miércoles, 4 de diciembre de 2013

DE LA RENDICIÓN DE LOS VALORES.

De la lectura de la profunda tradición, aquélla que se compone de manera casi intolerable a partir de las grandes certezas sobre las que el tiempo y la experiencia ponen su mano, y que tienden a hacernos comprobar periódicamente que el progreso no ha de estar necesariamente reñido con el hecho de que la verdad puede ser buscada, cuando no encontrada, en procesos del todo ajenos a un I Phone; terminamos a menudo por traducir las terribles certezas en base a las cuales el contexto, una vez más, no es que sea objeto, sino que más bien determina, tanto la forma de ver la vida, como efectivamente la vida misma, de cuantos componemos y somos afectados por una determinada época.

Es nuestra época, una de esas especialmente duras. Los tiempos que nos han tocado son, ante todo, propensos al más profundo de los desasosiegos. Y lo son porque, al contrario de lo que ha ocurrido a lo largo de las distintas épocas que obviamente nos han precedido, y en las que por mera superación del síndrome naturalista habremos de suponer la efectiva existencia de otros o similares periodos de crisis; lo cierto es que lo que caracteriza a éste es el pavor que despierta en el interior de toda mente mínimamente consciente, que es capaz de dedicarle a su análisis el mínimo tiempo que ciertamente se merece.

Supera ese pavor, al mero que merecidamente podría proceder de la interpretación de los factores de procedencia directa  o estrictamente externos. Cierto es que la pérdida de los mismos, bien puede constituir un escenario lo suficientemente duro, cuando no abiertamente dramático, en el cual una significativa mayoría de entes de los que han surgido como resultado de la realidad creada, pueden legítimamente protestar en pos de obtener la restitución a su estado primigenio del mundo que les habían regalado y fuera del cual no es ya que no sepan vivir, es que definitivamente ni tan siquiera conciben la vida.
Pero el caso que nos trae hoy aquí, no es que pase, es que más bien resulta de la progresiva constatación casi evolutiva, de un proceso que se ha ido desarrollando lenta, y en apariencia casi accidentalmente, y cuyas consecuencias son tan solo apreciables a partir de la comprobación de los resultados que proceden de la valoración que le es propia.

Asistimos así pues, a un proceso cuya complejidad y calado resultan de tal magnitud, que son tan solo comprensibles no por el estudio de los mismos, ni de sus parámetros. Se trata de la constatación de una realidad tan multidisciplinar, que queda oculta tras la sombra de los resultados que promueve.
Así, cuando como consecuencia de la acción de la misma, toda la sociedad es capaz de asistir en directo al desahucio de una familia con hijos, sin emitir un solo grito de clamor generalizado; cuando comprobamos como la corrupción se instala definitivamente como parte imprescindible del acervo cultural de nuestra forma de concebir la Política, y seguimos promoviendo, unas veces con nuestro silencio, otras con nuestros hábitos la prevalencia de esta casta política. O de manera definitiva, cuando permitimos que delante de nuestras ya indecorosas narices nos aprueben la que manifiestamente es una ley mordaza sin que ello implique el detonante definitivo de los siete males, lo cierto es que no ya ni tan siquiera la suma, nos basta con la disposición ordenada de los elementos concitados, habría de servirnos para llegar a la conclusión de que, efectivamente, vivimos momentos altamente desmoralizantes.

Pero lo cierto es que uno de los motivos por el que los hijos de la oscuridad han logrado hacerse con todo el teatro de operaciones, pasa en realidad por comprender que una de las primeras labores puestas en práctica, de manera espectacular todo hay que reconocérselo, pasa por el ejercicio de deslegitimación semántica al que han sometido a una amplia variedad de acepciones y conceptos. Sin caer en el error de convertir esto en un Vademecum, y por supuesto sin perdernos en nociones tan variadas como probablemente innecesarias, lo cierto es que lo dicho se constata sobremanera en términos tan importantes, a la par que estructurales, como puede ser el que concierne a la propia acción de desmoralizar.

Vendría a ser desmoralizar, algo así como desarrollar un proceso encaminado a lograr, de forma activa, arrebatar a una realidad, ya sea actual o en su caso potencial, su intrínseca parte de moral, lo cual supondría, según los preceptos aristotélicos, variar de manera substancial, provocar un cambio radical que, en el caso que nos ocupa sería tan solo considerable a partir de aceptar la posibilidad de que algo pueda ver enajenados sus condicionantes morales.

Tal hecho, inaceptable según los principios del mencionado Maestro Griego, nos lleva a un imprescindible salto cualitativo toda vez que para Aristóteles (Libro VII de la Política) “…todo acto ético es, en última instancia moral ya que, si el fin del individuo pasa por la consecución de la felicidad mediante la consolidación de la virtud como medio radical; resulta obvio que la mayor forma que ésta pueda alcanzar sea mediante su generalización en la conducta de todos los que integran la Polis.” En definitiva, todo acto promovido por el individuo en el desarrollo de sus perfectas facultades éticas, encierra en realidad un componente notoriamente político.

Desde ese prisma, en lectura inversa, cuando el individuo deja de responder activamente a las que en realidad suponen obligaciones moralmente, lleva a cabo un evidente abandono de sus componentes éticos, sucumbiendo con ello a los designios ya aventurados según los cuales la aceptación del nuevo orden resultante, bien podría considerarse como el primer paso hacia la consolidación eficaz de una nueva realidad, conformada eficazmente por individuos movidos sin duda por otros principios o valores.

Es ahí pues, donde resulta premonitorio el cambalache al que se presta la consideración de desmoralizante. Es como si tras su desarrollo se pergeñara la consecución de una nueva sociedad tan alejada de todas las conocidas hasta el momento, todas las cuales participan en mayor o menor medida de los principios básicos aristotélicos, que necesita verdaderamente del desarrollo de una verdadera crisis estructural de cara a consolidar su definitivo asentamiento dentro de un proyecto de nueva realidad promovido por intereses todavía desconocidos, si bien día a día son cada vez más notorios y evidentes.


Porque solo en una sociedad de tan baja calidad, en la que la moral, como preceptora de principios y valores se halla tan disminuida, podemos llegar a concebir, aunque sea de forma tan surrealista, una sociedad tan desfigurada, en la que la absoluta carencia, entre otras, de toda capacidad crítica, ha dado pie a situaciones como las que, hoy por hoy, consolidan, a la par que se consolidan, como parte unívoca de nuestra verdad.

Una sociedad fuerte ha de tener su esperanza en una capacidad crítica fuerte. Tan solo desde la vigencia y manifiesta observación de la crítica, cuando ésta es positiva, puede una sociedad aspirar a los avances por medio de un canon lógico. Cuando por el contrario los elementos de poder vigentes se empeñan en legislar no en pos del interés común, sino que sustituyen el mero atisbo de éste por el afán de consecución de sus propios objetivos, lo cierto es que volviendo a la Grecia Clásica, se consolida la afirmación en base a la cual depauperar al la Aristocracia, provoca Oligarquías.

Es así nuestra sociedad no ya una sociedad desmoralizada. Se trata más bien de una sociedad no tanto carente de valores, como si por el contrario convencida de una aparente falta de utilidad de los mismos. Y es así que, en consecuencia, las decisiones que se toman carecen de todo ritmo, ya sea éste de procedencia ética, o moral.

Vivimos en una sociedad simplista, que ha hecho de la simplificación excesiva su afán, y de la mediocridad la meta en pos de la cual fijar todos sus deseos.
Vivimos en una sociedad de ceros y unos, en la que todo y todos podemos ser reducidos a una expresión, a un algoritmo.
Habrá de ser, a partir de la comprensión de tamaña consideración, que extraigamos a modo de corolario la certeza de que no ha existido, y la nuestra no ha de ser una excepción, sociedad capaz de soportar al frente a individuos que hacen de la inmoralidad su patente de corso toda vez que la ausencia de patrones morales válidos, sirve también como es normal para determinar lo que es, y lo que no es moral.
Más bien al contrario, una sociedad de moral débil es todavía peor que una sociedad carente de toda moral ya que, en este segundo caso la constatación de la manifiesta inexistencia habilita para la puesta en práctica de los medios destinados a subsanar la carencia.

Pero nuestro caso es grave en extremo. Así, no se trata de que seamos inmorales, sino que el problema subyace a que nuestra moral es decrépita, anormal e incluso incoherente para con los objetivos que habrían de serle propios, inhabilitando con ello, presumiblemente por un largo periodo de tiempo, al Hombre que ha de sufrir tamaña peripecia.

En conclusión, solo una moral decrépita justifica el surgimiento de una sociedad inconsistente, cuya máxima aspiración parece pasar por el asentamiento de Gobiernos mediocres, que hacen de la incoherencia su única herramienta inteligible.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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