miércoles, 11 de diciembre de 2013

DE CUANDO LA MANO QUE MECE LA PORRA, NO ES LA MANO QUE MUEVE EL MUNDO.

Asistimos con desasosegante silencio, y desde la más profunda de las estulticias, al proceso por el cual ascendemos a rango de Ley Natural lo que hasta hace poco se quedaba tan solo en condición hipotética (eso sí, deductiva), en base a la cual no era sino el silencio cómplice lo que nos convertía en vulgares parásitos del que hasta hace poco había constituido nuestro sistema. Nuestra absoluta pasividad, sintetizada precisamente a base de semejante silencio, vienen a avalar a cuantos se escudan en el “nosotros hacemos aquéllo para lo que hemos sido votados.”

Contextualizando mis oprobios a los generados en torno a la Nueva Ley Mordaza, ¡perdón! ¿En qué estaría pensando? Me refiero a la nueva Ley de Seguridad Ciudadana; bien podemos traer a rango de actualidad la constatación expresa de aquélla vetusta afirmación, premonitoria en cualquier caso, que venía a rezar que “(…) así no hay Estado más injusto, que aquél que necesita ocultar sus miserias tras un sinnúmero de leyes.”

Redundando una vez más en la desesperante certeza de que una de las características que mejor describe tanto a este Gobierno, como especialmente al Grupo Político sobre el que descansa la base y por ende la responsabilidad de la carga ideológica que infecta de manera denodada todas y cada una no ya solo de sus decisiones, sino simplemente de sus pensamientos; pasa por la indefectible constatación diaria de que el grado de sometimiento del Pueblo Español no tiene, hoy por hoy, comparación con ninguna época pasada. Algo que hasta hace poco les ha llenado de sorpresa. Pero hoy por hoy, y llegados a este punto, han decidido dejarse de paños calientes, y empezar a ejercer de lo que ciertamente siempre han sido y, hasta hoy no se han atrevido a volver a demostrar.

Pero dar el menor viso de credibilidad a la todavía hoy incipiente teoría de que algo tan complejo como esto es propio de ellos, no constituye sino el objeto propio de un proceder que resultaría, de todas, todas, demasiado generoso para con lo poquito que intelectualmente la mayoría de ellos es capaz de generar.

Así, navegamos en las profundas, a la par que tumultuosas aguas de los mares que lindan con la Historia y con la Filosofía, nos topamos con la magnífica figura de un ARISTÓTELES el cual, entre un ingente cúmulo de acciones, tuvo a bien diseñar por ejemplo la que constituye nutrida visión de los que a todas luces habrían de ser correctos procederes a la hora de vincular al Hombre, para con sus todavía incipientes labores políticas.
Eso sí una vez superada la base, esto es, la que pasa por asumir que indefectiblemente el Hombre constituye efectivamente una substancia política toda vez que logra el desarrollo de su virtud, esto es la consagración de aquello para lo que está predispuesto, precisamente a través del ejercicio de la actividad pública, consagrando con ello a los factores de virtud política aquéllos que por ende son propicios al quehacer ético; acabamos pues por vernos obligado a dar, por primera vez en la Historia, al menos en la que hasta el Periodo Helenístico contaba, un notable salto cualitativo y cuantitativo, destinado no obstante a justificar tal devaneo.

Se permite así entre otras licencias el genial ARISTÓTELES, todas ellas a lo largo de los libros V y VII de “LA POLÍTICA”, ir desgranando cuestiones tanto etimológicas, como otras de denodado carácter práctico. Destaca, o tal vez sería más justo decir que me gusta sobremanera aquélla en la que afirma que “Es así que la Polis en Justicia creada, no habrá de tener nunca una extensión superior a la que un hombre pueda constatar de manera que sus límites sean siempre abarcables por la mirada de éste.”

Sin embargo, e insisto por supuesto que sin denostar en lo más mínimo ni una sola de las consideraciones prácticas que hace al respecto; lo cierto es que partiendo siempre de mi legítima consideración, resultan mucho más útiles las que hacen expresa reflexión a las computables en torno de las disposiciones teóricas o de conformación que habrán de regular los aspectos más profundos de las mencionadas Polis, a la sazón cunas y orígenes de los modelos que rigen nuestras actuales concepciones de Estados.

Así, dirigido directamente en pos de determinar cuál es la manera más sabia de gobierno, se ve obligado a rechazar la idea de concernir a tal grado a la Monarquía. Cierto es que el rechazo a tal forma de gobierno no procede de su gusto, ni de una demora caprichosa. Tal decisión procede más bien del ejercicio de certeza estadística que procede de constatar que el elevado nivel de constataciones intelectuales, morales y de conducta imprescindibles todas ellas para convertir en válido a un Rey son tan exigentes a la par que poco habituales en un solo hombre, que verdaderamente parece poco riguroso esperar sinceramente que las mismas se den de manera  razonable en lo que supone no mayor número de una vez cada generación.
Solventa ARISTÓTELES el hándicap que se crea decantándose por la Aristocracia, a saber un sistema basado en la cesión de los poderes del Pueblo, de los que se hace depositario un grupo más o menos numeroso, aunque sin duda suficientemente nutrido, que se hace valedor del carácter toda vez que el filósofo considera, de manera más o menos ingenua, que al menos en lo concerniente a los preámbulos conceptuales, el cúmulo de saber y virtud exigible que hace inoperante la opción de un monarca, bien puede salvarse considerando la posibilidad de repartir el que denominaremos coeficiente de virtud positivo, entre un grupo de individuos al que se le exigirá su demostración, también de manera grupal.

Y es aquí donde, trayendo a la actualidad los apuntes del filósofo, constatamos de manera evidente el momento en el que los mismos se convierten en paradoja. Este  momento que convierte el proceso en algo netamente virtuoso, a saber el hecho de que todo él descansa en la constatación de la certeza de que todos los ánimos que mueven al sistema, lo hacen siempre insuflados por la certeza de la búsqueda del bien común, se ven definitivamente desplazados, por no decir manifiestamente superados, en el momento en el que el ciudadano, como último no lo olvidemos, receptor práctico del proceder, descubre para su delirio que los principios virtuosos que a priori habrían de formar parte de los regímenes aristocráticos en su génesis, se han visto definitivamente superados por la elocuente a la vez que perniciosa búsqueda de la satisfacción particular, derrumbando con ello y de manera tan definitiva como lamentable aquello sobre lo que reposaba todo el Edificio Aristotélico.

Supone así pues la constatación más que evidente de semejante derrumbe, la prueba última a la par que inmejorable, de la absoluta imposibilidad que, hoy por hoy, puede quedar a la hora de seguir justificando cualquier teoría de gobierno.
La absoluta podredumbre que parece inundarlo todo, convierte en ilusorio cualquier intento no por lícito más realista, de devolver al Pueblo algo más que la confianza no tanto en sus  políticos, como sí en los sistemas que los encumbran, mantienen, y cuya aparente debilidad estructural tiende a desmoronar junto con ellos mismos.
Resulta así pues que más de dos mil años de ejercicio político, con sus luces y por supuesto con sus sombras, parecen estar condenados a demostrar qué, efectivamente, ARISTÓTELES tenia razón y, efectivamente, resulta imposible encontrar a cien hombres justos.

A la constatación de semejante hecho parece abonada la acción política actual. Empeñados en convertirlo todo en un lodazal en el que las distintas razas y familias del porcino se disputan los mejores sitios de la charca, lo único que parece quedar claro una vez constatada la flagrante debilidad en lo que a tenor del ejercicio en pos de la virtud en que se manejan nuestra casta política, es que en la actualidad el sistema sobrevive no por la acción de los que le representan, sino que lo hace desde la certeza de que una especie de inercia conductual, que descansa sobre la voluntad de los ciudadanos, en tanto que últimos actores y receptores, les lleva a participar de la engañosa convicción de que solo puede ser así.

En consecuencia, somos testigos de una instancia en la que no ya la acción de gobernar, sino otra mucho más profunda en tanto que afecta a la infraestructura del sistema, a saber la única competente para legitimarlo; sobrevive al límite de lo que denominaríamos sostenimiento de constantes vitales, y que alcanza su máximo grado de exposición pública en el sometimiento a juicio de una Casta Política tan perversa a la par que idiotizada, que solo es capaz de interpretar un papel predefinido dentro de un escenario propio de un Esperpento propio de VALLE-INCLÁN.

Es pues y entonces situados en esta tesitura, la cual aporta una nueva perspectiva, la que resulta imprescindible para comprobar cómo, una vez más, el Estado crece y crece, idealizando primero sus principios, para mitificarlos después, consolidando en cualquier caso la tendencia basada en el constante crecimiento, cuando no en el auténtico reforzamiento, convencido de que está en su propia supervivencia el último motivo que subyace a su creación.
Es, llegado semejante  momento, el elegido para comprender que efectivamente, tenemos un problema. Es ese el instante en el que no ya ARISTÓTELES queda superado, es en realidad el momento en el que cualquier teoría política susceptible de ser legítima se desmorona toda vez que para sus logros se hace imprescindible el sacrificio de todo aquello para lo que en principio había sido creada, a saber incluso, desea sacrificar al ciudadano, esto es, al hombre en tanto que representación más perfecta dentro de este esquema de las cosas.

De ahí que, en la actualidad, no resulte ya tan increíble el ver cómo, de manera evidente, se legisla en contra del ciudadano, porque el Gobierno ha de defenderse de los ciudadanos. Ha de defenderse del Hombre.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

2 comentarios:

  1. Enorme artículo, entre Aristóteles y valle Inclán, para describir un proceso que nos conduce indefectiblemente hacia el universo de otro grande: Dickens.

    ResponderEliminar
  2. Como siempre no un placer, sino un alto honor, el ser merecedor de tus elogios de los cuales, como es obvio, has de sentirte sin duda partícipe.

    ResponderEliminar