jueves, 17 de marzo de 2016

NADIE MÁS CIEGO QUE EL QUE NO QUIERE VER.

Extraño sin duda el instante que nos ha tocado vivir. Abocados a una destrucción inevitable, la constatación que a diario hacemos de tal condición, lejos de asustarnos, no parece sino insuflar en nosotros una suerte de desafección opulenta presagio no de la mayor de las heroicidades, cuando sí más bien de las más nefastas veleidades.

Detengámonos unos instantes, si acaso tal pretensión no resulta imposible, o su mera consideración nos eleva a la condición de pecadores; y tratemos de buscar en nosotros mismos, como ni puede ni debe ser de otro modo, la causa de nuestras desgracias.
Si somos capaces de reunir la valentía suficiente para proceder de semejante modo, en aras no debemos olvidarlo de tan noble fin, es posible aunque no seguro que nuestra valentía obtenga el premio si no de proporcionarnos respuestas, sí tal vez de ir poco a poco acotando los espacios en los que las mismas, como esquivos animales, pacen a sus anchas, ocultando en lo más profundo de su ser el oscuro deseo de ser apresada puesto que, ¿acaso algún otro fin justifica la existencia de tales realidades, que los propios de formar parte del acerbo de los hombres?

Sn embargo, lejos en nuestro ánimo el limitar el espacio y mucho menos el tiempo en el que los desarrollos ya sean propios o impropios han de llevarse a cabo; lo cierto es que atendiendo no tanto a la pureza del fin, como sí más bien a la salvaguarda del procedimiento en su propia extensión, que resulta imprescindible la toma en consideración de una suerte de posibilidades destinadas de una u otra manera a tratar de llevar a comprensibles cuestiones que de otro modo resultarían inabordables.
Esgrimidos tales argumentos, pergeñados si se prefiere en aras del escenario más o menos descrito; lo cierto es que si hoy por hoy nos vemos formando parte de una sociedad en la que no  nos reconocemos, no debemos olvidar que la misma no es sino la traducción más o menos evidente de un mundo que en la actualidad juega un papel que va más allá de el de mero contenedor, papel que hasta ahora era impropio, o a lo sumo había pasado desapercibido, para las sociedades que nos han precedido, excepción hecha de la que intercaló los siglos XIX y XX.

Así, con el ánimo de encontrar fenómenos cuando no patrones que nos permitan hallar en una parámetros de anticipación en la otra; nos encontramos con que el espíritu de desasosiego y desafección que arrastró de manera inexorable al europeo de finales del XIX a desencadenar el drama que sin duda resulta fácilmente identificable en toda la primera mitad del XX, vuelve a aparecer ahora en su más brillante versión, la que adopta la forma de Nihilismo más o menos depurado, en tanto que el mismo no es identificado en tanto que no resulta reconocible.
La metáfora es clara. Un agente potencialmente nocivo es reconocible por un organismo cuando éste, bien por acción directa, bien por aporte en forma de vacuna, ha tenido acceso a la forma de tal patógeno. De ser tamaña premisa aplicable al momento actual, la previsión cuando no el miedo al que hacemos mención parecen del todo innecesarios, toda vez que el argumento que refrenda nuestra exposición parte precisamente de la constatación inexorable de la existencia de vestigios de un pasado reciente que acreditan sin el menor lugar a dudas que éste aquí, que éste ahora, tienen precisamente imagen en el corolario propio del recuerdo.
De ser así ¿dónde está el peligro? Pues el peligro está en la trampa que la amnesia autoimpuesta supone para nosotros.

A partir de la creencia aparentemente absurda de que olvidar ayuda, lo cierto es que Europa entera, empezando por cada uno de sus individuos, viene imponiéndose desde hace años una suerte de censura destinada al menos en apariencia, a tapar bajo toneladas de peso en forma de olvido la ingente cadena de atrocidades, oprobios e inclemencia que, nos guste o no, forman parte de nuestra genética como pueden hacerlo los descubrimientos de COPÉRNICO, o la expresión de la bondad implícita en la obra de MIGUEL ÁNGEL. Sin embargo, al contrario que éstas, su olvido, precisamente por regresivo, representan un peligro impropio precisamente en la medida en que vuelven a elevar a la categoría de desconocidos criterios y conductas contra los que ya deberíamos estar suficientemente vacunados.

Pero definitivamente, no lo estamos, y no lo estamos porque de ser así, conductas como las protagonizadas por ciertos holandeses en la Plaza Mayor de Madrid, no tendrían cabida, sencillamente porque algunas ciudades holandesas estaban siendo liberadas del horror nazi hace ahora poco más de setenta años por tropas de soldados de la misma nacionalidad que la que poseen algunas de las personas gratuita y miserablemente insultadas.

Que nadie se llame a engaño. Quedarnos en el acto individual, además de una conducta mediocre, no puede sino tener consecuencias burdas. Así, siguiendo con los paralelismos clínicos, a menudo la sintomatología resumida en la particularidad, de postergarse en su diagnóstico, no acaba sino transformándose ineludiblemente en una grave enfermedad, de consecuencias intratables, pero seguramente desastrosas.

Por ello, si permanecemos impertérritos ante la propuesta de volver a ver Europa recorrida por trenes de ganados con barrotes en las ventanas con las puertas atrancadas. Si permanecemos hieráticos ante la progresiva presencia de pastores alemanes nuevamente en las estaciones que jalonan nuestro Viejo Continente, estaremos una vez más condenados a repetir nuestra historia, perdiendo en este caso la excusa que otrora tuvimos de alegar desconocimiento porque pese a quien pese, todavía permanecen en pie algunas cercas de hierro cuya consistencia ha plantado cara a la acción devastadora del tiempo.

¡Lástima que los Hombres no mostremos la misma memoria!



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

No hay comentarios:

Publicar un comentario