Extraño sin duda el instante que nos ha tocado vivir.
Abocados a una destrucción inevitable, la constatación que a diario hacemos de
tal condición, lejos de asustarnos, no parece sino insuflar en nosotros una
suerte de desafección opulenta presagio no de la mayor de las heroicidades,
cuando sí más bien de las más nefastas veleidades.
Detengámonos unos instantes, si acaso tal pretensión no
resulta imposible, o su mera consideración nos eleva a la condición de pecadores;
y tratemos de buscar en nosotros mismos, como ni puede ni debe ser de otro
modo, la causa de nuestras desgracias.
Si somos capaces de reunir la valentía suficiente para
proceder de semejante modo, en aras no debemos olvidarlo de tan noble fin, es
posible aunque no seguro que nuestra valentía obtenga el premio si no de
proporcionarnos respuestas, sí tal vez de ir poco a poco acotando los espacios
en los que las mismas, como esquivos animales, pacen a sus anchas, ocultando en
lo más profundo de su ser el oscuro deseo de ser apresada puesto que, ¿acaso
algún otro fin justifica la
existencia de tales realidades, que los propios de formar parte del acerbo de
los hombres?
Sn embargo, lejos en nuestro ánimo el limitar el espacio y
mucho menos el tiempo en el que los desarrollos ya sean propios o impropios han
de llevarse a cabo; lo cierto es que atendiendo no tanto a la pureza del fin,
como sí más bien a la salvaguarda del procedimiento en su propia extensión, que
resulta imprescindible la toma en consideración de una suerte de posibilidades
destinadas de una u otra manera a tratar de llevar
a comprensibles cuestiones que de otro modo resultarían inabordables.
Esgrimidos tales argumentos, pergeñados si se prefiere en
aras del escenario más o menos descrito; lo cierto es que si hoy por hoy nos
vemos formando parte de una sociedad en la que no nos reconocemos, no debemos olvidar que la
misma no es sino la traducción más o menos evidente de un mundo que en la
actualidad juega un papel que va más allá de el de mero contenedor, papel que
hasta ahora era impropio, o a lo sumo había pasado desapercibido, para las
sociedades que nos han precedido, excepción hecha de la que intercaló los
siglos XIX y XX.
Así, con el ánimo de encontrar fenómenos cuando no patrones
que nos permitan hallar en una parámetros de anticipación en la otra; nos
encontramos con que el espíritu de desasosiego y desafección que arrastró de
manera inexorable al europeo de finales del XIX a desencadenar el drama que sin
duda resulta fácilmente identificable en toda la primera mitad del XX, vuelve a
aparecer ahora en su más brillante versión, la que adopta la forma de Nihilismo
más o menos depurado, en tanto que el mismo no es identificado en tanto que no
resulta reconocible.
La metáfora es clara. Un agente potencialmente nocivo es
reconocible por un organismo cuando éste, bien por acción directa, bien por
aporte en forma de vacuna, ha tenido acceso a la forma de tal patógeno. De ser
tamaña premisa aplicable al momento actual, la previsión cuando no el miedo al
que hacemos mención parecen del todo innecesarios, toda vez que el argumento
que refrenda nuestra exposición parte precisamente de la constatación
inexorable de la existencia de vestigios de un pasado reciente que acreditan
sin el menor lugar a dudas que éste aquí, que éste ahora, tienen precisamente
imagen en el corolario propio del recuerdo.
De ser así ¿dónde está el peligro? Pues el peligro está en
la trampa que la amnesia autoimpuesta supone
para nosotros.
A partir de la creencia aparentemente absurda de que olvidar
ayuda, lo cierto es que Europa entera, empezando por cada uno de sus
individuos, viene imponiéndose desde hace años una suerte de censura destinada
al menos en apariencia, a tapar bajo toneladas de peso en forma de olvido la
ingente cadena de atrocidades, oprobios e inclemencia que, nos guste o no,
forman parte de nuestra genética como pueden hacerlo los descubrimientos de
COPÉRNICO, o la expresión de la bondad implícita en la obra de MIGUEL ÁNGEL.
Sin embargo, al contrario que éstas, su olvido, precisamente por regresivo,
representan un peligro impropio precisamente en la medida en que vuelven a
elevar a la categoría de desconocidos criterios y conductas contra los que ya
deberíamos estar suficientemente vacunados.
Pero definitivamente, no lo estamos, y no lo estamos porque
de ser así, conductas como las protagonizadas por ciertos holandeses en la Plaza Mayor de Madrid,
no tendrían cabida, sencillamente porque algunas ciudades holandesas estaban
siendo liberadas del horror nazi hace
ahora poco más de setenta años por tropas de soldados de la misma nacionalidad
que la que poseen algunas de las personas gratuita y miserablemente insultadas.
Que nadie se llame a engaño. Quedarnos en el acto
individual, además de una conducta mediocre, no puede sino tener consecuencias
burdas. Así, siguiendo con los paralelismos clínicos, a menudo la
sintomatología resumida en la particularidad, de postergarse en su diagnóstico,
no acaba sino transformándose ineludiblemente en una grave enfermedad, de consecuencias
intratables, pero seguramente desastrosas.
Por ello, si permanecemos impertérritos ante la propuesta de
volver a ver Europa recorrida por trenes de ganados con barrotes en las
ventanas con las puertas atrancadas. Si permanecemos hieráticos ante la
progresiva presencia de pastores alemanes
nuevamente en las estaciones que jalonan nuestro Viejo Continente, estaremos una vez más condenados a repetir
nuestra historia, perdiendo en este caso la excusa que otrora tuvimos de alegar
desconocimiento porque pese a quien pese, todavía permanecen en pie algunas
cercas de hierro cuya consistencia ha plantado cara a la acción devastadora del
tiempo.
¡Lástima que los Hombres no mostremos la misma memoria!
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario