Cuentan las crónicas que
hallándose Solón en pleno proceso de redacción de lo que habría de acabar
siendo el Corpus de la primera democracia, tuvo a bien pasar
por su presencia un diplomático procedente de oriente, quien no dudó en
interrogarle sobre la que quisiera fuese no ya el objetivo de su acción, sino
sobre la acción y su valor, en sí misma. Una vez Solón expuso lo que el creyó
conveniente en pos no ya de justificar su labor, cuando sí más bien la
necesidad de ésta, fue cuando se vio sorprendido por la cuestión que el
diplomático tuvo a bien plantear: “Una vez aceptado que la redacción de la Ley
no obedece sino a la necesidad de poner
por escrito aquello que es legal, vuestro trabajo adolece de falta de
utilidad ya que si lo legal no es más que el refrendo de lo justo, bien lo uno
o lo otro, están en demasía”. Solón, lejos de abrumarse contestó: “Obedece la
redacción de la ley a parecido fin al que lleva a la araña a tejer su red. Así,
los insectos pequeños quedan atrapados en ésta. Pero los grandes insectos, y
por supuesto la propia araña, vive ajena al peligro que la existencia de la
tela conlleva”.
En un instante como el que vivimos, en el que solo la
necesidad de creer sirve para justificar el esfuerzo que intrínsecamente
acompaña a la creencia en sí misma; en un momento en el que solo la buena voluntad parece encaminar los
pasos de lo que otrora fue el correcto devenir; cada día que pasa resulta más
difícil de justificar el esfuerzo que se hace necesario, cuando no
imprescindible, para mantener en movimiento esta ilusión en la que poco a poco
se han ido convirtiendo las que una vez fueron respetadas estructuras vinculadas al poder.
Resulta suficiente con un vistazo, siquiera superficial,
para constatar hasta qué punto no ya los procesos, como sí más bien los
procesos que entre las mismas se daban, han ido degenerando. En un lento pero a
la vista de los resultados si cabe más que inexorable proceder, la lectura de
la realidad parece aliarse en pos de generar la constatación de esa tesis
tantas y tantas veces mentada en base a la cual, el mero transcurrir del tiempo
no solo no garantiza progreso, sino que más bien nos aboca a la lenta pero si
cabe por ello más pertinaz labor de la involución.
Y para satisfacer la demanda de quienes se empecinan en
obstruir la libre generación de conclusiones procedentes de la mera alusión de
pensamientos, argumentando de manera no solo interesada sino manifiestamente
ladina, que la retórica no es sino un
proceso cuyos resultados vienen a asemejarse bastante a los obtenidos por los
que hacen trampas jugando al solitario; habremos
de señalarles la existencia de un concepto físico, el llamado coeficiente de rozamiento, que en sendas
versiones, ya sea estático o dinámico, resume
su efecto cuando no su causa, en la capacidad para poner fin a cualquier forma
de movimiento, máxime cuando éste obedece a criterios inerciales, es decir, ha sido abandonado
a su suerte, careciendo por ello de aportes externos de energía.
Es a partir del efecto que la suma de todos estos
condicionantes ofrece, así como la perspectiva de cuantos están aún por venir,
convencidos a priori de que los mismos no habrán de ser precisamente saludables, lo que acaba por provocar en
el ánimo general una suerte de desazón que pese a todo no es todavía lo
suficientemente fuerte. ¿Cómo entender si no la existencia de esos casi siete
millones de españolitos que a pregunta directa (Intención de voto), no
dudan en afirmar que el sentido de su voto va dirigido a promover el
mantenimiento de quienes de manera absolutamente directa han venido en los
últimos años desarrollando políticas cuya confluencia se resume en el actual
estado de las cosas.
En un momento como el que vivimos, en el que solo la
sensación de que definitivamente nos
vamos a pique, parece unir en torno
a un argumento a un número significativo de españoles, la cuestión que
inevitablemente me asalta es la que en su expresión indirecta me lleva a
plantea cuál es el sentimiento que en mayor medida impulsa a los españoles, el
que se identifica con la majadería, o el que está más cerca de la perversión,
concretamente en su expresión masoquista, redundada ésta en lo que vendría a
ser la capacidad para traducir en placer lo que en un primer instante no era
sino un claro dolor, refinado si se prefiere, pero dolor al fin y a la postre.
Pero es entonces cuando, reflexionando en torno al
refinamiento, y a las múltiples acepciones que el concepto puede llegar a
acaparar sobre todo cuando lo ponemos al servicio de una mente tan maquiavélica
como la que el español medio puede
llegar a generar; que una nueva emotividad surge ante nosotros, la que pasa por
considerar firmemente la posibilidad de que la causa que día a día se refrenda
en la paciencia que los españoles demostramos toda vez que aguantamos estoicamente a
nuestros políticos no se alimenta en realidad de paciencia, sino que en
realidad lo hace de otro sentimiento mucho menos puro cual es el de la envidia,
envidia que se refrenda al comprobar cada día que no podemos hacer nosotros lo
mismo.
Lejos en nuestro espíritu el deseo de venir a relatar hoy
los nexos que vienen a sustentar la estructura de la ilusión del estado, así como por supuesto más lejos de considerar
como verdaderamente ilusorio el principio destinado a dotar de solvencia el
vigor de tales estructuras; lo que si debería constituir, siempre según mi
entender, un verdadero problema, no es otra cosa que la constatación de la
inmundicia que actualmente acompaña a todos y cada uno de los descubrimientos
que de procederes vinculados con la destrucción del estado, se llevan a cabo
prácticamente a diario.
Alejado en este caso de caer en la tentación electoralista,
lo que a la vista de la gravedad del estado de las cosas que queremos hoy
denunciar, no sería sino rebajarnos peligrosamente al estado del vulgo; no en vano sí habremos de poner
de manifiesto la desazón que nos acompaña no ya tanto al comprobar el absoluto
estado de hastío desde el que el Pueblo recibe
cada nuevo caso de corrupción, como si más bien el aparente estado de resignación desde el que los causantes
del mismo parecen no ya solo asumir, sino más bien convertir en imprescindible, la existencia de ese
mismo caso, corrupción en una palabra.
Huelga decir que la distinta perspectiva desde la que cada
uno presencia no tanto el proceder, como si más bien las consecuencias del acto
de corrupción en tanto que tal, ofrece
al menos en apariencia un viso de concreción distinta, a partir del cual de un
mismo hecho, podemos llegar a establecer consecuencias no ya diferentes, sino
manifiestamente opuestas.
Sea como fuere, el hecho esencial es uno, y por ello que en virtud de la necesaria búsqueda del
principio esencial, que hemos de redundar todos nuestros esfuerzos en el
proceder destinado a concretar ese hecho llamado a unificar en torno de sí, lo
que al menos en apariencia viene a ser una ilusión de multiplicidad.
Nos alejamos pues del engañoso
mundo de lo material, para corroborar precisamente no muy lejos, en el
mundo de la emotividad, la existencia de ese nexo que nos permite ubicar el
elemento desmultiplicador.
Así, el actual tornado
que parece sacudir, tanto por intensidad como por existencia, el núcleo de
nuestra posesión más preciada (no lo olvidemos, nuestra ilusión de Estado del Bienestar,
así como su logro conceptual máximo, erigido en torno al Estado de Derecho),
poniéndolos a ambos en peligro toda vez que el cáncer de la corrupción no ha
logrado sino arrancarles esa pátina que en forma de manto protector parecía recubrirlos; ha acabado por dejar al
descubierto la que no es sino la mayor de sus miserias, la que pasa por asumir,
más que por constatar, que la aparente inmunidad desde la que en principio todo
parecía moverse, no responde sino a otra suerte de interpretación errónea de lo
que desde Solón, llevamos en torno a veinticinco siglos reproduciendo: La falacia de que Justicia y Ley son
coincidentes, cuando no lo mismo; estando ambas, actuando solas o por separado,
al servicio de El Pueblo.
¡Despertad! Sin necesidad de acudir a grandes principios filosóficos a partir de los cuales rememorar la
suerte de constatación de que tal aseveración parece sacada de un mundo ajeno
al que la realidad nos regala cada día, no me resisto a proceder conforme a una
suerte de reducción al absurdo cuyo
argumento base podría venir así refrendado: “Si aceptamos la existencia de la corrupción como algo inherente al
propio sistema, y constatamos un brutal incremento en el caso de corruptos que
salen a la luz, este incremento no redunda en un mayor número de corruptos en
términos absolutos, sino que lo que aumenta es el número de los que son
sorprendidos en actitud perniciosa”.
No aceptando que tal incremento observado en el número de
detenidos por corrupción, se devengue de un aumento paralelo de los recursos
destinados a tal fin, pues el responsable de dictar tales medios se corresponde
directa o indirectamente con el causante del mal en sí mismo; habremos de
suponer que la causa que se materializa en que cada vez tengamos más chorizos entre rejas se corresponde con
un descenso de las medidas por éstos desarrolladas en pos de no ser
sorprendidos en tanto que cometen el delito.
A partir del símil según el cual, en toda nave que se hunde
el camino más seguro hacia la salvación lo marca la senda que las ratas de a bordo siguen, podemos llegar a la
conclusión de que el peligro que acecha a al flotabilidad de este barco, es un
peligro de tal magnitud, a su vez presente en tal intensidad, que las ratas que
huyen no lo hacen con más o menos profesionalidad que las que lo hicieron con
anterioridad. La diferencia se encuentra más bien en el hecho de que saber que
cada vez queda menos que salvar, no redunda en un aumento de su audacia, sino
que lo que aumenta es su desesperación, la cual se manifiesta en una mayor
velocidad de huída, refrendada en la convicción de que cubrir sus huellas ya no
es necesario, pues el barco se hunde sin remisión.
Dedicado a quienes sientan ahora mismo tentación de rechazar
lo expuesto acaparados tan solo en el más que vulnerable argumento de que nada
de esto es posible toda vez que cientos de ataques como éste se han venido
sucediendo, y de todos se ha salido; me
permito recordar el comentario que el Sr. Andrews, ingeniero de aquel hermoso
por insumergible barco cuyo hundimiento en su viaje inaugural acabamos de
conmemorar; dedicó al Presidente de la White Star cuando éste puso en duda su sentencia:
“Esta nave está hecha de hierro, le aseguro que se hundirá”.
Asegúrense pues de que son capaces de separar la paja del grano. Busquen entonces en
lo más profundo de su ser, en pos de albergar la inspiración que les permita
refrendar lo que de verdad sea auténtico.
El espacio en los botes salvavidas está muy restringido, y solo se permite
ganar su seguridad con equipaje de mano.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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