Abrumados ya por el peso no de las dudas, como sí más bien
de las certezas, dolor causa no tanto el comprobar, como sí más bien el
constatar hasta qué punto cuestiones consideradas hasta ahora como de mero procedimiento, terminan por
erigirse en claros auspicios de una realidad frustrante no tanto por lo
diabólico de sus potencialidades, como
sí más bien por el patetismo que se halla vigente en lo que termina por
comprobarse como sus verdaderas
consecuencias.
En un instante como el que nos ha tocado vivir, en el que
por primera vez las hasta ahora denostadas meras
cuestiones de orden comienzan a ganar en primacía no sabemos muy bien si
por el aumento de su propia valía, o más bien por la depauperante evolución que
se hace palpable en aquéllas que estaban llamadas cuando menos en principio a erigirse en cuestiones de oposición; lo
cierto es que tales consideraciones incluso en su mera constatación práctica
adquieren verdadera consideración al albor sobre todo del impacto que otras
cuestiones éstas sí directamente involucradas en las verdaderas guerras, terminan por mostrar a partir de la comprensión
de la suerte de relativismo que las
impregna, el grado de chabacanería que se hace patente no solo en la
acción, como sí más bien en la esencia, de aquellos que estando llamados a
protagonizar las que denominaríamos grandes
cuestiones; no acaban sino opositando a un papel de reparto.
Es por ello que tras confesar lo abiertamente abrumado que
me encuentro una vez constatado de nuevo el estado de las cosas que tanto de cerca como de lejos me rodean; que he de poner de manifiesto una vez más, aquí
y ahora, lo que no es sino la constatación formal de la certeza que un día más
habrá de considerarse en evidencia, y que pasa por la sorpresa que me causa el
ver cómo un día más, personajes que en cualquier otro lugar no se encontrarían
en disposición objetiva de desempeñar una labor con repercusiones de
responsabilidades mayores a las que puede llevar aparejado un puesto de
vendedor de globos ambulante, en España no solo tienen licencia para llenarlos
de helio, sino que la experiencia demuestra hasta qué punto nos sentimos
felices de comprobar el poder de los sueños cuando acompañamos a éste, en su
ascenso, en este caso hasta un puesto…¿En la Presidencia del Gobierno por
ejemplo?
En un país en el que el proceso habitual para abandonar la
condición de plebeyo pasa inexorablemente por la adquisición de una grosera cantidad de dinero, haciendo con
ello bueno que de plebeyo lo más normal es que acabes reducido a chusma; lo
cierto es que la paradoja acaba siendo el método más socorrido, y el
relativismo acaba por convertirse en el sistema
epistemológico más recurrente. De la religión, con sus santos y sus
milagros para interpretar, cuando no para justificar los desastres y desmanes,
en otra ocasión hablaremos.
Así resulta, ¡cómo no, paradójico! que en un contexto
recalcitrante y dogmático como el que resulta propio una vez analizados los parámetros
desde los que se ha tenido a bien descifrar el devenir de esta legislatura que
ya acaba; hayamos de conceder cierto grado de virtuosismo precisamente al
relativismo de cara a tratar de encontrar cierto grado de coherencia para con
un Gobierno que, no lo olvidemos, además de albergar muchos puntos de
coincidencia, al menos en lo que respecta a su proceder para con otros ejemplos
igualmente decimonónicos; presenta como elemento característico una suerte de interpretación de la realidad que por lo
personal, cuando no por lo abiertamente distorsionada, parece más bien
concebida no desde una mente dada al relativismo, como sí más bien acostumbrada
al pensamiento abstracto.
Abandonada toda esperanza de encontrar agua en el desierto
en lo que se refiere a dar con alguna muestra de vida inteligente en lo que
concierne al catálogo de entes que hoy por hoy pergeñan en su labor de
conservar su puesto a cualquier precio en lo que ya es otra carrera a ninguna parte; lo cierto es que abandonada la
cuestión cualitativa habremos al menos si no de confiar, sí guardar alguna
esperanza en lo concerniente a encontrar a alguien que si bien no cuente, sepa
colocar las piezas.
Es entonces cuando constatamos de primera mano el ingente
cúmulo de complejidades que subyacentes a las al menos en a priori sencillas
maniobras que el orden llevaba aparejadas, surgen ahora a modo de fortalezas infranqueables, volviendo
intransitable un recorrido que hasta hace unos momentos alcanzó momentos
propios de un paseo idílico.
Es entonces cuando poco a poco, al principio casi sin
querer, pero finalmente alcanzando una intensidad verdaderamente desbordante,
que lo grotesco emerge del interior, en este caso de quienes nos tenían
relativamente engañados, para terminar consagrando el hecho a la verdad esto
es, poniendo de manifiesto que como dice el refranero aunque la mona se vista de seda, mona se queda.
Es entonces cuando una vez perdido el sujeto, necesariamente
hemos de volver nuestra mirada hacia las posibilidades que nos ofrece el Sistema.
Preñado de la hasta ahora considerada como verdad
incuestionable, los ardides del relativismo terminan por confabularse en
una suerte de realidad, o cuando menos en una interpretación condicionada desde
los protocolos en los que éste se siente cómoda, en base a la cual la ignorancia se siente cómoda con los
procederes y las prerrogativas relativistas toda vez que las mismas, a menudo,
se convierten en refugio consensuado de la ignorancia y la falacia.
Así y solo así podremos cuando no comprender, sí al menos
posicionar en los términos que le sean más o menos propios un proceder en base
al cual podamos aptar a tergiversar los cánones destinados a conformar el orden
estructural de una digamos, cuestión de
Estado, sorprendiéndonos luego de que la misma no evolucione siguiendo las
pautas que al menos en principio habían sido declaradas a tal efecto. Y no
contentos con ello, osamos mostrarnos no tanto ya consternado, como si
indignados con la evolución que los acontecimientos han alcanzado.
Anonadados no tanto por el rumbo como sí más bien por el
puerto al que nosotros y nuestros designios parecemos haber sido trasladados;
son muchas las cuestiones que cabrían ser dignas de prevalecer, pero sobre todo
una, curiosamente de carácter contextual, la que merece la pena ser formulada.
Y ha de serlo en términos muy concretos, que bien podrían oscilar en torno a
los siguientes: ¿Tiene a estas alturas
sentido albergar el menor género de dudas a la hora de comprender que la
formulación de la que sin duda supone la mayor amenaza para la estabilidad de
España desde el triunfo de La Transición ha tenido que darse, precisamente,
como consecuencia de las formas propias
de un régimen directamente vinculado con los arcaísmos propios de la más rancia
de las Derechas que España recuerda?
Evidentemente, a nadie se le escapa que solo como
consecuencia directa de las directrices, o más bien habría que decir que desde
la ausencia de éstas; del que a todas luces es ya el peor gobernante de la Historia de España desde Fernando VII, podría
llegar a escenificarse un cuadro destinado
a representar un escenario tétrico como solo en las series negras de Goya podemos atisbar.
Al menos Fernando VII tenía a Dios para empezar a atisbar su
suerte de dominación. Mariano no se atreve a citar a Dios, o al menos no lo
hace en los términos conceptualmente dispuestos para ello. Tiene en pos su
propia concepción divina a saber, la Ley.
Adolecen pues no tanto la Derecha como sí más bien los
representantes que le son propios, de los vicios que de parecida manera
resultan una vez más netamente vinculantes y, como tal, describen un escenario
no por previsible menos sintomático de lo que no es sino una visión viciada de
una realidad en sí misma no menos esperpéntica. Y qué podemos observar, sino
esperpentos, en una realidad que al menos en principio parece estar
inquisitivamente diseñada para conciliar en derredor de sí misma toda una
suerte de engendros y parásitos; miscelánea en cualquier caso de un momento
ajeno, propio en cualquier caso de monstruos y acertijos que ya creíamos
olvidados.
El Relativismo se convierte en refugio de la Ignorancia. Y la
imposición de la Ley, que no de la Justicia, se erige en manifestación
definitiva del más sonoro de los fracasos,
del que pasa por comprender hasta qué punto la Ley no está en realidad
para resolver problemas, y que la capacidad de ésta queda ampliamente mermada,
si no evidentemente distorsionada cuando se emplea para lo que no es, como en
el caso que nos ocupa, cuando lo que se pretende no es sino obviar con cobardía
las obligaciones destinadas a concebir un espacio para el desarrollo de la
Política, sustituyéndolo por defecto por un escenario judicial en el que todo,
absolutamente todo, queda supeditado a la ejecución de una serie de sentencias
en el mejor de los casos, de amenazas en otros; la suma de las cuales no podrá
hacer nunca el ruido suficiente como para acallar lo que gracias a la
estulticia demostrada, comienza a ser hoy un verdadero clamor.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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