemente ligada al contexto propio de cada una de esas realidades sociales.

Redirigidos ya nuestros acuciantes pensamientos a la por otro lado densa realidad que se nos regala, lo cierto es que parece indiscriminado, casi soez, retrotraerse en el espacio y el tiempo en busca de complicaciones. Es en realidad casi un ejercicio perverso una vez comprobado el estado en el que se encuentra el escenario que conforma nuestra realidad cotidiana.
A título de explicación, cuando no casi de disculpa consentida, habemos de acudir una vez más a la hemeroteca. En ella, tras un rato de búsqueda, acortada bien es cierto ante la ventaja que proporciona el saber lo que buscamos, encontramos una vieja cita según la cual “(…) así cuando uno es objeto de engaño una vez, puede acudir a la protesta. Cuando uno es objeto de estafa por segunda vez, quizá tenga derecho de amparo en la habilidad de aquél que le engaña. Mas cuando uno es objeto de estafa por tercera vez, quizá haya de ser consciente de la existencia de una mínima posibilidad que le haga partícipe, si no responsable, de la naturaleza del engaño.”

Si en más de cien mil millones de almas hemos cifrado el número de realidades con sentido humano que han poblado la faz de la Tierra, sin duda un número mucho mayor ha de ser el de ideas que se han suscitado en pos de determinar tanto nuevas formas de gobierno, como maneras de resolver los problemas con los que las antiguas formas de gobierno se enfrentaban.
Ideas, teorías, pensamientos pues todos ellos encaminados a visualizar, cuando no abiertamente a crear y en contadas ocasiones a consolidar, estructuras de pensamiento que por su buen hacer, o por su adecuación a la realidad vigente en cada caso, lograban materializarse en el más amplio sentido de la palabra, consolidando con ello “realidades” estructurales en torno de las cuales “acababan por pender” la práctica totalidad de los elementos sociales existentes, y en muchos casos aún pendientes de existir.
Mas el desarrollo e incluso la consolidación de estas en muchos casos ingentes realidades, topaban siempre con la realidad mortecina que consistía en nacer muertas, al llevar implícitas en su génesis la certeza de su absoluta destrucción la cual, inexorablemente habría de ocurrir en una mera cuando no sencilla cuestión de tiempo. No en vano el propio nacimiento de cada una de ellas, contaba en su acervo primigenio con la constatable condición de ser en sí mismas el resultado de la destrucción de la realidad que había existido previamente.

Es así que cualquier atisbo de absolutismo, vinculado a la consideración de la más mínima cuestión dogmática, que existe en forma de búsqueda de un sueño de pervivencia o infinito, queda así definitivamente descartado. El estudio pragmático nos lleva, unívocamente, a la constatación de la desaparición palmaria de cuantos llegaron a elucubrar alguna vez con el máximo sueño, el de la pervivencia.
Alejandro Magno, Aníbal, Escipión y muchos otros, así pueden constatarlo.

Una mera constatación de la realidad nos lleva a comprobar cómo, la simple y sencilla revisión de los acontecimientos, nos obliga, no obstante, a considerar con mucho cuidado el atisbo de excusa que hasta el momento parece subyacer a mis palabras.
Una de las circunstancias históricas que más me place a la hora de constatar hechos como los que hoy trato de dilucidar, se da en Toledo, en torno al año 589. Más allá de ser en aquél III Concilio de Toledo donde el Reino Visigodo abandona las tesis Cristianas auque arrianistas, para pasar a abrazar las doctrinas cristianas, todo ello bajo los auspicios de Recaredo, lo cierto es que, a pesar de la transcendencia del hecho, aquello que más me llama la atención es el poder comprobar cómo, curiosamente, Arrio nunca pudo presumir conscientemente de tener la provincia de Hispania entre aquéllas que le profesaban dado que, en el espacio de tiempo que unió los hecho descritos como el proceso que va de la salida del mensajero de Roma portador de la noticia del triunfo del arrianismo, hasta el reingreso de la noticia en Roma tras haber pasado por Hispania transcurrió tanto tiempo que no es que Arrio hubiera muerto, como realmente había ocurrido. Es que el propio arrianismo había caído en consideración de herejía.

Salvando lo obvio de las circunstancias, y aunque las mismas no se solapen sino en lo propio del tiempo y del espacio, lo cierto es que las evidentes conclusiones que inexorablemente han de extraerse pasan por lo irrenunciable de tener que aceptar que las diferencias obvias que surgen de la extrapolación de circunstancias cuando no de realidades tan diferentes en el tiempo; habrían de pasar por algo más que por el mero hecho de la constatación del libre transitar del tiempo para, por otro lado, alcanzar de plano aspectos más complejos, y por ello antropológicamente más satisfactorios por poder ser éstos atribuidos a la evolución.

Así que una vez que hemos desvinculado del mero tránsito de las informaciones el grado y la importancia de las conclusiones que de manera más o menos inherente pueden ir ligadas a ellas, lo cierto es que nos vemos en la obligación de acudir a circunstancias mucho más magníficas a la hora de concluir los efectos y resultados de las mismas.

Es así que de nuevo hemos de acudir a elementos mucho más representativos, a la hora de tratar de formarnos una opinión en relación a los múltiples elementos que, por bien o por mal han venido a conformar nuestra realidad. Una realidad sobre la que por otro lado aún queda esperanza de forjar un atisbo de coherencia si de nuevo, y pese al velo que todo lo cubre, somos capaces de dejar paso al rayo de claridad que la coherencia suele llevar aparejada.

Se trataría así en definitiva de hacer definitivamente comprensibles aspectos tales como los destinados a someter a consideración la posibilidad de comprender que la existencia de realidades espacio-temporales, no constituye en sí mismo un motivo válido a la hora de aportar a las realidades consideración limitativa, en esos mismos considerandos espaciales y temporales.
La comprensión de la realidad pasaría de forma inexorable por comprender así mismo que el desarrollo evolutivo de la realidad que llamamos sociedad, y de la que todos formamos parte, pasa ya inexcusablemente por comprender que el mero desarrollo de los individuos que la conforman ha conferido un nuevo marco a la realidad. Un nuevo marco que inexorablemente lleva aparejada la necesidad de modificar los parámetros existenciales, antes de que los mismos se conviertan por sí mismos en verdaderos yugos propensos a la opresión.

La comprensión de tales aspectos, cuando no al menos la puesta en plena vigencia de los parámetros que confieran actualidad al debate, conforman por sí solos una realidad lo suficientemente acuciante como para conferir por sí mismos un interés al orden de las realidades por otro lado más preocupantes que interesantes, que vienen de manera más o menos interesada, a enlodazar el espectro en el que se desarrolla la francamente viciada vida política actual.
De dar una respuesta equívoca a este debate, cuando no de no dar ni tan siquiera respuesta, bien puede depender el hecho de que dentro de unos pocos años, no ya no sea necesario remitir mensajeros, sencillamente porque realmente no quede lugar civilizado al cual dirigirlos.

Entonces, los cien mil millones de fantasmas, bien podrán exigirnos responsabilidades.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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