“Me
pide que defina a la Nobleza. Para colmo me exigirá que lo haga con una sola frase, seguro que también quiere
que ésta sea grandilocuente. Pues lo haré, un Noble es alguien que se atribuye
los méritos que dignifican a la tierra, mientras exige que sea el Pueblo el que
sangra por ella.”
La
frase, atribuida a Lenin, y pronunciada nada más llegar en tren a San Petersburgo
procedente de su exilio voluntario en Suiza, bien pudiera encerrar cada una de
las virtudes, o quién sabe si de los defectos, que acarrea la actual situación
en la que vivimos. Una situación que se engloba ya para la Historia bajo el
epígrafe de La madre de todas las Crisis Económicas, pero para la que a
estas alturas ya sólo los cortos de miras, o quién sabe si de entendederas,
consideran exclusivamente como económica.
Y me
veo obligado a traer de nuevo a colación la cita, precisamente ahora, en este
preciso instante, momento en el que ya tan sólo aspiro a que ninguna nueva
sorpresa termine por dinamitar de manera definitiva, y ya sí tal vez
irreversible, la somera confianza que en el modelo me queda. Un modelo débil,
blasfemo y herético en las más amplias acepciones de los términos, los cuales
no son grandilocuentes, sino más bien los únicos que, dado lo miserable que ha
sido la jornada en lo que a términos
morales; creo alcanza a definir a grandes rasgos, y por ello con premura, la
tasa de inflación moral desde la que el mundo, y en especial España, arrancarán
su jornada mañana.
Una
jornada en la que, sin solución de continuidad, habremos de mesurar la
posibilidad de mezclar en la misma baraja, intentando a pesar de todo no
cortar; a auténtico cafres de medio pelo, los cuales por otra parte compartirán
postín con avezados de medio pelo,
algunos de ellos con mejor bigote, y todos sin duda con mejores trajes, los
cuales entonarán de nuevo otra oda a
la miseria, destinada a ensombrecer a aquéllos que una vez redactaron nuestras
máximas, convencidos no ya de que eran imprescindibles, sino más bien o sobre
todo de que nuestro país las merecía.
Pero
lejos de tratar de personalizar, y no por falta de motivos, sino más bien por
falta de espacio; creo que un día más he de poner de manifiesto la definitiva
defenestración de la Clase Política de nuestro País.
Defenestre
que alcanza definitivamente a todos por igual, toda vez que, por acción o por
omisión, nadie parece poder salvarse definitivamente a la hora de pasar por justo, o por pecador.
Porque
a estas alturas, lo único de lo que inexorablemente todos estamos de acuerdo,
es en el irreversible estado de depravación, en el que han caído no ya la
Política, sino nuestros políticos.
Llegados
a este extremo, hemos de enfrentarnos inexorablemente a una cuestión
sempiterna. ¿Pueden las instituciones, basadas en su innata abstracción,
mantenerse al margen de las calamidades que las acciones de sus participantes
las traen aparejadas?
La
cuestión es, a mi entender, fundamental. Y lo es porque, en un momento
fundamental, como es éste que nuestro presente nos ha reservado, nos vemos en
la irremediable conmiseración de comprobar con desazón, cuando no con abierta
desazón, cómo en apenas unos instantes, los
que van de los años finales del pasado siglo XX, a los primeros del siglo que,
aunque no lo parezca, apenas hemos comenzado a rozar; hemos dinamitado no ya
sólo las características de un modelo económico en apariencia sólido, como lo
era aquél sobre el que construimos nuestras aspiraciones. Un modelo que, tal y
como la Realidad, una vez más taciturna se han empeñado en demostrar, no era
sino otro mero espejismo de los múltiples que preñan la Historia de nuestra
Humanidad.
Pero
este instante, este aquí y este ahora, es dueño de una circunstancia nunca
antes experimentada en el tiempo. La que procede de comprobar cómo, todo el
mundo, cada uno en su proporcional manera, es consciente de la realidad a unos
niveles desconocidos hasta el momento, desconocidos porque nunca antes una
sociedad lo fue hasta tal extremo de la
información.
Y de
la información se deriva formación, o al menos conducta válida para tener
opinión. Por eso, en nuestra actualidad, con la contada salvedad de los hoy por
hoy casi inexistentes analfabetos
funcionales, todos hemos de ser capaces de tener opinión propia, lo que inexorablemente
nos ambigua con el término de la responsabilidad.
No se
trata, ni mucho menos, de afirmar que hoy por hoy nadie se pueda equivocar. Se
trata de asumir que permanecer en el error constituye, en sí mismo, una
postura. Postura que puede proceder del ejercicio de una voluntad, en cuyo caso
¡yo adelante, en el error, pero
firme! O en el peor de los casos
puede constituir el reflejo de un nuevo modelo de intransigencia,
indefectiblemente ligado a la cesión gratuita de nuestro espacio y de nuestro
tiempo en principio marcado para el ejercicio de nuestra acción, en cuyo caso
no habremos de dudar que pronto será ocupado por otros, o lo que es lo mismo,
otros vendrán a pensar por nosotros, o lo que es peor, a decirnos cómo hemos de
pensar.
Es el
renacer del fundamento de la alienación. Un proceder
por otro lado tan viejo, como los tiempos, porque como la necesidad de saciar
el hambre, o el resto de apetitos, el individuo humano siempre ha
tenido la necesidad categórica de saberse dueño de la Razón, o en su defecto de
contar con los medios para imponerla. Es una certeza antropológica.
Por
eso me da tanta pena certificar la miseria moral que supone cuan corta
evolución. Y digo esto porque tan sólo desde la revisión fundamentada de los
aspectos referidos desde el principio, podemos atender a diseñar el escenario franco que nos permita
comenzare a entender el fenómeno por el cual, a pesar de la miseria cuando no
la barbarie institucional que nos rodea, es la calle la que por otro lado sólo
se mantiene tranquila.
¿No
será por el contrario, lejos de un motivo de satisfacción, la muestra definitiva del triunfo de la
alienación sostenida?
No
será ésta, la única manera de poder finalizar sin volvernos locos, o sin pedir
cabezas, jornadas como la que ya acaba, en la que BÁRCENAS queda al
descubierto, GÜEMES ha de darse el piro, BOTELLA
sigue sin dimitir, MAS hace mutis por el
foro, y DURÁN I LLEIDA dice donde
dije digo, ahora no digo nada.
Pero
en Política no vale con decir nada, es más, a menudo el silencio es motivante
de dimisión, CHURCHILL acuñó el término silencio
clamoroso. Así que, cuando el presente se alía con la fonoteca, el
escándalo está servido. Y si encima a tal estado, le añadimos las calenturas propias de una Campaña
Electoral, tendremos sobre la mesa el escenario propiciatorio para lo que a
todas luces habría de ser el fin de una carrera política.
Mas no
olvidemos que estamos en España. Un país qué, como dijo Julián MARÍAS, puede
asistir impávido a la muerte de una virgen, si bien luego puede hacer que arda
Troya porque no está conforme con el precio de un café en barra.
Y el
Gobierno lo sabe, y por ello hace de tales hechos su máxima preocupación, y el
camino en el que pone todo su empeño. Por un lado nos escamotea datos que
cuestionan esos otros que ellos manejan hoy, que hablan de una supuesta recuperación, mientras que por
otro lado incrementan por encima de los tres millones de euros el presupuesto
para la policía.
Si es
que ya se sabe, unas veces con un cirio,
otras con un palo.
E
Incomprensiblemente, a estas horas, la señora de COSPEDAL, todavía sin dimitir.
¡Menos mal que pasa en España!
Luis
Jonás VEGAS VELASCO.
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