¡En ocasiones escucho a muertos! Y no por error, ni por
locura. Sencillamente lo hago por necesidad…
Por necesidad de encontrar en el pasado el sentido que no
puedo encontrar en el presente. Por la necesidad de albergar la vana esperanza
de hallar en el recuerdo la esencia de un pretérito que nos ilumine en la
reconstrucción de un presente no por lacónico menos repugnante.
¡Con la convicción de que el recuerdo de algunos espíritus
perdidos en la derrota pasada, bien pudieran iluminar el camino en la
revolución que, ahora ya sí, se me antoja del todo inevitable!
Porque miro en mi derredor, y lejos de contemplar un paisaje
propio de una primavera saliente, cercana al alba; me sorprendo sumido en las
escenas mortuorias propias del ocaso que cercena todo viso de esperanza, como
habría de ser propio a la entrada de un otoño.
Cadáveres, cadáveres…y como respuesta…hálitos de muerte. La
esperanza propia del Gloria de Vivaldi, ha
sido sustituida por el lamento imperante en el Lacrimosa de Mozart. Obviamente, ambos son genios. Obviamente, no
son comparables.
Ambos son genios, por ende, la acción que les es propia,
aquélla desde la que destapan la esencia que sirve para describirlos; ha de
estar sin duda impregnada de un magnetismo casi místico. Un magnetismo que
sirve para que aquél elegido que
tiene la fortuna de presenciar su creación, pueda decir, al contrario de
GAGARHIN cuando regresó del primer vuelo orbital tripulado que sí ha visto a Dios, o cuando menos que ha presenciado su obra.
Sea como fuere, la sinfonía
que a ambos les es propio crear, ha de estar sin duda revestida con los
ribetes y los filos de lo que sin duda es algo grande. Universal, eterno,
grandioso, magnifico…vienen a constituir sin lugar a dudas el vademecum desde el que conformar la
apología que habría sin duda de describir la genial creación que sin duda sería obrada de nuevo en el hipotético
caso de que hoy por hoy, sumidos en nuestra tórrida actualidad, fuésemos
capaces de encontrar a dos personas que encarnasen los valores de Mozart, y los
de Vivaldi.
Allí, al fondo, veo removerse
incómodos a algunos oyentes. ¡Sean por favor libres de expresar sus
opiniones con total franqueza! ¿Cómo dicen? ¿Acaso creen que la Música que
Mozart y Vivaldi crearon, sería hoy menos genial?
¿Creen acaso que la disposición para recibir de la que un
público actual haría gala, desentonaría a la hora de juzgar, y en su caso premiar tales talentos?
Aunque solo sea como muestra de admiración por la osadía
demostrada al tener a bien manifestarnos sus consideraciones, creo necesario y
así lo hago, detenernos unos instantes en sus amables observaciones.
Hagámoslo pues, por partes, no necesariamente como lo
hubiera aconsejado Jack “El Destripador”,
cuando sí más bien como lo señala Descartes.
Procediendo con el análisis, de sus palabras podemos deducir
que, efectivamente, la genialidad de la Música compuesta por los genios habría
de ser, por su mera condición de genialidad, absolutamente valiosa, incluso en
los tiempos que corren. Sin embargo, resulta difícil encontrar hoy por hoy no
ya un público adecuado para tales audiciones, cuando sí incluso parece a la
postre más difícil hallar un espacio
escenográfico popular, que se encuentre a la altura de tamaña
representación.
Y si ya los tiempos y las infraestructuras suponen un hándicap, ¿Qué decir del público?
¿Alguien ubica hoy a Mozart o a Vivaldi fuera de una Misa, o
de una celebración ligada por ejemplo a la santificación de un matrimonio,
respectivamente?
Llegados a tal extremo, la realidad contemporánea adquiere
relevancia casi por sí misma: Si la obra genial de sendos genios es reconocida
temporalmente como obsoleta, habiendo de quedar su exhibición al amparo de
momentos que las conviertan en temporalmente
adecuados, y sometidas por ende al rigor de las opiniones de personas válidamente cualificadas…¿Por qué
cuestiones a título proporcional, pero a la sazón mucho más importantes, como
puede ser el caso de una Carta Magna redactada
hace más de treinta y cinco años, no son testigos de un juicio igualmente destinado a conciliar su valía ante una cuestión
tan elemental como es la de constatar el impacto que sobre la misma haya
surtido el mero paso del tiempo.
Si nos detenemos unos instantes para reflexionar, veremos
que el escenario que nos desvela la comparación no es ni desacertado, ni
descontextualizado.
En ambos casos, hablamos de ingentes creaciones obradas por hombres cuya visión de futuro nos lleva
a reconocer que hoy, muchos años después de la fecha en la que fueron
concebidas, siguen emocionándonos, cuando no abiertamente influyendo en nuestra
vida.
Como amante sincero, y en cierta medida como conocedor de la
obra, puedo afirmar que tanto Mozart como Vivaldi, de haber estado inmersos en
la atmósfera consuetudinaria que nos es propia, sin duda hubieran puesto su
talento al servicio de la Humanidad creando como resultado obras total y
absolutamente distintas. Ambos serían, de haber consolidado su creación en un
tiempo como el nuestro, responsables de un catálogo musical completa y
absolutamente distinto al que conforma su Opus. Las causas son evidentes: El
contexto es diferente, las voluntades de los receptores son igualmente,
distintas.
En cualquier caso, no dudo un instante a la hora de afirmar
que, fuese cual fuese el contenido formal de las obras que potencialmente
pudieran llegar a ser creadas, la genialidad que embarga a ambos creadores
vendría a actuar como nexo conductor, generando
sin duda la atmósfera destinada a
reconocer al genio, sea cual sea el momento o el lugar en el que desarrolla sus
pasos.
Llegados a semejantes extremos, y una vez que aceptamos que
el éxito de una obra no depende solo de sus ingredientes,
cuando sí incluso hoy por hoy en mayor medida del contexto que la alberga…Hemos
sin duda de concluir que parece a todas luces demasiado exigente, cuando no
abiertamente kafkiano, el
esfuerzo desentrañado por nuestros
dirigentes a la hora de consolidarnos en torno a una realidad que pasa no tanto
por hacernos comulgar con ruedas de molino,
como sí más bien con pretender que accedamos a confinar sin más nuestro
deseo de soñar, asumiendo como propia lo que no es más que una cárcel para pensamientos y voluntades, con forma de Constitución de 1978.
Así, en una época en la que lo que prima de manera coherente al respecto de los modos
conductuales, no es sino el reguetón
y la kumbia; nadie va a cuestionar
la valía estructural del Gloria, o del
Kirye. Simplemente será necesaria la implementación de un modelo destinado
a hacer comprender que, sin ánimo ni pretensión restrictiva, simplemente se
trata de factores que no son comparables en la misma escala técnica, ni por
supuesto semántica.
Basta un ligero vistazo a nuestro alrededor, sobre todo en
lo concerniente a nuestra realidad temporal más cercana, para comprobar que una
vez los componentes objetivos han sido superados, lo único que nos queda es la pasión. Y con la pasión
no solo no ha de jugarse, sino que de hacerlo, ha de ser teniendo muy claro no
solo que no sigue los mismos preceptos ni prácticos ni razonables que cabría
esperarse de una conducta racional; más
bien al contrario, lo que a la pasión le es propio, lo que puede ser incluso
razonable, pasa imperiosamente por la concatenación para nada armoniosa de una
serie de preceptos que como los compuestos inestables, se muestra rápidamente
propensa a la reacción química de carácter explosivo.
A partir de ahí, nos encontraremos con la paradoja de vernos
obligados a tratar de entender, con el fin de poder llegarlo a explicar, la
manera mediante la que combinando elementos aparentemente tranquilos, la mala
praxis del químico ha terminado por provocar una explosión a todas luces
incontrolable.
Y llegado ese momento, ni la más brillante de las
composiciones servirá para amansar a las fieras.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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