En una era como la que nos ha tocado vivir, en la que la
mentira parecer convertirse en el único elemento capaz de erigirse en garante
si no de la especie, sí al menos de sus esencias,
las formas, propias de la Estética hacen,
cómo no, su agosto, imposibilitando con su presencia el triunfo de cualquiera
de los misérrimos intentos de recuperación protagonizados en este caso por unos
paupérrimos seres denominados ¿filósofos? los cuales pretenden, entre otras
muchas barbaridades, algunas de las cuales resultan ciertamente innombrables,
recuperar lo que ellos mismos denominan el
espacio perdido, otrora refugio de la Moral (…) allí donde el Hombre se
reencontraba…
Pero ocurre con la mentira algo que por propio, redunda de manera evidente en todo concepto de construcción
humana, algo que en este caso pasa por la paradoja de comprender que,
efectivamente, encierra algo de verdad. Se instaura entonces el imperio de la falacia. Redundan sobre
éste todos y cada uno de los peligros que pueden, de una u otra manera, echar
a perder a un hombre. En idioma más cercano, los pecados hacen de éste su
cubil. El infierno inaugura así su enésima legación en el mundo que una vez fue
del Hombre, toda vez que la Virtud, si no habitual miembro de la comunidad, sí
era al menos reconocible en quienes por unos u otros motivos se decían
habitantes de este lugar, de esta mora.
Pero el tiempo pasó. Y del mismo, no del tiempo en tanto que tal, cuando sí más bien de
la paradoja que se halla implícita en su devenir; se hizo evidente y
constatable la que como decimos encierra la mayor de las perdiciones a las que
el Hombre, al menos en su Estado Moderno,
puede y debe hacer frente; la paradoja que pasa por comprender que el pero
fuir del Tiempo no redunda necesariamente
en el progreso de quienes lo sufren.
Constituye el progreso,
al menos como concepto, la última Gran Verdad que le queda al Hombre. Resultado de
una interpretación determinista dirán
algunos; elemento propiciatorio de redención
como dirán otros; el progreso se erige hoy por hoy quién sabe si en la
mayor fuerza conceptual que ha iluminado el destino de los hombres desde que
éstos han sido conscientes de su propia naturaleza, por definición, excluyente,
traduciéndose por ello en una fuerza represora en unos casos, de exaltación en
la mayoría; instaurándose como una verdadera fuente de iluminación entre los hombres. Una fuente de la que mana
un caudal tan poderoso en lo que concierne a los parámetros cuantitativos, como
extraño en lo que concierne a los conceptos que se dirimen en el terreno de lo
cualitativo. Una fuente que concebida con los ojos no de la realidad, como sí
más bien de los de lo subjetivo, bien podemos decir que se mueve en parámetros
propios de lo atinente a lo dogmático, propio por ello de lo concebible como necesario.
Van así poco a poco trenzándose las madejas que habrán de
componer el hilván desde el que luego las distintas urdimbres terminarán de
confeccionar al Hombre. Un Hombre que vivirá permanente ultrajado no por sus
verdades, sino más bien por la miseria en la que redunda el saberse incapaz de
acceder a ellas ¿tal vez a título de algún rancio pecado, por haber dejado de
ser digno de las mismas?
Es a partir de entonces, o por ser más precisos a partir del
momento en el que la aceptación de tamaña idea, que el Hombre pierde lo que
podríamos haber denominado como su
derecho a ser mejor. Es a partir de ese instante que el Hombre ve enajenado
su derecho a prosperar o lo que es lo mismo, el momento en el que el Hombre se
ve absolutamente solo al ser obligado a marchar de la senda por la que hasta
ese fatídico momento siempre habían transcurrido sus pasos.
Es entonces que una vez perdida la senda por la que
transitaba a la búsqueda, no lo olvidemos, del progreso, que es cuando el
Hombre es por primera vez consciente de lo que es sentirse no ya abandonado,
cuando sí más bien incapaz de merecer compañía. Es cuando el Hombre se siente
no ya ignorante, cuando sí más bien indigno de recuperar el conocimiento. Es
cuando el Hombre se siente incapaz de progresar, de seguir siendo Hombre. Es
cuando el Hombre abandona la senda de la Política, para caer en brazos de la
Demagogia.
La Demagogia, territorio inescrutable por más que
transitado; viene a conformar no tanto una forma como sí más bien un escenario
en el que la perspectiva se pierde en una suerte de matices dispuestos no tanto
para convencer, como sí más bien para confundir en el momento preciso en el que
lo que hay detrás de la elección bien puede conllevar la salvación o la
perdición definitiva de aquél que se encuentra inmerso en el suplicio propio de
la elección; no en vano cualquier elección se traduce, a ciencia cierta, en una
renuncia.
Terreno así pues resbaladizo, propicio por ende a lo
relativo, adueñado con ello del quizás. Terreno
en el que la falacia no es que abunde, es que impera, impregnando con el hálito
de su predominancia cualquiera cuando no todos los rincones, sumida en un
incierto juego de desmanes y desavenencias, en el que la clave pasa de manera
inexorable por abandonar toda certeza, sembrando el mal de la duda, eliminando
toda esperanza de certidumbre.
Se quiebra así pues la confianza más importante de la que el
Hombre es dueño. Una confianza cuyos efectos pasan por comprender la perspectiva
que el Hombre tiene del propio Hombre. Tal cataclismo, comparable tal solo al
ya padecido por nuestro planeta cuando el meteorito provocó La
Gran Extinción , tiene
parecidos efectos al conseguir en el caso que nos ocupa acabar con los
fundamentos sociales sobre los que el Hombre apoyaba su modelo de desarrollo,
un modelo eminentemente social y que pasa ahora a estar presidido por unos
procederes en los que el abandono de lo social se erige en la tónica dominante,
convirtiéndose en el denominador común de los procederes encaminados a definir
tanto las creaciones de este Hombre, como al Hombre en su totalidad. No en vano
por sus acciones los conoceréis.
Ante esta nueva realidad el Hombre, incapaz de evolucionar,
ha de reinventarse. Retrocede pues en el tiempo a la par que lo hace tanto en
el fondo como en las formas, apostando entonces sin la menor muestra de rubor
por una marcada tendencia retrospectiva. Una tendencia soez que tendrá
consecuencias lapidarias pues toda vez que obstruye la evolución por otra parte
tenida por inevitable en tanto que necesaria;
fomenta activamente una de las mayores perversiones a cuya práctica puede
abandonarse el Hombre cual es la de la involución.
Encierra la involución una suerte de patetismo cuya
demostración pragmática podría definirse como de masoquismo. Así, de forma
voluntaria a la par que alimentada por la consagración del esfuerzo, el que la
practica se abandona a un proceso destructivo y por ende nihilista en el que el individuo renuncia a cualquier consecución
que el terreno moral pueda hacerse, apostando por ello de manera descarada por
la destrucción de todo lo que socialmente nos fue reconocible, empezando por el
Hombre Social que redunda en su
mismidad por medio de la Política; para acabar así pues abrazado a una forma de
pantomima encaminada promover no solo la falta de desarrollo, como sí más bien
el franco y definitivo retroceso del Hombre.
Desaparecido el Hombre
Social, el Hombre Político; más que nacer, el Hombre moderno parece ser el
resultado de una suerte de malformación
fetal incompatible con la vida que redunda en un aborto que se mimetiza con
la oscuridad que lo envuelve todo.
El Hombre Moderno, carente de toda aptitud para la Política,
renuncia tan siquiera al mísero recuerdo de aquel antecesor orgulloso del paso
que le permitió abandonar la caverna al
pergeñar el paso del Mito al Logos. Incapaz tan siquiera de reconocer en
sus ancestros el valor que en su esencia no figura ni por asomo, decide pues
involucionar, y lo hace tal y como no puede ser de otro modo, de manera
netamente consciente, emprendiendo para ello el camino que nos devolverá al
Mito, despreciando para ello cualquier forma aunque sea lamentablemente
representada, de Logos.
Es así como triunfa el mito de unos Presupuestos Generales
del Estado que solo podrían sostenerse dando Carta de Villanía a quienes no son
sino unos villanos que se comportan como tales, ejerciendo en este caso sin la
menor de las contemplaciones una política de palo y zanahoria a la que hay que añadir la paradoja de constatar
que hasta la zanahoria es virtual toda vez que la recuperación, a saber aquello por lo que pasa todo el juego, no
parece ser un concepto comprensible en principio para todos en tanto que una
inmensa mayoría no es, a estas alturas consciente ni de su existencia, ni de
los efectos que la misma parece acarrar.
Sea de ésta, o por cualquier otra por parecida manera; lo
único de lo que alcanzadas semejantes alturas podemos estar seguros es de las
elevadas dosis de Mitología de las
que resultará imprescindible echar manos a
la hora de tratar de hacer comprensible no tanto nuestro presente, como sí más
bien el futuro hacia el que unos y otros están haciendo tender nuestra
realidad.
¡Apártate Sócrates! ¡La era de los Sofistas ha llegado!
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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