miércoles, 28 de mayo de 2014

DE CUANDO NO HAY MÁS SORDO QUE EL QUE NO QUIERE OIR.

Dicen las Crónicas de San Anselmo, a la sazón uno de los libros más desoídos de cuantos se presignan en la Historia probablemente porque el día del reparto, a saber aquél en el que se decidió cuáles habían de ser los encomendados  a formar parte del Libro por Excelencia, no terminó abierto y sobre la pequeña mesa dispuesta para tan soberana ocasión en la Capilla Sixtina; que “solo el penitente pasará.”

Constituye el término penitente, uno de esos bellos ejemplos con los que a menudo nos regala el Lenguaje, en base al cual, y solo por un ejercicio de interpretación, asociado muchas veces a prejuicios del todo ajenos al propio Lenguaje, la palabra acaba por superar al concepto, lo que nos lleva a terminar por aceptar como uso más adecuado, aquél que no obstante procede de la negligente interpretación.
Es así que, penitente, no es sino quien acepta con resignación su pena, haciendo pues ésta si cabe más agradable a Dios. Por el contrario, el uso y aceptación en consecuencia del término desde la concepción negligente, no hace más que generar un espacio para la controversia, dentro del cual, una vez más, la maledicencia, cuando no abiertamente la falacia, aprovechan para colarse, enajenando con ello todo viso de virtud que derivado del arrepentimiento pudiera quedar una vez superado el error.

No parece pues muy desencaminado, llevar a cabo desde semejante proceder el que bien pudiera el necesario análisis de lo que ha sido, ahora ya en pretérito perfecto, el resultado de las elecciones al Parlamento Europeo del pasado domingo.
Antes de entrar propiamente en los activos, y máxime cuando estos son todos de lo que podríamos llamar reciente adquisición, lo cierto es que lo que verdaderamente habría de llamarnos la atención es el absoluto desmoronamiento de las viejas estructuras con el que la cita electoral nos ha regalado.

En un momento en el que los cadáveres están todavía calientes, algo gravísimo debe haber acontecido en España cuando no solo no estamos ocupados todavía en las glosas y en los epítetos, dedicados en definitiva a loar a los muertos; sino que, de manera absolutamente ajena a lo que es habitual en nuestro país, ya hemos organizado las por otro lado extrañas partidas de caza destinadas no tanto a cazar a la bestia que ha hecho esto, como sí más bien destinadas a devolver a la noche su habitual oscuridad, convencidos como estamos de que, aunque no veamos nada, se trata, sin duda, de nuestra oscuridad.

Lanzados así ya los perros, de una u otra manera, lo cierto es que muy probablemente, una vez más, Europa en este caso haya de arrepentirse de tal acción. Con alemanes que vuelven a campar por Dortmund convencidos de una nueva Noche de los Cristales Rotos, y con la certeza de que, hoy por hoy, no sabemos a ciencia cierta a quién le tocará hacer de miembro del Pueblo de Israel, lo cierto es que el mero hecho de que tales situaciones pueda si quiera volver a plantearse no demuestran sino lo lejos que en realidad estábamos de alcanzar el cumplimiento del viejo sueño de que, verdaderamente, éramos un Pueblo Civilizado.

Pero, ¿A partir de qué momento dejamos de ser efectivamente un pueblo civilizado? Pues probablemente a partir del momento en el que preferimos olvidar que ese, y solo ese había de ser nuestro destino. Destino que, una vez más, como en el caso de la obra de San Anselmo, fue sustituida de los primeros puestos del ránking de popularidad política, para acabar como aquélla, reposando bajo una mesa, olvidada y lacónica, albergando la esperanza de que alguien, algún día, la recuerde.

Miseria moral, laconismo intelectual. Sin duda dos de los más valiosos ingredientes a la hora de confeccionar un escenario válido en el que se desarrollen una vez más los ansiados menús que aquéllos que desean sin duda otro proyecto europeo, y que para nada alcanzarán su ansiado puesto sin la especial participación del tiempo, asociado imprescindible del imprescindible igualmente fermento.

Y mientras unos, los que siempre estuvieron ahí, advierten con mayor o menor fortuna del ingente peligro que supone el que el vulgo y la chusma puedan retornar a las pasada ilusiones fundadas en el hecho de pensar que eran realmente libres; lo cierto es que estos otros, los pobres lacónicos, los designados no para gobernar cuando sí más bien para diseñar proyectos de políticas encaminados a convencernos a todos de la imposibilidad real de hacer algo serio; se muestran realmente perturbados no tanto por lo que pueda o no realmente pasar, cuando sí por la certeza absoluta de que no hace falta ser EINSTEIN para comprender que efectivamente no se trata de que algo haya cambiado, se trata de que muchas cosas van a pasar a quedar completamente irreconocibles.

Es así por eso que incluso ellos habrían de estar relativamente agradecidos para con quien ha desarrollado y posibilitado el escenario en base al cual, y como paso previo a la cura de la enfermedad, podamos verdaderamente proceder con el diagnóstico del que a todas luces se muestra como un cáncer asociado no tanto con la longevidad, como sí más bien con las malas costumbres nutricionales.
Porque de lo que llegados a este punto a nadie parece ya escapársele, es que se trata de un tumor del tipo estómago agradecido.

El vicio y la corrupción, aparentemente presente en todo y en todos como dicen al menos los que hacen clara ostentación de su presencia para con ellos mismos; han alcanzado tal grado de implementación entre los que configuran el lance propio de la función de gobierno, que no solo lleva a sus víctimas a hacer causa común cuando se trata de defenderse, sino que más bien les lleva a acantonarse, a protegerse recíprocamente los unos a los otros cuando observan no ya existencia factual, basta con que ésta constituya una mera sospecha, encaminada a perpetrar el robo contra los ladrones.

Y bien podría ser desde la contemplación de este escenario, desde donde podríamos comprender un poco mejor la atmósfera que ha creado la victoria de PODEMOS. Una victoria que, lejos de constituir un mero atisbo de solución, sí puede erigirse en un verdadero cantón, en un verdadero refugio donde atesorar las últimas dosis de ilusión que estos cadáveres alienantes aún no han sido capaces de arrebatarnos.

La ilusión. Metáfora de la luz. Hilo conductor que nos faculta para retroceder hasta El Mito de la Caverna de Platón, y recuperar desde el mismo la certeza de que, efectivamente, la mera convicción de que somos las personas más libres del planeta, no sirve sino para justificar que morimos sin ser conscientes de lo prietas que realmente están las cadenas que nos obnubilan.

¿Cuánto tiempo habrá de pasar en este caso para que seamos capaces de emprender nuestro camino?



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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