miércoles, 7 de noviembre de 2012

DE CUANDO A UNO YA NO LE QUEDAN GANAS NI DE ESPERAR.


Una vez que la certeza de que ya nada podemos aguardar del futuro comienza a ganar predominancia, es cuando la necesidad de hacer lo correcto pasa por dedicar nuestro tiempo, ese tesoro hasta hace poco tan escaso, y ahora tan excedente, en acudir a la Historia, a su estudio y a ser posible a su comprensión, en busca no ya de respuestas; lo que previsiblemente supondría alargar en el tiempo la agonía de este sistema, por otro lado superado; sino que nuestros pasos habrán de estar una vez más guiados por la necesidad humana de conocer más, en este caso forzando el replanteamiento de una nueva realidad, que será forjada mediante la formulación de preguntas.

El fracaso, o al menos la sensación que de manera irreversible le acompaña, se ha ido adueñando, poco a poco de nuestro presente y con ello de nuestra realidad. Pero lo peor no es eso, lo peor es que los recelos propios del mismo han extendido sus tentáculos de manera absoluta, y casi perpetua, adueñándose con ello de nuestro futuro, proyectándose mucho más allá de lo que para nosotros resulta perceptible,  y con ello controlable.

Uniendo, ahora sí, ambos conceptos, esto es Historia y sensación de fracaso, podemos sin mucho esfuerzo recrear un escenario en el cual, la generación que actualmente debería estar desarrollando al máximo sus capacidades, devolviendo, en cumplimiento de los preceptos de la denominada como teoría del Capital Humano, todos y cada uno de los costes que consideraron la que fue su formación, deberían de igual manera estar en disposición de efectuar esta devolución con los consiguientes intereses, los cuales habrían de constituir en sí mismos la plusvalía de la Sociedad de la que formaran parte. Y digo beneficios porque al estar referidos explícitamente a componentes humanos, no cabe por ninguna parte hablar de especulación, sino de plusvalía.


Esta plusvalía constituye, en cualquiera de sus múltiples órdenes y valores, el más importante, por no decir el único lícitamente válido en términos axiológicos, de los capitales a los que puede optar una sociedad. A su composición, éticamente valiosa en términos de propia concepción, hay que añadir la naturaleza de los logros a los que está dirigida. Se muestra así como el más importante de los valores a los que puede estar encaminada una sociedad, cuales son los de promover su propio desarrollo atendiendo para ello a la salvaguarda y mejoría permanente de los propios cánones, aquellos que la identifican, refuerzan y consolidan.

De la aceptación de todo lo expuesto hasta el momento, ha de extraerse a estas alturas un corolario fundamental, cual es el de comprender el papel fundamental que en cualquier sociedad moderna que se precie, esto es que desee verdaderamente sobrevivir incluso al mero paso del tiempo, la acción de los elementos encaminados a lograr tanto la salvaguarda como la mejora de los arbitrios definidos hasta este momento, ha de contar no ya con cuantos recursos sean definidos; sino que en la voluntad de cuantos conforman esa sociedad, y en especial en la de los que desarrollan en la misma cargos y funciones de responsabilidad, ha de estar innatamente sugerido lo indispensable de esa salvaguarda.

En las actuales circunstancias, la única sociedad que puede aspirar a sobrevivir es la que es capaz de evolucionar. Y hoy en día, la única sociedad que evoluciona es la que comprende el valor de la formación, en todos sus géneros.

Basta un sencillo paseo por nuestra historia más reciente, para comprobar, aunque no necesariamente para comprender, cómo la formación de sus gentes se convierte en la más importante de las acciones que un Estado, o cuando menos un Gobierno, puede llevar a cabo si se precia de estar realmente al servicio de sus administrados. Pero basta igualmente un sencillo paseo para comprobar la existencia y dominio de una realidad que por lo demás no sólo ha sustituido semejantes acicates de entre sus prioridades, sino que en un alarde de osadía, ha pervertido de manera completamente voluntaria tales compromisos, sustituyéndolos por otros más volubles, más acordes a los nuevos tiempos que corren, poniendo en marcha toda una serie de artimañas en pos de sentar los precedentes que converjan en la consolidación de una sociedad en la que los deseos de sus individuos, coincidan de manera más franca, y a ser posible evidente, con los principios que han sido considerados como dominantes, por esa misma sociedad.

Comienza así la desestructuración del Estado. Una labor perversa en tanto que contraproducente a priori para todos los componentes del sistema, y por ende para el sistema como tal. Una labor que parece propia de locos, cuando no de neuróticos, si tenemos en cuenta que arranca no como en principio podría parecer, de la acción de grupos anarquistas, descerebrados, o tan siquiera antisistemas. Una labor que hunde sus orígenes en las propias raíces del Sistema, y en la manifestación más formal que éste posee, a saber, el Gobierno.

Retrotrayéndonos en el pasado, y más concretamente en el instrumento del que el hombre dispone para indagar al respecto, es decir, la Historia, será suficiente con un instante para comprobar que los tiempos que a algunos no han tocado vivir, precisamente los que engloban a esa generación a la que antes hacía referencia; se encuadran en mitad de periodos por otro lado calamitosos. Acudiremos cuantas veces sean necesarias, a esa misma Historia, para comprobar la manera mediante la que, con bastante grado de aproximación, los periodos de tranquilidad no son sino instantes de transición, que más bien separan otros instantes de por sí mismos tumultuosos. Es como si el estado natural de la realidad procediera del tránsito entre calamidades, desgracias y miserias. En definitiva, los tiempos propios de los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Pero más allá de interpretaciones, o de su forma más remilgada, esto son, las consideraciones, lo único de lo que a estas alturas deberíamos estar seguros es de que el único elemento que puede salvar a una sociedad de su destrucción, proceda ésta de causas ajenas, o por el contrario sea el resultado de motivaciones intrínsecas, reside absolutamente en la formación, ya sea ésta la que se encuentre entre sus propios integrantes, o en cuanto se halle en condiciones de facilitársela.

Por ello cuando el Sistema, o más concretamente el Estado abonó el terreno para que una si no más generaciones de nuestros jóvenes abandonaran sus estudios para ganar dinero fácil, empuñando una pala en una obra, no hizo sino hipotecar su futuro a corto plazo, en la medida en que hoy por hoy  no son suficientes los jóvenes competentes para explicar correctamente el fundamento físico que según la ley de la palanca justifica porqué usamos una pala; curiosamente su número coincide subrepticiamente con el de las legiones de jóvenes que, hoy por  hoy, sobran en las obras.

Podemos así afirmar, y este caso constituye manifiesta muestra de ello, cómo el Gobierno está haciendo oposiciones a su desintegración, en la misma medida en la que desarrolla políticas activas que persiguen no ya su propio desarrollo, hecho éste inherente a la propia consecución del precepto. En este caso, el Estado, prefiere hipotecar su futuro,  y con ello el de todos aquellos que forman parte del mismo; mediante la puesta en práctica de una política activa de educación que fomenta la erosión del propio Sistema, mediante la erradicación de toda capacidad crítica.

Así visto, resulta ciertamente incomprensible, cuando no del todo falso. Sin embargo, es precisamente del análisis del último de los componentes, de donde se extrae si no la respuesta, si tal vez el sentido de las preguntas que a partir de ahora habrán de llevar todas y cada una de las cuestiones de las que se sirva el individuo en la cada vez más acuciante obligación de interrogar al Estado, no sólo en sus funciones, sino en la finalidad que éste persigue con la consecución de las mismas.
¿Qué persigue un Estado cuando parece fomentar su autodestrucción? Pues aunque pueda parecer paradójico, tal vez promover su supervivencia a ultranza. ¿La manera? Anulando todo vestigio de capacidad crítica, para erigirse luego, más bien de nuevo, en el único garante de si mismo, en tanto que último reducto de la responsabilidad, esa capacidad que entre todos, hemos consentido ser desposeídos de ella.

¡Devuélvannos el derecho a cuestionar! ¡Sólo así podrán volver a tener un Estado, y no el miserable reflejo que de un mal rebaño de ovejas que comienzan a tener!

Luis Jonás VEGAS VELASCO.



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