miércoles, 25 de diciembre de 2013

EL OCASO DE LOS ÍDOLOS.

Corren sin duda, malos tiempos para los ídolos. Sea tal vez por eso que cuando anoche, cediendo una vez más a la tradición, o quién sabe si concediendo una oportunidad más a lo imposible, presté atención a lo que en apariencia quería decirnos SS.MM; lo cierto es que no hacía sino conceder una vez más a la tradición, el más baldío de sus privilegios, aquél que pasa por pensar que las cosas pueden, por si solas, modificar su ritmo.

Mas en cualquier caso, observado con la perspectiva que me proporciona el haber dejado pasar unas pocas horas, compruebo no sin cierto deleite que los casi doce minutos que le presté, no han sido del todo inútiles. Es más, puedo llegar a decir, y en el colmo de los casos sin tener que sonrojarme, que casi fueron doce minutos bien aplicados. La causa, evidente y sincera, se trató de doce minutos que me sirvieron para crecer.

Múltiples son los argumentos a los que se accede en pos de hallar una buena fórmula capaz de integrar en el todo, o en su mayor parte, los cambios cuando no la adscripción a nuevos principios, que resultan necesarios para poder afirmar que, efectivamente, has crecido. A los puros, meros y naturales acuciados por el paso del tiempo, hemos sin duda de añadir otros capaces de mitigar los huecos de los que nuestra condición, sea la que sea en cada caso, adolece.
Es así que madurez, responsabilidad, respeto y humildad, son principios integradores que poco a poco van tejiendo el entramado de lo que junto al inexorable paso del tiempo, compondrá lo que conoceremos como una personalidad adulta.

Pero no será éste un proceso solo de adición. Disimulado en el mismo, otras formas muy diversas, entre las que destacan la ilusión; encargadas hasta el momento de suplir los huecos propios de las carencias de los elementos reseñados; irán poco a poco desapareciendo, dejando tan solo un vano recuerdo, similar al que deja en los ascensores el humo del pitillo fumado con la última prisa.

Por eso anoche, cuando el reloj marcaba apenas un cuarto sobre las nueve de la noche, el hambre natural, ese que puede ser saciado por viandas, quedó en un segundo plano.
Anoche, la desazón que las palabras del Rey de España me causaron, sirvieron en cualquier caso para despertar del letargo en el que a modo de el sueño de un niño, inconscientemente me había acomodado.

Fue el amago de discurso protagonizado anoche por el Rey de España, desacertado como pocas veces lo ha sido. La frialdad de la forma de las palabras que lo conformaban, tan solo se vio superado por la vacuidad de las mismas. Sin embargo, como suele ocurrir en estos casos, juzgar desde las apariencias, y no conceder unos instantes para la reflexión, puede sin duda impedirnos acceder a los aspectos más estructurales, a aquéllos donde se guardan las esencias, y que sin duda pueden satisfacer el hambre o la sed que un análisis somero ha sido incapaz de saciar.
Pero es precisamente en tal momento, una vez aplicada la máxima de las atenciones en pos de descubrir tales fundamentos, cuando uno comprende de verdad el trasfondo de un discurso promovido, no lo olvidemos, desde un ambiente de crisis económica y moral que se traduce, ahora ya sí sin el menor género de dudas, en una crisis institucional.

Por que acaso de no ser así, desde qué otro marco conceptual podemos analizar las continuas alusiones a un periodo, el de la Transición, al que inexorablemente tiene ligada su existencia institucional no solo el Rey, sino La Corona, en tanto que tal. Se intuye acaso e insisto, son todas reflexiones que acuden a mí desde el mencionado discurso; que desde la Institución por excelencia consideran inexorable el momento desde el cual habrá que esforzarse un poco más de cara a la galería, a la hora de justificar la existencia de la propia Corona.

Si hasta hace no mucho bastaba con alardear de lo jocoso, cercano y campechano que nuestro Rey resultaba, podemos constatar sin necesidad de profundizar mucho, que la constatación de tales aptitudes resulta ya del todo insuficiente. Hoy por hoy, como ciudadanos, necesitamos algo más. La exigencia del Pueblo hacia su Rey supera ya la mera percepción romántica. Si no es capaz de ofrecer más, sin duda podemos llegar a vernos no como sumisos súbditos, sino como vulgares vasallos, y ese momento, en caso de que llegue, sin duda marcará un principio de no retorno.

Partiendo de la constatación de que el Discurso de Noche Buena bien puede considerarse la acción más directa que se establece entre el Rey y el Pueblo Español, toda vez que el resto de discursos regios son redactados por el Gobierno; lo cierto es que el pronunciado ayer puede considerarse uno de los actos más sinceros de cuantos han sido llevados a cabo por SS.MM desde que aceptó, hace más de 35 años para quien pueda interesarle, unificar bajo su persona no solo los cargos, sino fundamentalmente las concepciones de Estado premonitorias por entonces ya del colapso que un sistema que si bien muchos creían inasequible para el desaliento; debía toda su vigencia estrictamente al sometimiento a un delicado plano personal. Estamos diciendo efectivamente que cuando el Rey acepta de Franco los nombramientos, lo que hace es en realidad convencer entonces al Caudillo de que en su persona puede éste ver reflejadas las aspiraciones de supervivencia del modelo que para España tiene el propio Francisco Franco.
De ahí que, una vez superadas las visiones facilotas, implementadas desde el romanticismo más vulgar, uno pueda plantearse seriamente cuestiones vinculadas al grado de traición que pueda residir en ciertas actuaciones, vistas las consecuencias posteriores.

Superada esta primera cuestión, y sin que exista por supuesto el menor ánimo de edulcorarla, es cierto que las consecuencias que de la aceptación de la misma pueden extraerse, se vean si cabe incrementadas por las continuas alusiones que en la noche de ayer se hicieron a la Transición.
Constituye el fenómeno de La Transición, uno de esos grandes acontecimientos a los que es propensa la Historia, y que junto a otros muchos confeccionan una especie de Caja de Pandora cuyos integrantes comparten la alusión de ser como mantas cortas, siempre te dejan los pies fríos.
Asumiendo de cara a la interpretación de La Transición, el mismo posicionamiento temporal desde el que nos aproximamos al Discurso, lo cierto es que ambos comparten, en contra de lo que pueda parecer, muchos puntos no ya en común, sino propiciatorios de un vínculo extraño.
Visto siempre desde la perspectiva de la opinión, el Discurso de anoche fue sin duda uno de los más esclarecedores toda vez que por fin de las palabras pronunciadas, pero sobre todo de las no pronunciadas, podemos extraer una especie de línea oculta destinada a enlazar toda una multitud de pequeños detalles, de realidades inexplicables sobre las que algunos ahora parecen considerar imprescindible comenzar a dar explicaciones.

Muchos somos los integrantes de una corriente que pese a difusa, comparte la convicción de lo casi extravagante que fue el proceso de La Transición. Lejos de perdernos en sesudos análisis, definiremos el principio de la controversia en aquél que pasa por considerar que el mero hecho de que la mencionada lograra evitar que los tanques estuvieran en la calle el día inmediatamente posterior a la muerte del Caudillo, no supone en realidad una especie de patente de corso histórica válida para superar con resultados airosos cualquier crítica estructural que al respecto se haga.

Uniendo pues todos los cabos, podemos afirmar que el Discurso de ayer constituye la constatación efectiva de que un punto de no retorno ha sido superado. Punto que pasa por la constatación multivalente de que todos los participantes en la partida han comprendido las consecuencias verdaderas de la esencia de lo que sustenta a la Corona, a saber un Rey que reina, pero que no gobierna.

La Corona como Institución, o quién sabe si el Rey como persona (será ésa una cuestión que con tiempo habrá de resolverse,) dejó ayer constancia expresa de que ahora sí, efectivamente, ha entendido el mensaje que en este caso su Pueblo le ha dejado.
Se trata de un mensaje que pasa por la comprensión de que Las Españas constituyen una realidad ampliamente aceptada. Un mensaje que pasa por la constatación de que de la crisis no va a sacarnos nadie, sino que inexorablemente habremos de salir por nuestros propios medios. Un mensaje que pasa por la constatación de que, como pasa con todo lo romántico, su fin es algo inexorablemente ligado al tiempo.

Se constata así pues efectivamente, la existencia de un segundo Discurso. Un Discurso que procede tanto de la interpretación de lo dicho, de ahí su plena vigencia, como de lo no dicho esto es, aquello que deja un dilatado y peligroso espacio para la interpretación. Interpretación, el más peligroso de los enemigos institucionales, precisamente en un momento en el que la larga lista de elementos incidentes conforma un escenario espectacularmente peligroso en caso de dejar suelto al duende de las suspicacias.
Un segundo discurso que, en contra de lo que pueda parecer solo deja para el análisis la constatación expresa de que muchas de sus certezas serán comprobadas en tanto que de su valía, probablemente en el transcurso de un futuro, seguramente no muy lejano.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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