Confundido un día más al definirse sobre la línea del cada
vez más desconocido horizonte la traducción del reflejo de lo que no sabemos si
es alba u ocaso, o lo que es lo mismo, incapaces de saber si este supuesto
progreso nos lleva hacia delante, o si más bien nos conduce a nuestro
definitivo declive, lo cierto es que una vez no reconocida sino la magnitud,
que no la naturaleza de nuestra ignorancia, tal vez sea éste definitivamente el
mejor momento para empezar a
preguntarnos en relación a la procedencia de la que a la postre ha acabado por
erigirse en el faro, cuando no guía, que conduce nuestros designios.
Porque toda vez que no es de fuente astral la procedencia de lo que al fin y a la postre desata
nuestro devenir, perfilando en nuestro destino las sendas que habrán de
confeccionar nuestro devenir toda vez que al mismo dotamos de autoridad al
cederle el timón de nuestro destino; lo cierto es que solo de humana habremos de tachar la naturaleza de algo cuando la misma ha sido descartada de
cualquier otro origen.
Mas careciendo el Ser
Humano (máxime cuando además presenta la limitación de ser normal) de la capacidad de crear, entendiendo en tal la acepción de
alumbrar; solo a un menester mucho
más escabroso, y a todas luces mucho menos atractivo, podremos convenir la
dirección de nuestras apuestas a la hora, no lo olvidemos, de tratar el
diagnóstico de lo que brilla alumbrando, sin poder deslumbrar, al menos antes
de quemarnos.
Fuego que brillas y no
deslumbras, al menos antes de que el viento de despoje de tu velo… Rezando así en la contumacia de las Actas Inquisitoriales procedentes en
este caso de Zamora, que rápidamente dilucidamos como procedente de hogueras, el brillo que lejos de
atormentarnos, al menos hasta ahora, puede no obstante seguir erigiéndose en
guía cuando no en salvador de quienes esconden tras la labor de encomendar sus
designios a bien ajeno, convenga la procedencia de éste natural o mitológica,
su incapacidad no ya para dilucidar sobre su propio bien, como sí más bien el
estado de su entendedora a la hora de litigar sobre el modo y la manera que su
mucho mal albergan.
Hogueras, de nuevo las hogueras, siempre las hogueras. En un
país más propenso a la farfulla que a la arenga, aunque venga ésta trabucada.
En un país más cercano al rito que a la definición, más cercana al muro de las
iglesias que a los espacios universitarios, para nada ha de sorprender, más al
contrario es algo que se toma como propio, que caigamos, o por ser más dóciles
hacia la justicia, recaigamos, en la conducta de los que se muestran más
propios a la sangre, que al polvo.
Arden así pues, las hogueras. Pero antes de sucumbir a su
efecto narcotizante, ya proceda éste del
carácter mítico de su crepitar,
pueda ser atribuido a la constancia cuasi dogmática de su intensidad, o
al influjo sibilino propio de las que se decían capaces de interpretar el
futuro en las traicioneras siluetas que la llama como interpretación de la
misma, dibuja; lo cierto es que solo una cuestión ha de ser si no aclarada, sí
al menos traída a colación, cual es la de tratar de discernir las componendas
del escenario, cuando no del contexto en el que lejos de avanzar, no hacemos
sino poner de manifiesto un permanente recaer,
testigo cruel e invisible de la traducción que los traumas de unos, y las
conjuras de otros, llevan a cabo de una realidad cuyo único pelaje pasa por
comprender, o cuando menos asumir, que solo las catarsis se muestran capaces de
hacerlo reaccionar, aunque paradójicamente ni tan siquiera tamaño proceder pueda
garantizar la
evolución. Más bien al contrario el permanente retroceso en
forma de repetición del lema cualquier
tiempo pasado fue mejor, parece haberse erigido en la salmodia monocorde competente para acallar los rumores que poco a
poco empiezan a inferirse de los que amenazan con alzar la voz.
Porque a estas alturas ésa es una de las pocas preguntas que
aún quedan por responder: ¿Cómo es posible que nadie haya alzado la voz?
Arden pues las hogueras, y el viento que se mueve como un
presagio, rola en todas las direcciones incitando a la Rosa de los Vientos, a dirimir de manera instantánea sobre
presagios que llevan siglos cuando no milenios formando parte de las
tradiciones ancestrales de los augures que hoy conforman el Gobierno que ha
venido a sustituir a los ancestrales Consejos
de Ancianos.
De no haber sido así, los mismos ancianos, más duchos en
tales lides, podrían decirnos que el olor del humo que todo lo tapa no es, para
nada, desconocido.
Y si el olfato, a la sazón el más sensible de nuestros sentidos, capaz de recordando no ya solo
fechas y lugares, cuando sí más bien las sensaciones que a éstos iban ligados, identifica
sin posibilidad de error la naturaleza del humo, bien puede ser que tamaña
circunstancia haya de verse circunscrita a la aceptación de que aquello que
arde, no es para nada original, no pudiendo constituir por ello una novedad.
Una vez privado el monstruo del que a la postre podría haber
constituido una suerte de barniz
vivificador, cual es el procedente de fracasar en el intento de atribuir a
los matices mitológicos competencias de regeneración, o incluso de generación;
lo cierto es que solo con la certeza de que la procedencia de todo esto es el
pasado, o al menos del todo seguro que no el futuro, es cuando vamos pergeñando
una suerte de estrategia encaminada interpretar, toda vez que asumida queda la
constancia de que entenderlo todo es imposible, a la hora de establecer los vínculos,
ya procedan éstos de lo potencial o de lo factual, existentes o supuestos entre
los distintos componentes.
Se componen las personas a partir de sus conceptos, o al
menos en sus ideas, reconociendo, por
qué no, en sus ideologías, la naturaleza de aquéllos que pretenden tanto
dirigir, como al contrario ser dirigidos. Se reconoce pues en la palabra, como
formulación plenipotenciaria de la idea, la esencia que resulta propia tanto al
político, como por supuesto al idiota. Pero lejos de acabar aquí el
denso y propenso al oprobio proceso de la disquisición definitoria, habemos de
identificar al tercero en discordia, como tantas otras veces el más peligroso.
Hablamos del sofista.
Se identifica al político por sus palabras: “Me sé capaz de gobernar.” De igual
manera éstas descubren al idiota cuando dan forma a su expresión: “Deseo que me gobiernen.” En el primero
podemos apreciar el posible delito de la arrogancia, mientras que de la
expresión propia del idiota extractamos la hez propia de la cobardía mimetizada
con la incapacidad para asumir como propio el ejercicio de la responsabilidad. Sin
embargo, de verdaderamente hediondo hemos de calificar el acto de aquél que le
susurra en el oído la falacia, herramienta primera y última del sofista: “deposita en mí tu facultad de discernir, que
yo lo llevaré a cabo por ti.”
Identificamos así pues la naturaleza del propio proceso, y
establecemos el orden que le es propio como una de sus mayores carencias. Así,
lejos de albergar en su génesis o en su código la menor apuesta de futuro, solo
el oprobio propio de condicionar el presente a los vestigios, que no designios,
del pasado, parecen a la sazón erigirse en los capitanes que guardan cuando no
preservan la naturaleza de esta nave en
la que no debemos de olvidarlo, vamos todos enrolados.
Por eso cuando el miedo al futuro se hace patente entre los
que sencillamente tienen muchos motivos para desear aferrarse no ya al
presente, sino manifiestamente al pasado; solo una cuestión se abre paso entre
la niebla que cada vez con mayor insistencia preserva mi integridad al entender
como excesivamente brillante cualquier escenario que se me plantea: ¿Por qué
nos empeñamos en seguir atribuyendo patente de autoridad a los que se han
dirigido a nosotros como auténticos filibusteros a lo largo de las últimas
legislaturas? ¿No sería menos ofensivo cambiar ésta por la tradicional patente de corso? Así al menos cuando
sintiésemos sobre nosotros la presión emocional de saber que nos están
estafando, lo haríamos desde la tranquilidad de saber que lo está haciendo un
profesional, o cuando menos alguien que tiene suscrito su correspondiente
seguro de responsabilidad.
Mientras, dilapidado una vez más entre el ruido de las
arengas, y el vicio de las farfullas, lo cierto es que el presente denuncia una
vez más el efecto que prestidigitadores, gumarreros y demás truhanes más propios del hampa que
del buen gobernar ejercen sobre él, cuestionando con extrema violencia su
integridad, y causando con ello un daño quién sabe si irreparable a la
credibilidad de una institución que base toda su supervivencia precisamente, en
su crédito.
Por eso cuando los sofistas se erigen en gobernantes
predicando en este caso desde la concepción del Apocalipsis que cualquier posibilidad de mantener firme el barco en
el nuevo y aparentemente maravilloso rumbo que según unos pocos hemos alcanzado
una vez superada la galerna, depende imperiosamente de que de nuestros actos democráticos se derive la continuidad
del que hoy por hoy cree dirigir los devaneos de esta nave; lo cierto es que lo
único que se me pasa por la cabeza es dejar de criticar la existencia de la hoguera,
para reclamar la compilación de una mayor.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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