Asistimos con desasosegante silencio, y desde la más
profunda de las estulticias, al proceso por el cual ascendemos a rango de Ley Natural lo que hasta hace poco se
quedaba tan solo en condición hipotética
(eso sí, deductiva), en base a la cual no era sino el silencio cómplice lo que nos convertía en vulgares parásitos del
que hasta hace poco había constituido nuestro sistema. Nuestra absoluta pasividad, sintetizada precisamente a base de semejante
silencio, vienen a avalar a cuantos se escudan en el “nosotros hacemos aquéllo
para lo que hemos sido votados.”
Contextualizando mis oprobios a los generados en torno a la Nueva
Ley Mordaza , ¡perdón! ¿En qué estaría pensando? Me
refiero a la nueva Ley de Seguridad Ciudadana; bien podemos
traer a rango de actualidad la constatación expresa de aquélla vetusta
afirmación, premonitoria en cualquier caso, que venía a rezar que “(…) así no
hay Estado más injusto, que aquél que necesita ocultar sus miserias tras un
sinnúmero de leyes.”
Redundando una vez más en la desesperante certeza de que una
de las características que mejor describe tanto a este Gobierno, como
especialmente al Grupo Político sobre el que descansa la base y por ende la
responsabilidad de la carga ideológica que
infecta de manera denodada todas y cada una no ya solo de sus decisiones, sino
simplemente de sus pensamientos; pasa por la indefectible constatación diaria de que el grado de sometimiento del Pueblo Español no tiene, hoy por hoy,
comparación con ninguna época pasada. Algo que hasta hace poco les ha
llenado de sorpresa. Pero hoy por hoy, y llegados a este punto, han decidido dejarse de paños calientes, y empezar a
ejercer de lo que ciertamente siempre han sido y, hasta hoy no se han atrevido
a volver a demostrar.
Pero dar el menor viso de credibilidad a la todavía hoy
incipiente teoría de que algo tan complejo como esto es propio de ellos, no
constituye sino el objeto propio de un proceder que resultaría, de todas,
todas, demasiado generoso para con lo poquito que intelectualmente la mayoría
de ellos es capaz de generar.
Así, navegamos en las profundas, a la par que tumultuosas
aguas de los mares que lindan con la Historia y con la Filosofía, nos topamos
con la magnífica figura de un
ARISTÓTELES el cual, entre un ingente cúmulo de acciones, tuvo a bien diseñar
por ejemplo la que constituye nutrida
visión de los que a todas luces habrían de ser correctos procederes a la hora de vincular al Hombre, para con sus
todavía incipientes labores políticas.
Eso sí una vez superada la base, esto es, la que pasa por
asumir que indefectiblemente el Hombre constituye efectivamente una substancia política toda vez que logra
el desarrollo de su virtud, esto es la consagración de aquello para lo que está
predispuesto, precisamente a través del ejercicio de la actividad pública,
consagrando con ello a los factores de virtud
política aquéllos que por ende son propicios al quehacer ético; acabamos
pues por vernos obligado a dar, por primera vez en la Historia, al menos en la
que hasta el Periodo Helenístico contaba, un notable salto cualitativo y
cuantitativo, destinado no obstante a justificar tal devaneo.
Se permite así entre otras licencias el genial ARISTÓTELES,
todas ellas a lo largo de los libros V y VII de “LA POLÍTICA”, ir desgranando cuestiones tanto etimológicas, como
otras de denodado carácter práctico. Destaca, o tal vez sería más justo decir
que me gusta sobremanera aquélla en
la que afirma que “Es así que la Polis en
Justicia creada, no habrá de tener nunca una extensión superior a la que un
hombre pueda constatar de manera que sus límites sean siempre abarcables por la
mirada de éste.”
Sin embargo, e insisto por supuesto que sin denostar en lo
más mínimo ni una sola de las consideraciones prácticas que hace al respecto;
lo cierto es que partiendo siempre de mi legítima consideración, resultan mucho
más útiles las que hacen expresa reflexión a las computables en torno de las
disposiciones teóricas o de conformación que habrán de regular los aspectos más
profundos de las mencionadas Polis, a la sazón cunas y orígenes de los modelos que rigen nuestras actuales
concepciones de Estados.
Así, dirigido directamente en pos de determinar cuál es la
manera más sabia de gobierno, se ve obligado a rechazar la idea de concernir a
tal grado a la
Monarquía. Cierto es que el rechazo a tal forma de gobierno
no procede de su gusto, ni de una demora caprichosa. Tal decisión procede más
bien del ejercicio de certeza estadística que procede de constatar que el
elevado nivel de constataciones intelectuales, morales y de conducta
imprescindibles todas ellas para convertir en válido a un Rey son tan exigentes
a la par que poco habituales en un solo hombre, que verdaderamente parece poco
riguroso esperar sinceramente que las mismas se den de manera razonable en lo que supone no mayor número de
una vez cada generación.
Solventa ARISTÓTELES el hándicap que se crea decantándose
por la Aristocracia, a saber un sistema basado en la cesión de los poderes del
Pueblo, de los que se hace depositario un grupo más o menos numeroso, aunque
sin duda suficientemente nutrido, que se hace valedor del carácter toda vez que
el filósofo considera, de manera más o menos ingenua, que al menos en lo
concerniente a los preámbulos conceptuales, el cúmulo de saber y virtud
exigible que hace inoperante la opción de un monarca, bien puede salvarse
considerando la posibilidad de repartir el que denominaremos coeficiente de virtud positivo, entre un
grupo de individuos al que se le exigirá su demostración, también de manera
grupal.
Y es aquí donde, trayendo a la actualidad los apuntes del
filósofo, constatamos de manera evidente el momento en el que los mismos se
convierten en paradoja. Este momento que
convierte el proceso en algo netamente virtuoso, a saber el hecho de que todo
él descansa en la constatación de la certeza de que todos los ánimos que mueven
al sistema, lo hacen siempre insuflados por la certeza de la búsqueda del bien común, se ven
definitivamente desplazados, por no decir manifiestamente superados, en el
momento en el que el ciudadano, como último no lo olvidemos, receptor práctico
del proceder, descubre para su delirio que los principios virtuosos que a
priori habrían de formar parte de los regímenes aristocráticos en su génesis,
se han visto definitivamente superados por la elocuente a la vez que perniciosa
búsqueda de la satisfacción particular, derrumbando con ello y de manera tan
definitiva como lamentable aquello sobre lo que reposaba todo el Edificio Aristotélico.
Supone así pues la constatación más que evidente de
semejante derrumbe, la prueba última a la par que inmejorable, de la absoluta
imposibilidad que, hoy por hoy, puede quedar a la hora de seguir justificando
cualquier teoría de gobierno.
La absoluta podredumbre que parece inundarlo todo, convierte
en ilusorio cualquier intento no por lícito más realista, de devolver al Pueblo
algo más que la confianza no tanto en sus
políticos, como sí en los sistemas que los encumbran, mantienen, y cuya
aparente debilidad estructural tiende a desmoronar junto con ellos mismos.
Resulta así pues que más de dos mil años de ejercicio
político, con sus luces y por supuesto con sus sombras, parecen estar
condenados a demostrar qué, efectivamente, ARISTÓTELES tenia razón y,
efectivamente, resulta imposible encontrar a cien hombres justos.
A la constatación de semejante hecho parece abonada la
acción política actual. Empeñados en convertirlo todo en un lodazal en el que
las distintas razas y familias del porcino se disputan los mejores sitios de la
charca, lo único que parece quedar claro una vez constatada la flagrante debilidad en lo que a tenor del ejercicio en
pos de la virtud en que se manejan nuestra casta política, es que en la
actualidad el sistema sobrevive no por la acción de los que le representan,
sino que lo hace desde la certeza de que una especie de inercia conductual, que descansa sobre la voluntad de los
ciudadanos, en tanto que últimos actores y receptores, les lleva a participar
de la engañosa convicción de que solo
puede ser así.
En consecuencia, somos testigos de una instancia en la que
no ya la acción de gobernar, sino otra mucho más profunda en tanto que afecta a
la infraestructura del sistema, a
saber la única competente para legitimarlo; sobrevive al límite de lo que
denominaríamos sostenimiento de
constantes vitales, y que alcanza su máximo grado de exposición pública en
el sometimiento a juicio de una Casta
Política tan perversa a la par que idiotizada, que solo es capaz de
interpretar un papel predefinido dentro de un escenario propio de un Esperpento propio de VALLE-INCLÁN.
Es pues y entonces situados en esta tesitura, la cual aporta
una nueva perspectiva, la que resulta imprescindible para comprobar cómo, una
vez más, el Estado crece y crece, idealizando primero sus principios, para
mitificarlos después, consolidando en cualquier caso la tendencia basada en el
constante crecimiento, cuando no en el auténtico reforzamiento, convencido de
que está en su propia supervivencia el último motivo que subyace a su creación.
Es, llegado semejante
momento, el elegido para comprender que efectivamente, tenemos un
problema. Es ese el instante en el que no ya ARISTÓTELES queda superado, es en
realidad el momento en el que cualquier teoría política susceptible de ser
legítima se desmorona toda vez que para sus logros se hace imprescindible el
sacrificio de todo aquello para lo que en principio había sido creada, a saber
incluso, desea sacrificar al ciudadano, esto es, al hombre en tanto que
representación más perfecta dentro de este esquema de las cosas.
De ahí que, en la actualidad, no resulte ya tan increíble el
ver cómo, de manera evidente, se legisla en contra del ciudadano, porque el
Gobierno ha de defenderse de los ciudadanos. Ha de defenderse del Hombre.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
Enorme artículo, entre Aristóteles y valle Inclán, para describir un proceso que nos conduce indefectiblemente hacia el universo de otro grande: Dickens.
ResponderEliminarComo siempre no un placer, sino un alto honor, el ser merecedor de tus elogios de los cuales, como es obvio, has de sentirte sin duda partícipe.
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