…o de las circunstancias que, sin el menor atenuante, impiden
definitivamente el desarrollo, ni tan
siquiera conceptual, de España.
Una vez más, nos vemos obligados a tratar de hallar en la
paradoja, no tanto las respuestas, sino tan solo las preguntas, a partir de las
cuales empezar a concebir una predisposición mínimamente plausible tanto del
rumbo que está finalmente dispuesto a tomar este país, como por supuesto de los
riesgos que, en pos de conseguirlo, está dispuesto a correr.
De observar el presente, con las limitaciones que impone el
hacerlo con los ojos del pasado, bien podríamos una vez más cometer la
imprudencia de alegar exceso de confianza, convirtiendo con ello la ventaja que
a priori constituye el conocimiento de la Historia, con un serio hándicap quién
sabe si imposible de superar.
Desde esa perspectiva, sería plausible considerar, incluso
sinceramente, que el actual grado de degradación en el que se encuentra no ya
el Estado como institución, sino incluso España como estructura, no han
alcanzado realmente el punto de no retorno sobre cuya alerta algunos
llevamos meses clamando; para, por el contrario, sumirnos una vez más en la
extraña circunscripción emotiva en base a la cual, el mero paso del tiempo ha
de traer, de manera casi inexorable en este caso, la solución a todos nuestros problemas.
Y es precisamente en el contenido de esa última parte de la
reflexión, donde radica substancialmente el
problema. A saber, nuestros en términos absolutos, ya no tenemos ni siquiera
nuestros problemas.
Echando ligeramente la vista atrás, y sin ánimo de ser
excesivamente didácticos, sí que hemos no obstante de rememorar que desde el
momento en el que nuestro país acepta ingresar como miembro de pleno derecho
del denominado Proyecto Europeo lo
hace, como les pasa al resto de integrantes, asumiendo una serie de
circunstancias previas e inexorables las cuales, al menos en el caso que nos
atañe hoy, pueden resumirse a la cesión de su política monetaria, lo que a
grandes riesgos supone un alto grado de renuncia efectiva al verdadero control
de su Política Económica.
A partir de la contemplación de tal dato, resulta evidente
que soluciones cercanas al sortilegio cercanas a la moneda de vellón que Jaime I implantó en su momento, o jugadas
como las que Felipe III promulgó de manera previa a la Segunda Bancarrota que La Corona auspició, y que consistía en el acaparamiento de
monedas confeccionadas con tres pepitas
de oro, para devolver después la mercado otras semejantes acuñadas con solo
una, o directamente elaboradas en cobre; constituyen acciones que aportan poco
más que el gusto por la excentricidad históricas, pero que quedan en cualquier
caso muy alejadas no ya de elevarse al grado de solución, sino que superan con
poco la consideración de mera jactancia.
No le queda otra pues al Gobierno, al menos no ya al
monarca, que tomar cartas en el asunto. Y para ello ha de elegir, lo subrayo, incidir en la única consideración que en
materia económica la queda realmente a España dentro de sus competencias. A
saber, la fijación y control efectivo de su Déficit
Presupuestario.
Si yo les dijera que la explicación de las a priori
complejas variables que concitan no ya la comprensión, sino sencillamente la
explicación de qué es el Déficit
Presupuestario, se encontraba dentro del temario de ese Decamerón en el que para algunos llegó a
convertirse la asignatura denominada Educación
para la Ciudadanía, muchos no esperarán ni un segundo más para hacer caso a
sus impulsos de mandar definitivamente a
hacer puñetas la lectura del presente, y con ello a aquél que lo escribe… Sin
embargo centrando ahora sí mi ánimo no didáctico, sino meramente descriptivo,
en los que han decidido quedarse; diré que el Déficit Público no es más que una variable gubernamental, por ello
y solo por ello sujeto todavía de manera estricta a los gobiernos, de entender
y consolidar sus políticas aún a sabiendas de que, en la mayoría de los casos,
éstas superan con mucho las capacidades económicas que para sufragarlas tiene
el Estado, que tiene indefectiblemente que acudir a consideraciones ajenas sencillamente, para poder gobernar sin tener
que verse obligado a someter a la displicencia de sus electores, el hecho
innegable según el cual, disparar con
pólvora del rey es siempre ejercicio vacuo.
Constituye pues la ejecución y por ende puesta en práctica
de políticas destinadas al control del endeudamiento público, a sazón tal vez
el último vestigio de la efímera sensación de autogobierno con la que todavía
cuentan esperpentos de gobiernos como aquél en el que se ha convertido, la
larga retahíla de gestores que hoy por hoy viven la ficción de controlar
España.
Y ebrios de semejante posición, casi lógico resulta que
hagan uso del ilusionismo, a la hora
de tratar de convencernos de cosas tales como que el Déficit Público es algo que verdaderamente se puede controlar desde
el Gobierno, el cual está en condiciones de desarrollar Políticas Activas
destinadas a lograr tal control.
Y es entonces cuando surge la gran pregunta: ¿Pero no es
acaso verdad que detrás de la mera constatación de la existencia del Déficit,
que se esconde la manifestación expresa del fracaso rotundo de un Gobierno?
La pregunta, que parece en principio vana, tiene en realidad
una enjundia terrible en tanto que esconde una respuesta trampa al servir, sin
el menor género de dudas, para conciliar con su verdadera realidad ideológica,
a cualquier gobernante que tenga la osadía de posicionarse al respecto; cuando
no la capacidad para hundir a cualquier Gobierno que titubee lo más mínimo al
respecto. Y si no, a las pruebas me
remito.
Porque si en algo está todo el mundo de acuerdo es en que el
Déficit, o al menos el posicionamiento gubernamental al respecto, constituye
por sí solo la piedra de toque desde la que inexorablemente podemos ubicar en
términos ideológicos a un Gobierno.
Desde un punto de vista propiciatorio de la Derecha más
tradicionalista y por ende conservadora, la mera existencia del tan temido
Déficit, constituye por si solo la constatación efectiva de su incapacidad
manifiesta para gobernar, toda vez que su función de gobierno se percibe única
y exclusivamente en términos de gestión, e inexorablemente la gestión de deuda,
que es a lo que en último extremo se reduce la realidad, una vez soslayado el
eufemismo, es por sí mismo la ruina de un Gobierno de carácter conservador.
Sin embargo y a grandes rasgos, cuando se trata de un
Gobierno de Izquierdas el que ha de afrontar la crisis premonitoria de un
ejercicio de constatación severa de Déficit, nos encontramos con el hecho
innegable de que, efectivamente, lo tiene más sencillo. La causa, una vez más,
la hemos de buscar en los condicionantes ideológicos, o para ser más
exhaustivos, en las consecuencias prácticas que la adopción de políticas coherentes
con los a priori ideológicos tienen, al menos en lo concerniente a, por
ejemplo, la apuesta decidida por políticas de marcado carácter social las
cuales, de manera evidente, tienen resultados obviamente desastrosos si nos
limitamos a constatarlas atendiendo para ello a valores exclusivamente
sometidos a los cánones de la productividad.
Con todo ello, de la lectura detenida de lo dicho hasta el
momento, se deduce aparentemente de manera ineludible la constatación negativa
que conllevó la aprobación unánime que con el voto no ya de ambos partidos
mayoritarios, sino con el triunfo de las dos en apariencia únicas tendencias
ideológicas que en apariencia pueblan España; se dio de la que se llamó ley
para la sostenibilidad del Déficit Público, y que al menos de la lectura del
Preámbulo, se deduce que está destinada a fomentar la imposición del pago del
Déficit como una de las grandes prioridades a las que ha de someterse a partir
de ese momento todo Gobierno, sea del perfil que sea.
En definitiva, se trata de la constatación manifiesta y
suficiente de que, desde la aprobación de la mencionada, la función de un
Gobierno no pasa ya por la búsqueda
inusitada de valores, conceptos, procedimientos y actitudes que redunden
definitivamente en la mejora efectiva de su país y de sus integrantes. Más
bien al contrario, desde la aprobación de la mencionada ley, y mucho más a
partir de la entrada en vigor de las modificaciones constitucionales que
permitieron su redacción, lo cierto es que hoy por hoy, la función de un gobierno
es preservar intacta la convicción de cobro que se halla instalada en el seno
de los que en última instancia son acreedores del país.
No se trata tan solo de que hayamos pues de defendernos
activamente de nuestros gobernantes, es que, de manera solvente y eficaz,
gobiernan activamente en contra de nuestros intereses.
¿A alguien le queda duda alguna de que no se trata solo de
una privatización masiva, sino de la compra inmisericorde de un país?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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