jueves, 15 de mayo de 2014

DE LOS “CIEN MIL HIJOS DE SAN LUIS”, A LOS 200.000 ENERGÚMENOS DE TWITTER.

Porque tales son los parámetros, que no otros, entre los cuales nos movemos a la hora de someter a consideración el tratamiento que han seguido las conductas que por medio de desafortunados mensajes unas veces, y de penosos comentarios en otras; han venido a redondear una semana tétrica, no solo por el trágico acontecimiento que en forma de asesinato ha venido a colapsarnos a todos; como sí incluso por la lamentable sucesión de reacciones, a la cual más desafortunada, que el mismo ha originado.

Vivimos tiempos oscuros. Tal aseveración, fundada tanto en la experiencia que el día a día me proporciona, como en el análisis al que la realidad me obliga a someterla cada día, me conduce a un estado de desazón definitivo prueba no tanto del ensimismamiento al que la incomprensión del momento que me ha tocado vivir me conduce, como sí tal vez con más fuerza, de la incapacidad de asumir el hecho de que hayamos permitido que tal momento llegue.

Resuenan en mis palabras ecos de renuncia. Pero sinceramente no se trata de una renuncia práctica. Se trata más bien de una renuncia conceptual. Una renuncia que procede de la asunción definitiva de que, efectivamente, hemos perdido.
No hemos perdido dinero, si es a eso a lo que pueden acabar reduciendo mi análisis, si pertenecen a aquéllos que reducen a lo meramente económico el calado de la crisis a la que nos han conducido. Tampoco hemos perdido tan solo tiempo, si por el contrario se hallan ustedes entre los que conforman el nuevo escenario de esos otros que creen estar “un poco más allá.”
Hemos perdido, efectivamente, una oportunidad.

Lejos de ánimo en pos de llegar a pensar que estamos en disposición de dar un mero atisbo de lección; sumidos más bien en la que denominaremos psicología del economista moderno: a saber la que procede de dar explicaciones, y a menudo incompletas, de las causas que redundaron en lo funesto del pasado; lo cierto es que una vez alcanzado este principio de momento, el que solo queda referenciado por este aquí, y este ahora, lo más terrible es que solo podemos llegar a tener conciencia no de lo que dejamos de ganar, sino sencillamente de lo que verdaderamente perdimos.

Perdimos. ¿El qué? Pues sencillamente la ocasión. La ocasión de ser mejores. Mejores personas, mejores padres, mejores hijos. Mejores ciudadanos, mejores integrantes de nuestra sociedad… En definitiva, mejores.
Tuvimos nuestra ocasión, y la dejamos escapar. Y digo que perdimos nuestra ocasión porque el espejismo de bonanza que logró abducirnos allá por las calendas del año dos mil, lejos de responder estructuralmente a las propuestas de mejoría económica a la que algunos se empeñaron en conducir de forma excluyente sus principios, sumiendo en un reduccionismo tétrico toda esperanza de mejora global, acabó por alejarnos del verdadero principio dentro del cual podría haberse llevado a cabo el ejercicio de evolución personal que parecía intuirse dentro del nuevo escenario que parecía manejarse dentro de la abundancia.
Pero si algún atisbo de mejora estructural se vislumbraba dentro de la bonanza material por la que todos fuimos absorbidos se acertaba a apreciar; era el que procedía del aforismo que algunos ponen en boca de Agustín DE HIPONA, según el cual, con el estómago lleno puede el hombre filosofar, siendo pues preceptivo para Dios el poder pedirle cuentas al hombre si éste, una vez satisfecha su demanda primaria, sigue sin entregar a Dios su diezmo, en forma de producción intelectual.

Cierto es que hoy, como lo era también confío desde el sentido común en los tiempos de Agustín; no es lícito, ni por parte de Dios, ni por parte de otros hombres; exigir a todos el tributo en la misma forma y cantidad en lo concerniente a producción intelectual.
Sin embargo, y acuciado ya ampliamente desde el presente, lo cierto es que la praxis devengada desde las consideraciones temporales arriba esgrimidas me lleva necesariamente a concluir que la gran oportunidad que efectivamente hemos perdido, ha pasado ante nosotros en forma de silenciosa Cultura.

No pide la Cultura pan, sin embargo requiere que el hambre haya sido previamente saciado. No pide la Cultura tributo, sin embargo la misma exige, sabiamente, que el recepto haya satisfecho previamente sus impuestos, ya estén estas deudas consolidadas con Dios, o con un amo.

Y es precisamente ahí, en la no satisfacción justa de lo oneroso de nuestra cita con la Historia, donde el Hombre del último cuarto de siglo ha fallado. Y lo ha hecho con estrépito. Con el estrépito propio haberse conducido como ciego, allá donde cualquier otro hubiera visto brillar el sol.

Y si culpable es el individuo de tal desazón. ¿Qué decir de los gobiernos? Tenedores últimos de las voluntades de los hombres, que pasan a ciudadanos, son los estados los responsables de velar por la substanciación adecuada de las necesidades de los que a título último los conforman.
Así, como un padre no tanto ilumina el camino de su hijo, sino que más bien se encarga de mantenerlo alejado de la oscuridad; así es como el Estado es culpable de dejación de funciones toda vez que no solo ha permitido, más bien ha promovido abiertamente el desvarío de sus integrantes los cuales, deslumbrados una vez más por el brillante resplandor del oro, han sucumbido a los preceptos fáciles, olvidando toda enseñanza previa en lo concerniente a apuestas morales de más abolengo. (Sí Tomás de IRIARTE levantase la cabeza.)

Es así que no tanto perdimos, como sí más bien renunciamos a nuestra cita con la Cultura.
Y si acuciante resulta comprobarlo en el caso de la constatación de tal aspecto a nivel individual, terrible resulta comprobar la obviedad del hecho si éste es observado desde la óptica macro que ofrece el Estado.
¿Significa esto que el grado de alienación en el que nos encontramos instalados es tan grande que nos impide comprobar el valor de la Cultura por nosotros mismos?
Tal parece ser la cuestión una vez prestada suficiente atención a las declaraciones referidas a las órdenes que el Sr. Ministro del Interior parece haber impulsado toda vez que la cumplida referencia a las mismas nos lleva a considerar como cierta la posibilidad de que a día de hoy exista un tropel de agentes de la Brigada de Delitos Informáticos de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado empleados ad hoc en la búsqueda, localización y posible detención de todos aquéllos que en un momento dado podamos expresar nuestra opinión por este, o por cualquier otro medio, empleando para ello unas formas que para un agente cuando menos, cuando no para su consideración, puedan ser dignos de ser considerados como constitutivos de presunto delito. Al menos queda la tranquilidad de que el único competente para declarar real la comisión de un delito, sigue siendo un juez.

Sin que obre en mi ánimo el pretender enmendarle la plana a la judicatura en el ejercicio de sus funciones, lo cierto es que la emoción que me producen las palabras del Sr. Jorge FERNÁNDEZ pueden aglutinarse, y por ende albergarse, en los mismos, cuando no en parecidos lugares, en los que guardamos no tanto solo las palabras, como sí para nuestra desgracia muchos de los actos que en los últimos meses revierten bajo el denominador común de acciones encaminadas a cercenar el uso, conocimiento y disfrute de las libertades.

No se trata de dejación de funciones por parte del Estado. Se trata abiertamente de uso perverso de las mismas. No se trata de que el Estado haya asumido el convencimiento de que los individuos por sí solos son incapaces de saber qué es mejor para ellos, se trata de entender que tal consideración al Estado, a este Estado, le da ya absolutamente lo mismo.

Es así como esta derecha, una vez considerado adecuado el momento, decreta alcanzado y superado el punto a partir del cual ya no solo se trata de engañar a los ciudadanos; se trata de impedir que puedan ser conscientes del engaño en sí mismo.
Por ello, una vez pasado el tiempo de los doberman, se declara inaugurada la era de los nuevos inquisidores. Aquéllos que serán, hoy por hoy, los encargados de mostrarnos los usos y costumbres adecuados dentro de esta nueva realidad a la que nos han conducido.

Una Sociedad que educa a sus infantes, se librará de la penosa tarea de encarcelar a sus ciudadanos.
Yo añado: Siempre que no sea eso lo que ha perseguido desde el primer momento.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.



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