miércoles, 16 de enero de 2013

DE LAS CUENTAS, O DE UNOS CUANTOS QUE GANAN MUCHO CONTANDO CUENTOS.


“Me pide que defina a la Nobleza. Para colmo me exigirá que lo haga  con una sola frase, seguro que también quiere que ésta sea grandilocuente. Pues lo haré, un Noble es alguien que se atribuye los méritos que dignifican a la tierra, mientras exige que sea el Pueblo el que sangra por ella.”

La frase, atribuida a Lenin, y pronunciada  nada más llegar en tren a San Petersburgo procedente de su exilio voluntario en Suiza, bien pudiera encerrar cada una de las virtudes, o quién sabe si de los defectos, que acarrea la actual situación en la que vivimos. Una situación que se engloba ya para la Historia bajo el epígrafe de La madre de todas las Crisis Económicas, pero para la que a estas alturas ya sólo los cortos de miras, o quién sabe si de entendederas, consideran exclusivamente como económica.

Y me veo obligado a traer de nuevo a colación la cita, precisamente ahora, en este preciso instante, momento en el que ya tan sólo aspiro a que ninguna nueva sorpresa termine por dinamitar de manera definitiva, y ya sí tal vez irreversible, la somera confianza que en el modelo me queda. Un modelo débil, blasfemo y herético en las más amplias acepciones de los términos, los cuales no son grandilocuentes, sino más bien los únicos que, dado lo miserable que ha sido la jornada en lo que a  términos morales; creo alcanza a definir a grandes rasgos, y por ello con premura, la tasa de inflación moral desde la que el mundo, y en especial España, arrancarán su jornada mañana.

Una jornada en la que, sin solución de continuidad, habremos de mesurar la posibilidad de mezclar en la misma baraja, intentando a pesar de todo no cortar; a auténtico cafres de medio pelo, los cuales por otra parte compartirán postín con avezados de medio pelo, algunos de ellos con mejor bigote, y todos sin duda con mejores trajes, los cuales entonarán de nuevo otra oda a la miseria, destinada a ensombrecer a aquéllos que una vez redactaron nuestras máximas, convencidos no ya de que eran imprescindibles, sino más bien o sobre todo de que nuestro país las merecía.

Pero lejos de tratar de personalizar, y no por falta de motivos, sino más bien por falta de espacio; creo que un día más he de poner de manifiesto la definitiva defenestración de la Clase Política de nuestro País.
Defenestre que alcanza definitivamente a todos por igual, toda vez que, por acción o por omisión, nadie parece poder salvarse definitivamente a la hora de pasar por justo, o por pecador.
Porque a estas alturas, lo único de lo que inexorablemente todos estamos de acuerdo, es en el irreversible estado de depravación, en el que han caído no ya la Política, sino nuestros políticos.

Llegados a este extremo, hemos de enfrentarnos inexorablemente a una cuestión sempiterna. ¿Pueden las instituciones, basadas en su innata abstracción, mantenerse al margen de las calamidades que las acciones de sus participantes las traen aparejadas?
La cuestión es, a mi entender, fundamental. Y lo es porque, en un momento fundamental, como es éste que nuestro presente nos ha reservado, nos vemos en la irremediable conmiseración de comprobar con desazón, cuando no con abierta desazón, cómo en apenas unos instantes, los que van de los años finales del pasado siglo XX, a los primeros del siglo que, aunque no lo parezca, apenas hemos comenzado a rozar; hemos dinamitado no ya sólo las características de un modelo económico en apariencia sólido, como lo era aquél sobre el que construimos nuestras aspiraciones. Un modelo que, tal y como la Realidad, una vez más taciturna se han empeñado en demostrar, no era sino otro mero espejismo de los múltiples que preñan la Historia de nuestra Humanidad.

Pero este instante, este aquí y este ahora, es dueño de una circunstancia nunca antes experimentada en el tiempo. La que procede de comprobar cómo, todo el mundo, cada uno en su proporcional manera, es consciente de la realidad a unos niveles desconocidos hasta el momento, desconocidos porque nunca antes una sociedad lo fue hasta tal extremo de la información.
Y de la información se deriva formación, o al menos conducta válida para tener opinión. Por eso, en nuestra actualidad, con la contada salvedad de los hoy por hoy casi inexistentes analfabetos funcionales, todos hemos de ser capaces de tener opinión propia, lo que inexorablemente nos ambigua con el término de la responsabilidad.

No se trata, ni mucho menos, de afirmar que hoy por hoy nadie se pueda equivocar. Se trata de asumir que permanecer en el error constituye, en sí mismo, una postura. Postura que puede proceder del ejercicio de una voluntad, en cuyo caso ¡yo adelante, en el error, pero firme!  O en el peor de los casos puede constituir el reflejo de un nuevo modelo de intransigencia, indefectiblemente ligado a la cesión gratuita de nuestro espacio y de nuestro tiempo en principio marcado para el ejercicio de nuestra acción, en cuyo caso no habremos de dudar que pronto será ocupado por otros, o lo que es lo mismo, otros vendrán a pensar por nosotros, o lo que es peor, a decirnos cómo hemos de pensar.

Es el renacer del fundamento de la alienación. Un proceder por otro lado tan viejo, como los tiempos, porque como la necesidad de saciar el hambre, o el resto de apetitos, el individuo humano siempre ha tenido la necesidad categórica de saberse dueño de la Razón, o en su defecto de contar con los medios para imponerla. Es una certeza antropológica.

Por eso me da tanta pena certificar la miseria moral que supone cuan corta evolución. Y digo esto porque tan sólo desde la revisión fundamentada de los aspectos referidos desde el principio, podemos atender a diseñar el escenario franco que nos permita comenzare a entender el fenómeno por el cual, a pesar de la miseria cuando no la barbarie institucional que nos rodea, es la calle la que por otro lado sólo se mantiene tranquila.

¿No será por el contrario, lejos de un motivo de satisfacción, la  muestra definitiva del triunfo de la alienación sostenida?

No será ésta, la única manera de poder finalizar sin volvernos locos, o sin pedir cabezas, jornadas como la que ya acaba, en la que BÁRCENAS queda al descubierto, GÜEMES ha de darse el piro, BOTELLA sigue sin dimitir, MAS hace mutis por el foro, y DURÁN I LLEIDA dice donde dije digo, ahora no digo nada.

Pero en Política no vale con decir nada, es más, a menudo el silencio es motivante de dimisión, CHURCHILL acuñó el término silencio clamoroso. Así que, cuando el presente se alía con la fonoteca, el escándalo está servido. Y si encima a tal estado, le añadimos las calenturas propias de una Campaña Electoral, tendremos sobre la mesa el escenario propiciatorio para lo que a todas luces habría de ser el fin de una carrera política.

Mas no olvidemos que estamos en España. Un país qué, como dijo Julián MARÍAS, puede asistir impávido a la muerte de una virgen, si bien luego puede hacer que arda Troya porque no está conforme con el precio de un café en barra.

Y el Gobierno lo sabe, y por ello hace de tales hechos su máxima preocupación, y el camino en el que pone todo su empeño. Por un lado nos escamotea datos que cuestionan esos otros que ellos manejan hoy, que hablan de una supuesta recuperación, mientras que por otro lado incrementan por encima de los tres millones de euros el presupuesto para la policía.

Si es que ya se sabe, unas veces con un cirio, otras con un palo.
E Incomprensiblemente, a estas horas, la señora de COSPEDAL, todavía sin dimitir. ¡Menos mal que pasa en España!

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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