miércoles, 20 de abril de 2016

DE SOLÓN AL TITÁNIC. 25 SIGLOS PERSEVERANDO EN LA INDIFERENCIA.

Cuentan las crónicas que hallándose Solón en pleno proceso de redacción de lo que habría de acabar siendo el Corpus de la primera democracia, tuvo a bien pasar por su presencia un diplomático procedente de oriente, quien no dudó en interrogarle sobre la que quisiera fuese no ya el objetivo de su acción, sino sobre la acción y su valor, en sí misma. Una vez Solón expuso lo que el creyó conveniente en pos no ya de justificar su labor, cuando sí más bien la necesidad de ésta, fue cuando se vio sorprendido por la cuestión que el diplomático tuvo a bien plantear: “Una vez aceptado que la redacción de la Ley no obedece sino a la necesidad de poner por escrito aquello que es legal, vuestro trabajo adolece de falta de utilidad ya que si lo legal no es más que el refrendo de lo justo, bien lo uno o lo otro, están en demasía”. Solón, lejos de abrumarse contestó: “Obedece la redacción de la ley a parecido fin al que lleva a la araña a tejer su red. Así, los insectos pequeños quedan atrapados en ésta. Pero los grandes insectos, y por supuesto la propia araña, vive ajena al peligro que la existencia de la tela conlleva”.

En un instante como el que vivimos, en el que solo la necesidad de creer sirve para justificar el esfuerzo que intrínsecamente acompaña a la creencia en sí misma; en un momento en el que solo la buena voluntad parece encaminar los pasos de lo que otrora fue el correcto devenir; cada día que pasa resulta más difícil de justificar el esfuerzo que se hace necesario, cuando no imprescindible, para mantener en movimiento esta ilusión en la que poco a poco se han ido convirtiendo las que una vez fueron respetadas estructuras vinculadas al poder.

Resulta suficiente con un vistazo, siquiera superficial, para constatar hasta qué punto no ya los procesos, como sí más bien los procesos que entre las mismas se daban, han ido degenerando. En un lento pero a la vista de los resultados si cabe más que inexorable proceder, la lectura de la realidad parece aliarse en pos de generar la constatación de esa tesis tantas y tantas veces mentada en base a la cual, el mero transcurrir del tiempo no solo no garantiza progreso, sino que más bien nos aboca a la lenta pero si cabe por ello más pertinaz labor de la involución.
Y para satisfacer la demanda de quienes se empecinan en obstruir la libre generación de conclusiones procedentes de la mera alusión de pensamientos, argumentando de manera no solo interesada sino manifiestamente ladina, que la retórica no es sino un proceso cuyos resultados vienen a asemejarse bastante a los obtenidos por los que hacen trampas jugando al solitario; habremos de señalarles la existencia de un concepto físico, el llamado coeficiente de rozamiento, que en sendas versiones, ya sea estático o dinámico, resume su efecto cuando no su causa, en la capacidad para poner fin a cualquier forma de movimiento, máxime cuando éste obedece a criterios inerciales, es decir, ha sido abandonado a su suerte, careciendo por ello de aportes externos de energía.

Es a partir del efecto que la suma de todos estos condicionantes ofrece, así como la perspectiva de cuantos están aún por venir, convencidos a priori de que los mismos no habrán de ser precisamente saludables, lo que acaba por provocar en el ánimo general una suerte de desazón que pese a todo no es todavía lo suficientemente fuerte. ¿Cómo entender si no la existencia de esos casi siete millones de españolitos que a pregunta directa (Intención de voto), no dudan en afirmar que el sentido de su voto va dirigido a promover el mantenimiento de quienes de manera absolutamente directa han venido en los últimos años desarrollando políticas cuya confluencia se resume en el actual estado de las cosas.

En un momento como el que vivimos, en el que solo la sensación de que definitivamente nos vamos  a pique, parece unir en torno a un argumento a un número significativo de españoles, la cuestión que inevitablemente me asalta es la que en su expresión indirecta me lleva a plantea cuál es el sentimiento que en mayor medida impulsa a los españoles, el que se identifica con la majadería, o el que está más cerca de la perversión, concretamente en su expresión masoquista, redundada ésta en lo que vendría a ser la capacidad para traducir en placer lo que en un primer instante no era sino un claro dolor, refinado si se prefiere, pero dolor al fin y a la postre.

Pero es entonces cuando, reflexionando en torno al refinamiento, y a las múltiples acepciones que el concepto puede llegar a acaparar sobre todo cuando lo ponemos al servicio de una mente tan maquiavélica como la que el español medio puede llegar a generar; que una nueva emotividad surge ante nosotros, la que pasa por considerar firmemente la posibilidad de que la causa que día a día se refrenda en la paciencia que los españoles demostramos toda vez que aguantamos estoicamente  a nuestros políticos no se alimenta en realidad de paciencia, sino que en realidad lo hace de otro sentimiento mucho menos puro cual es el de la envidia, envidia que se refrenda al comprobar cada día que no podemos hacer nosotros lo mismo.

Lejos en nuestro espíritu el deseo de venir a relatar hoy los nexos que vienen a sustentar la estructura de la ilusión del estado, así como por supuesto más lejos de considerar como verdaderamente ilusorio el principio destinado a dotar de solvencia el vigor de tales estructuras; lo que si debería constituir, siempre según mi entender, un verdadero problema, no es otra cosa que la constatación de la inmundicia que actualmente acompaña a todos y cada uno de los descubrimientos que de procederes vinculados con la destrucción del estado, se llevan a cabo prácticamente a diario.

Alejado en este caso de caer en la tentación electoralista, lo que a la vista de la gravedad del estado de las cosas que queremos hoy denunciar, no sería sino rebajarnos peligrosamente al estado del vulgo; no en vano sí habremos de poner de manifiesto la desazón que nos acompaña no ya tanto al comprobar el absoluto estado de hastío desde el que el Pueblo recibe cada nuevo caso de corrupción, como si más bien el aparente estado de resignación desde el que los causantes del mismo parecen no ya solo asumir, sino más bien convertir en imprescindible, la existencia de ese mismo caso, corrupción en una palabra.

Huelga decir que la distinta perspectiva desde la que cada uno presencia no tanto el proceder, como si más bien las consecuencias del acto de corrupción en tanto que tal, ofrece al menos en apariencia un viso de concreción distinta, a partir del cual de un mismo hecho, podemos llegar a establecer consecuencias no ya diferentes, sino manifiestamente opuestas.

Sea como fuere, el hecho esencial es uno, y por ello que en virtud de la necesaria búsqueda del principio esencial, que hemos de redundar todos nuestros esfuerzos en el proceder destinado a concretar ese hecho llamado a unificar en torno de sí, lo que al menos en apariencia viene a ser una ilusión de multiplicidad.
Nos alejamos pues del engañoso mundo de lo material, para corroborar precisamente no muy lejos, en el mundo de la emotividad, la existencia de ese nexo que nos permite ubicar el elemento desmultiplicador.

Así, el actual tornado que parece sacudir, tanto por intensidad como por existencia, el núcleo de nuestra posesión más preciada (no lo olvidemos, nuestra ilusión de Estado del Bienestar, así como su logro conceptual máximo, erigido en torno al Estado de Derecho), poniéndolos a ambos en peligro toda vez que el cáncer de la corrupción no ha logrado sino arrancarles esa pátina que en forma de manto protector parecía recubrirlos; ha acabado por dejar al descubierto la que no es sino la mayor de sus miserias, la que pasa por asumir, más que por constatar, que la aparente inmunidad desde la que en principio todo parecía moverse, no responde sino a otra suerte de interpretación errónea de lo que desde Solón, llevamos en torno a veinticinco siglos reproduciendo: La falacia de que Justicia y Ley son coincidentes, cuando no lo mismo; estando ambas, actuando solas o por separado, al servicio de El Pueblo.

¡Despertad! Sin necesidad de acudir a grandes principios filosóficos a partir de los cuales rememorar la suerte de constatación de que tal aseveración parece sacada de un mundo ajeno al que la realidad nos regala cada día, no me resisto a proceder conforme a una suerte de reducción al absurdo cuyo argumento base podría venir así refrendado: “Si aceptamos la existencia de la corrupción como algo inherente al propio sistema, y constatamos un brutal incremento en el caso de corruptos que salen a la luz, este incremento no redunda en un mayor número de corruptos en términos absolutos, sino que lo que aumenta es el número de los que son sorprendidos en actitud perniciosa”.
No aceptando que tal incremento observado en el número de detenidos por corrupción, se devengue de un aumento paralelo de los recursos destinados a tal fin, pues el responsable de dictar tales medios se corresponde directa o indirectamente con el causante del mal en sí mismo; habremos de suponer que la causa que se materializa en que cada vez tengamos más chorizos entre rejas se corresponde con un descenso de las medidas por éstos desarrolladas en pos de no ser sorprendidos en tanto que cometen el delito.

A partir del símil según el cual, en toda nave que se hunde el camino más seguro hacia la salvación lo marca la senda que las ratas de a bordo siguen, podemos llegar a la conclusión de que el peligro que acecha a al flotabilidad de este barco, es un peligro de tal magnitud, a su vez presente en tal intensidad, que las ratas que huyen no lo hacen con más o menos profesionalidad que las que lo hicieron con anterioridad. La diferencia se encuentra más bien en el hecho de que saber que cada vez queda menos que salvar, no redunda en un aumento de su audacia, sino que lo que aumenta es su desesperación, la cual se manifiesta en una mayor velocidad de huída, refrendada en la convicción de que cubrir sus huellas ya no es necesario, pues el barco se hunde sin remisión.

Dedicado a quienes sientan ahora mismo tentación de rechazar lo expuesto acaparados tan solo en el más que vulnerable argumento de que nada de esto es posible toda vez que cientos de ataques como éste se han venido sucediendo, y de todos se ha salido;  me permito recordar el comentario que el Sr. Andrews, ingeniero de aquel hermoso por insumergible barco cuyo hundimiento en su viaje inaugural acabamos de conmemorar; dedicó al Presidente de la White Star cuando éste puso en duda su sentencia: “Esta nave está hecha de hierro, le aseguro que se hundirá”.

Asegúrense pues de que son capaces de separar la paja del grano. Busquen entonces en lo más profundo de su ser, en pos de albergar la inspiración que les permita refrendar lo que de verdad sea auténtico. El espacio en los botes salvavidas está muy restringido, y solo se permite ganar su seguridad con equipaje de mano.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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