Una vez que la certeza de que ya nada podemos aguardar del
futuro comienza a ganar predominancia, es cuando la necesidad de hacer lo
correcto pasa por dedicar nuestro tiempo, ese tesoro hasta hace poco tan
escaso, y ahora tan excedente, en acudir a la Historia, a su estudio y a ser
posible a su comprensión, en busca no ya de respuestas; lo que previsiblemente
supondría alargar en el tiempo la agonía de este sistema, por otro lado
superado; sino que nuestros pasos habrán de estar una vez más guiados por la
necesidad humana de conocer más, en este caso forzando el replanteamiento de
una nueva realidad, que será forjada mediante la formulación de preguntas.
El fracaso, o al menos la sensación que de manera irreversible le
acompaña, se ha ido adueñando, poco a poco de nuestro presente y con ello de
nuestra realidad. Pero lo peor no es eso, lo peor es que los recelos propios
del mismo han extendido sus tentáculos de manera absoluta, y casi perpetua,
adueñándose con ello de nuestro futuro, proyectándose mucho más allá de lo que
para nosotros resulta perceptible, y con
ello controlable.
Uniendo, ahora sí, ambos conceptos, esto es Historia y
sensación de fracaso, podemos sin mucho esfuerzo recrear un escenario en el cual,
la generación que actualmente debería estar desarrollando al máximo sus
capacidades, devolviendo, en cumplimiento de los preceptos de la denominada
como teoría del Capital Humano, todos
y cada uno de los costes que consideraron la que fue su formación, deberían de
igual manera estar en disposición de efectuar esta devolución con los
consiguientes intereses, los cuales habrían de constituir en sí mismos la
plusvalía de la Sociedad de la que formaran parte. Y digo beneficios porque al estar referidos explícitamente a componentes
humanos, no cabe por ninguna parte hablar de especulación, sino de plusvalía.
Esta plusvalía constituye,
en cualquiera de sus múltiples órdenes y valores, el más importante, por no
decir el único lícitamente válido en términos axiológicos, de los capitales a los que puede optar una sociedad. A
su composición, éticamente valiosa en términos de propia concepción, hay que
añadir la naturaleza de los logros a los que está dirigida. Se muestra así como
el más importante de los valores a los que puede estar encaminada una sociedad,
cuales son los de promover su propio desarrollo atendiendo para ello a la
salvaguarda y mejoría permanente de los propios cánones, aquellos que la
identifican, refuerzan y consolidan.
De la aceptación de todo lo expuesto hasta el momento, ha de
extraerse a estas alturas un corolario fundamental,
cual es el de comprender el papel fundamental que en cualquier sociedad moderna
que se precie, esto es que desee verdaderamente sobrevivir incluso al mero paso
del tiempo, la acción de los elementos encaminados a lograr tanto la
salvaguarda como la mejora de los arbitrios definidos hasta este momento, ha de
contar no ya con cuantos recursos sean definidos; sino que en la voluntad de
cuantos conforman esa sociedad, y en especial en la de los que desarrollan en
la misma cargos y funciones de responsabilidad, ha de estar innatamente
sugerido lo indispensable de esa salvaguarda.
En las actuales circunstancias, la única sociedad que puede
aspirar a sobrevivir es la que es capaz de evolucionar. Y hoy en día, la única
sociedad que evoluciona es la que comprende el valor de la formación, en todos
sus géneros.
Basta un sencillo paseo por nuestra historia más reciente,
para comprobar, aunque no necesariamente para comprender, cómo la formación de
sus gentes se convierte en la más importante de las acciones que un Estado, o
cuando menos un Gobierno, puede llevar a cabo si se precia de estar realmente
al servicio de sus administrados. Pero basta igualmente un sencillo paseo para
comprobar la existencia y dominio de una realidad que por lo demás no sólo ha
sustituido semejantes acicates de entre sus prioridades, sino que en un alarde
de osadía, ha pervertido de manera completamente voluntaria tales compromisos,
sustituyéndolos por otros más volubles, más acordes a los nuevos tiempos que
corren, poniendo en marcha toda una serie de artimañas en pos de sentar los
precedentes que converjan en la consolidación de una sociedad en la que los deseos de sus individuos, coincidan de
manera más franca, y a ser posible evidente, con los principios que han sido
considerados como dominantes, por esa misma sociedad.
Comienza así la desestructuración del Estado. Una labor
perversa en tanto que contraproducente a priori para todos los componentes del
sistema, y por ende para el sistema como tal. Una labor que parece propia de
locos, cuando no de neuróticos, si tenemos en cuenta que arranca no como en
principio podría parecer, de la acción de grupos anarquistas, descerebrados, o
tan siquiera antisistemas. Una labor
que hunde sus orígenes en las propias raíces del Sistema, y en la manifestación
más formal que éste posee, a saber, el Gobierno.
Retrotrayéndonos en el pasado, y más concretamente en el
instrumento del que el hombre dispone para indagar al respecto, es decir, la
Historia, será suficiente con un instante para comprobar que los tiempos que a algunos no han tocado
vivir, precisamente los que engloban a esa generación a la que antes hacía
referencia; se encuadran en mitad de periodos por otro lado calamitosos.
Acudiremos cuantas veces sean necesarias, a esa misma Historia, para comprobar
la manera mediante la que, con bastante grado de aproximación, los
periodos de tranquilidad no son sino instantes de transición, que más bien
separan otros instantes de por sí mismos tumultuosos. Es como si el
estado natural de la realidad procediera del tránsito entre calamidades,
desgracias y miserias. En definitiva, los tiempos propios de los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Pero más allá de interpretaciones, o de su forma más
remilgada, esto son, las consideraciones, lo único de lo que a estas alturas
deberíamos estar seguros es de que el único elemento que puede salvar a una sociedad de su destrucción,
proceda ésta de causas ajenas, o por el contrario sea el resultado de
motivaciones intrínsecas, reside absolutamente en la formación, ya sea ésta la
que se encuentre entre sus propios integrantes, o en cuanto se halle en
condiciones de facilitársela.
Por ello cuando el Sistema, o más concretamente el Estado abonó el terreno para que una si no más
generaciones de nuestros jóvenes abandonaran sus estudios para ganar dinero
fácil, empuñando una pala en una obra, no hizo sino hipotecar su futuro a corto
plazo, en la medida en que hoy por hoy
no son suficientes los jóvenes competentes para explicar correctamente
el fundamento físico que según la ley de
la palanca justifica porqué usamos una pala; curiosamente su número
coincide subrepticiamente con el de las legiones de jóvenes que, hoy por hoy, sobran en las obras.
Podemos así afirmar, y este caso constituye manifiesta
muestra de ello, cómo el Gobierno está haciendo oposiciones a su desintegración, en la misma medida en la que
desarrolla políticas activas que
persiguen no ya su propio desarrollo, hecho éste inherente a la propia
consecución del precepto. En este caso, el Estado, prefiere hipotecar su
futuro, y con ello el de todos aquellos
que forman parte del mismo; mediante la puesta en práctica de una política activa de educación que fomenta
la erosión del propio Sistema, mediante la erradicación de toda capacidad
crítica.
Así visto, resulta ciertamente incomprensible, cuando no del
todo falso. Sin embargo, es precisamente del análisis del último de los
componentes, de donde se extrae si no la respuesta, si tal vez el sentido de
las preguntas que a partir de ahora habrán de llevar todas y cada una de las
cuestiones de las que se sirva el individuo en la cada vez más acuciante
obligación de interrogar al Estado, no sólo en sus funciones, sino en la
finalidad que éste persigue con la consecución de las mismas.
¿Qué persigue un Estado cuando parece fomentar su
autodestrucción? Pues aunque pueda parecer paradójico, tal vez promover su
supervivencia a ultranza. ¿La manera? Anulando todo vestigio de capacidad
crítica, para erigirse luego, más bien de nuevo, en el único garante de si mismo, en tanto que último reducto de la
responsabilidad, esa capacidad que entre todos, hemos consentido ser
desposeídos de ella.
¡Devuélvannos el derecho a cuestionar! ¡Sólo así podrán volver
a tener un Estado, y no el miserable reflejo que de un mal rebaño de ovejas que
comienzan a tener!
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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