miércoles, 15 de abril de 2015

HOGUERAS EN LONTANANZA.

Confundido un día más al definirse sobre la línea del cada vez más desconocido horizonte la traducción del reflejo de lo que no sabemos si es alba u ocaso, o lo que es lo mismo, incapaces de saber si este supuesto progreso nos lleva hacia delante, o si más bien nos conduce a nuestro definitivo declive, lo cierto es que una vez no reconocida sino la magnitud, que no la naturaleza de nuestra ignorancia, tal vez sea éste definitivamente el mejor  momento para empezar a preguntarnos en relación a la procedencia de la que a la postre ha acabado por erigirse en el faro, cuando no guía, que conduce nuestros designios.

Porque toda vez que no es de fuente astral la procedencia de lo que al fin y a la postre desata nuestro devenir, perfilando en nuestro destino las sendas que habrán de confeccionar nuestro devenir toda vez que al mismo dotamos de autoridad al cederle el timón de nuestro destino; lo cierto es que solo de humana habremos de tachar la naturaleza de algo cuando la misma ha sido descartada de cualquier otro origen.
Mas careciendo el Ser Humano (máxime cuando además presenta la limitación de ser normal) de la capacidad de crear, entendiendo en tal la acepción de alumbrar; solo a un menester mucho más escabroso, y a todas luces mucho menos atractivo, podremos convenir la dirección de nuestras apuestas a la hora, no lo olvidemos, de tratar el diagnóstico de lo que brilla alumbrando, sin poder deslumbrar, al menos antes de quemarnos.

Fuego que brillas y no deslumbras, al menos antes de que el viento de despoje de tu velo… Rezando así en la contumacia de las Actas Inquisitoriales procedentes en este caso de Zamora, que rápidamente dilucidamos como procedente de hogueras, el brillo que lejos de atormentarnos, al menos hasta ahora, puede no obstante seguir erigiéndose en guía cuando no en salvador de quienes esconden tras la labor de encomendar sus designios a bien ajeno, convenga la procedencia de éste natural o mitológica, su incapacidad no ya para dilucidar sobre su propio bien, como sí más bien el estado de su entendedora a la hora de litigar sobre el modo y la manera que su mucho mal albergan.

Hogueras, de nuevo las hogueras, siempre las hogueras. En un país más propenso a la farfulla que a la arenga, aunque venga ésta trabucada. En un país más cercano al rito que a la definición, más cercana al muro de las iglesias que a los espacios universitarios, para nada ha de sorprender, más al contrario es algo que se toma como propio, que caigamos, o por ser más dóciles hacia la justicia, recaigamos, en la conducta de los que se muestran más propios a la sangre, que al polvo.

Arden así pues, las hogueras. Pero antes de sucumbir a su efecto narcotizante, ya proceda éste del  carácter mítico de su crepitar,  pueda ser atribuido a la constancia cuasi dogmática de su intensidad, o al influjo sibilino propio de las que se decían capaces de interpretar el futuro en las traicioneras siluetas que la llama como interpretación de la misma, dibuja; lo cierto es que solo una cuestión ha de ser si no aclarada, sí al menos traída a colación, cual es la de tratar de discernir las componendas del escenario, cuando no del contexto en el que lejos de avanzar, no hacemos sino poner de manifiesto un permanente recaer, testigo cruel e invisible de la traducción que los traumas de unos, y las conjuras de otros, llevan a cabo de una realidad cuyo único pelaje pasa por comprender, o cuando menos asumir, que solo las catarsis se muestran capaces de hacerlo reaccionar, aunque paradójicamente ni tan siquiera tamaño proceder pueda garantizar la evolución. Más bien al contrario el permanente retroceso en forma de repetición del lema cualquier tiempo pasado fue mejor, parece haberse erigido en la salmodia monocorde competente para acallar los rumores que poco a poco empiezan a inferirse de los que amenazan con alzar la voz.

Porque a estas alturas ésa es una de las pocas preguntas que aún quedan por responder: ¿Cómo es posible que nadie haya alzado la voz?

Arden pues las hogueras, y el viento que se mueve como un presagio, rola en todas las direcciones incitando a la Rosa de los Vientos, a dirimir de manera instantánea sobre presagios que llevan siglos cuando no milenios formando parte de las tradiciones ancestrales de los augures que hoy conforman el Gobierno que ha venido a sustituir a los ancestrales Consejos de Ancianos.
De no haber sido así, los mismos ancianos, más duchos en tales lides, podrían decirnos que el olor del humo que todo lo tapa no es, para nada, desconocido.
Y si el olfato, a la sazón el más sensible de nuestros sentidos, capaz de recordando no ya solo fechas y lugares, cuando sí más bien las sensaciones que a éstos iban ligados, identifica sin posibilidad de error la naturaleza del humo, bien puede ser que tamaña circunstancia haya de verse circunscrita a la aceptación de que aquello que arde, no es para nada original, no pudiendo constituir por ello una novedad.

Una vez privado el monstruo del que a la postre podría haber constituido una suerte de barniz vivificador, cual es el procedente de fracasar en el intento de atribuir a los matices mitológicos competencias de regeneración, o incluso de generación; lo cierto es que solo con la certeza de que la procedencia de todo esto es el pasado, o al menos del todo seguro que no el futuro, es cuando vamos pergeñando una suerte de estrategia encaminada interpretar, toda vez que asumida queda la constancia de que entenderlo todo es imposible, a la hora de establecer los vínculos, ya procedan éstos de lo potencial o de lo factual, existentes o supuestos entre los distintos componentes.

Se componen las personas a partir de sus conceptos, o al menos en sus ideas, reconociendo,  por qué no, en sus ideologías, la naturaleza de aquéllos que pretenden tanto dirigir, como al contrario ser dirigidos. Se reconoce pues en la palabra, como formulación plenipotenciaria de la idea, la esencia que resulta propia tanto al político, como por supuesto al idiota. Pero lejos de acabar aquí el denso y propenso al oprobio proceso de la disquisición definitoria, habemos de identificar al tercero en discordia, como tantas otras veces el más peligroso. Hablamos del sofista.

Se identifica al político por sus palabras: “Me sé capaz de gobernar.” De igual manera éstas descubren al idiota cuando dan forma a su expresión: “Deseo que me gobiernen.” En el primero podemos apreciar el posible delito de la arrogancia, mientras que de la expresión propia del idiota extractamos la hez propia de la cobardía mimetizada con la incapacidad para asumir como propio el ejercicio de la responsabilidad. Sin embargo, de verdaderamente hediondo hemos de calificar el acto de aquél que le susurra en el oído la falacia, herramienta primera y última del sofista: “deposita en mí tu facultad de discernir, que yo lo llevaré a cabo por ti.”

Identificamos así pues la naturaleza del propio proceso, y establecemos el orden que le es propio como una de sus mayores carencias. Así, lejos de albergar en su génesis o en su código la menor apuesta de futuro, solo el oprobio propio de condicionar el presente a los vestigios, que no designios, del pasado, parecen a la sazón erigirse en los capitanes que guardan cuando no preservan la naturaleza de esta nave en la que no debemos de olvidarlo, vamos todos enrolados.

Por eso cuando el miedo al futuro se hace patente entre los que sencillamente tienen muchos motivos para desear aferrarse no ya al presente, sino manifiestamente al pasado; solo una cuestión se abre paso entre la niebla que cada vez con mayor insistencia preserva mi integridad al entender como excesivamente brillante cualquier escenario que se me plantea: ¿Por qué nos empeñamos en seguir atribuyendo patente de autoridad a los que se han dirigido a nosotros como auténticos filibusteros a lo largo de las últimas legislaturas? ¿No sería menos ofensivo cambiar ésta por la tradicional patente de corso? Así al menos cuando sintiésemos sobre nosotros la presión emocional de saber que nos están estafando, lo haríamos desde la tranquilidad de saber que lo está haciendo un profesional, o cuando menos alguien que tiene suscrito su correspondiente seguro de responsabilidad.

Mientras, dilapidado una vez más entre el ruido de las arengas, y el vicio de las farfullas, lo cierto es que el presente denuncia una vez más el efecto que prestidigitadores, gumarreros  y demás truhanes más propios del hampa que del buen gobernar ejercen sobre él, cuestionando con extrema violencia su integridad, y causando con ello un daño quién sabe si irreparable a la credibilidad de una institución que base toda su supervivencia precisamente, en su crédito.

Por eso cuando los sofistas se erigen en gobernantes predicando en este caso desde la concepción del Apocalipsis que cualquier posibilidad de mantener firme el barco en el nuevo y aparentemente maravilloso rumbo que según unos pocos hemos alcanzado una vez superada la galerna, depende imperiosamente de que de nuestros actos democráticos se derive la continuidad del que hoy por hoy cree dirigir los devaneos de esta nave; lo cierto es que lo único que se me pasa por la cabeza es dejar de criticar la existencia de la hoguera, para reclamar la compilación de una mayor.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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