miércoles, 19 de junio de 2013

AHORA NO SOLO SABRÁN QUE SOMOS MALOS. AHORA ADEMÁS SABRÁN QUE SOMOS VERDADERAMENTE INCOMPETENTES.

Derramo una vez más mi frustración en forma de manifiesta ofuscación hacia el tiempo perdido, cuando acude en mi auxilio, en este caso, mi propensión hacia lo abstracto como forma de enfrentarme a los acontecimientos.
Desde la alfeiza de mi ventana, me proyecto una vez más hacia lo que debería de ser el futuro, mas como en el propio caso de la característica atribuible al lugar en el que como digo hoy establezco mi torre de lontananza, he de asumir para mi desgracia la posibilidad de que lo prudente haya de pasar no tanto por el camino hacia delante, como más bien por el repliegue, visto por supuesto no como retroceso manifiesto de nuestras posiciones de razonamiento, sino más bien maniobra destinada a la toma de impulso.

Y es así que, la perspectiva que procede de observar las cosas desde la distancia, tiende a proporcionarte, de manera inequívoca a la par que integradora, una proyección realmente envidiable, sobre todo a la hora de llevar a cabo disquisiciones destinadas a formular valoraciones cuando no abiertamente juicios, en los que el aporte subjetivo adquiere rango de verdadera legitimación.

Sin embargo, no es menos cierto que esa misma perspectiva, que esa misma distancia, acaba por trasmutarse en un franco alejamiento de la realidad, que conduce de manera en principio inexorable hacia la deshumanización del agente activo.

Comienza a ser, alcanzado semejante estado, que comportamientos casi olvidados, cuando no abiertamente censurados, tales como el cinismo, los razonamientos paradójicos, y qué decir de los protocolos a base de silogismos; adoptan de nuevo patente de corso, campando abiertamente por sus designios, sumándonos sin el menor recato ni pudor en un estado de apoplejía moral cuyas consecuencias están tan solo al alcance de ser definidas a colación de los que siguieron con detenimiento, a finales del XIX, las estribaciones, cuando no abiertamente las derivas que el parnasianismo sembró, como hoy primero por Europa, y finalmente en España.

Es así que hoy, sobre poco más o menos que como entonces, siempre habrá alguien (no en vano dice La Torá “(…) que es así que incluso sobrevenido el peor de los tiempos, siempre se podrán encontrar treinta y seis hombres justos…”); a quien en definitiva, el actual estado de las cosas no solo escandalice, sino que abiertamente le escandalice.

Porque si hay algo que me lleve al estado de estupefacción en el que me muevo, es precisamente la ausencia de estado propiamente dicho en quienes me rodean.
Con unas cifras de paro en volúmenes desconocidos. Una vez superadas todas y cada una de las “barreras psicológicas” que todos nuestros políticos nos ponían ( a pesar de lo cual no hay ni habrá seguramente una sola dimisión) y con unas cifras de consumo interno desconocidas e inviables, que nos llevan a unas proporciones solo comparables a las que en 1929 conducían a empresarios a saltar literalmente desde su ventana; lo cierto es que el actual estado de sodomía conceptual en el que nos hallamos inmersos es tan sólo comprensible si asumimos como tal el ascenso de los esperpentos del teatro de D. Ramón,  al ejercicio político, o desde la visión que aporta el parnasianismo, aplicada en este caso a la práctica totalidad de los elementos atrincherados tras lo que llamamos realidad,

Realidad que se torna sórdida cuando tratamos de someterla a los perfiles de la realidad. Tétrica cuando el tamiz lo ponemos en los límites que es capaz de concebir el entendimiento humano, y por supuesto irreconciliable con el sentido común cuando lo que aplicamos es el tamiz de la justificación conceptual.

Dibujamos entonces así el esquema de una realidad que no resulta concebible. Una Realidad Surrealista, concepto éste que, lejos de erigirse en cacofonía, revierte sobre si mismo, impregnando con ello todo lo demás; en especial el cúmulo de aberraciones de las que hemos de ir haciendo acopio no tanto para tratar de comprender el esperpento que determinamos, como cuando menos los parámetros desde los que los mismos pueden ir siendo paulatinamente considerados.

Comenzamos así a intuir no tanto una realidad, sino más bien solo sus efectos; conformada a partir de una sucesión de percepciones manifiestamente maniqueas, que tienen su componente matricial nada más y nada menos que en el historicismo, esto es, la capacidad innata que por rutina se concibe en las sociedades adultas, en base a la cual los contemporáneos de las mismas asumen, de manera necesaria, que sin el menor género de dudas, el tiempo que es propio constituye, sin el menor género de dudas, el mejor tiempo en el que se podría vivir.

Contemplando desde semejante perspectiva los componentes que concitan la realidad que nos es propia, podemos comenzar a elaborar una especie de mapa conceptual destinado en este caso no tanto a convertir en asumible un pensamiento, como a hacer comprensible al esquema humano de las cosas a partir del cual ese concepto ha de ser comprensible.

Así, la cuestión no pasa tanto ya por discutir si en realidad somos todos o no iguales ante la ley. Ni siquiera se trataría de comprender si estadísticamente se pueden cometer trece errores consecutivos a la hora de tramitar expedientes asociados a movimientos inmobiliarios achacables a personas cuyo nif especial cuenta tan solo con dos cifras.
Tampoco se trataría pues, de ser capaces de analizar si es lógico que un Tribunal de Justicia declare nulas las actuaciones que han llevado a dar con sus huesos en la cárcel a uno de los banqueros responsables del agujero por todos conocido.
De que al juez que ha instruido el caso mañana le pueda caer un chuzo del copón, es algo de lo que, indefectiblemente, tampoco vamos a hablar.
Renunciamos igualmente a someter a consideración el porqué de que en cualquier otro país serio, o al menos en el que “los Sainetes” no forman parte de la génesis estructural del tejido estatal; personas como el Sr. Bárcenas estarían en la cárcel, arrastrando consigo a una mayoría de sus adláteres, mientras que en España ni tan siquiera se ha recogido no ya una dimisión, nos conformaríamos con una intervención pública, aunque fuera de rango menor, como aquélla protagonizada por la Sra. Secretaria de Estado de Hacienda.

Nos bastará, no ya llegados, sino plena y conscientemente superados los límites de estos acontecimientos, a tener que analizar no tanto la conformación, como sí en cualquier caso la conducta, de los que redundan, jalean y consienten con los hechos descritos.

Se trata pues, no ya de tratar de encontrar respuesta a la pregunta derivada del cómo es posible que a estas alturas, con el Estado literalmente reducido a la condición de trapo de cocina (recientes investigaciones redundan en afirmar que es difícil encontrar más bacterias por centímetro cuadrado), los servicios públicos desaparecidos cuando no privatizados; y teniendo como tenemos a nuestros representantes subastándose lo que queda del chiringo convencidos tan solo de que su labor pasa inexorablemente por perpetuarse en el cargo; la verdad es que ahora más que nunca, he de preguntarme hasta dónde o hasta cuánto estamos esperando, o estamos dispuestos a soportar.

Es ahora cuando pregunto, ¿Qué es más doloso, lo de malos, o lo de incompetentes?



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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