miércoles, 14 de octubre de 2015

DEFINIENDO LA INVOLUCIÓN. ESFORZADOS EN DESHACER EL CAMINO.

En una era como la que nos ha tocado vivir, en la que la mentira parecer convertirse en el único elemento capaz de erigirse en garante si no de la especie, sí al menos de sus esencias, las formas, propias de la Estética hacen, cómo no, su agosto, imposibilitando con su presencia el triunfo de cualquiera de los misérrimos intentos de recuperación protagonizados en este caso por unos paupérrimos seres denominados ¿filósofos? los cuales pretenden, entre otras muchas barbaridades, algunas de las cuales resultan ciertamente innombrables, recuperar lo que ellos mismos denominan el espacio perdido, otrora refugio de la Moral (…) allí donde el Hombre se reencontraba…

Pero ocurre con la mentira algo que por propio, redunda de manera evidente en todo concepto de construcción humana, algo que en este caso pasa por la paradoja de comprender que, efectivamente, encierra algo de verdad. Se instaura entonces el imperio de la falacia. Redundan sobre éste todos y cada uno de los peligros que pueden, de una u otra manera, echar a perder a un hombre. En idioma más cercano, los pecados hacen de éste su cubil. El infierno inaugura así su enésima legación en el mundo que una vez fue del Hombre, toda vez que la Virtud, si no habitual miembro de la comunidad, sí era al menos reconocible en quienes por unos u otros motivos se decían habitantes de este lugar, de esta mora.

Pero el tiempo pasó. Y del mismo, no del tiempo en tanto que tal, cuando sí más bien de la paradoja que se halla implícita en su devenir; se hizo evidente y constatable la que como decimos encierra la mayor de las perdiciones a las que el Hombre, al menos en su Estado Moderno, puede y debe hacer frente; la paradoja que pasa por comprender que el pero fuir del Tiempo no redunda necesariamente en el progreso de quienes lo sufren.

Constituye el progreso, al menos como concepto, la última Gran Verdad que le queda al Hombre. Resultado de una interpretación determinista dirán algunos; elemento propiciatorio de redención como dirán otros; el progreso se erige hoy por hoy quién sabe si en la mayor fuerza conceptual que ha iluminado el destino de los hombres desde que éstos han sido conscientes de su propia naturaleza, por definición, excluyente, traduciéndose por ello en una fuerza represora en unos casos, de exaltación en la mayoría; instaurándose como una verdadera fuente de iluminación entre los hombres. Una fuente de la que mana un caudal tan poderoso en lo que concierne a los parámetros cuantitativos, como extraño en lo que concierne a los conceptos que se dirimen en el terreno de lo cualitativo. Una fuente que concebida con los ojos no de la realidad, como sí más bien de los de lo subjetivo, bien podemos decir que se mueve en parámetros propios de lo atinente a lo dogmático, propio por ello de lo concebible como necesario.

Van así poco a poco trenzándose las madejas que habrán de componer el hilván desde el que luego las distintas urdimbres terminarán de confeccionar al Hombre. Un Hombre que vivirá permanente ultrajado no por sus verdades, sino más bien por la miseria en la que redunda el saberse incapaz de acceder a ellas ¿tal vez a título de algún rancio pecado, por haber dejado de ser digno de las mismas?

Es a partir de entonces, o por ser más precisos a partir del momento en el que la aceptación de tamaña idea, que el Hombre pierde lo que podríamos haber denominado como su derecho a ser mejor. Es a partir de ese instante que el Hombre ve enajenado su derecho a prosperar o lo que es lo mismo, el momento en el que el Hombre se ve absolutamente solo al ser obligado a marchar de la senda por la que hasta ese fatídico momento siempre habían transcurrido sus pasos.

Es entonces que una vez perdida la senda por la que transitaba a la búsqueda, no lo olvidemos, del progreso, que es cuando el Hombre es por primera vez consciente de lo que es sentirse no ya abandonado, cuando sí más bien incapaz de merecer compañía. Es cuando el Hombre se siente no ya ignorante, cuando sí más bien indigno de recuperar el conocimiento. Es cuando el Hombre se siente incapaz de progresar, de seguir siendo Hombre. Es cuando el Hombre abandona la senda de la Política, para caer en brazos de la Demagogia.

La Demagogia, territorio inescrutable por más que transitado; viene a conformar no tanto una forma como sí más bien un escenario en el que la perspectiva se pierde en una suerte de matices dispuestos no tanto para convencer, como sí más bien para confundir en el momento preciso en el que lo que hay detrás de la elección bien puede conllevar la salvación o la perdición definitiva de aquél que se encuentra inmerso en el suplicio propio de la elección; no en vano cualquier elección se traduce, a ciencia cierta, en una renuncia.
Terreno así pues resbaladizo, propicio por ende a lo relativo, adueñado con ello del quizás. Terreno en el que la falacia no es que abunde, es que impera, impregnando con el hálito de su predominancia cualquiera cuando no todos los rincones, sumida en un incierto juego de desmanes y desavenencias, en el que la clave pasa de manera inexorable por abandonar toda certeza, sembrando el mal de la duda, eliminando toda esperanza de certidumbre.

Se quiebra así pues la confianza más importante de la que el Hombre es dueño. Una confianza cuyos efectos pasan por comprender la perspectiva que el Hombre tiene del propio Hombre. Tal cataclismo, comparable tal solo al ya padecido por nuestro planeta cuando el meteorito provocó La Gran Extinción, tiene parecidos efectos al conseguir en el caso que nos ocupa acabar con los fundamentos sociales sobre los que el Hombre apoyaba su modelo de desarrollo, un modelo eminentemente social y que pasa ahora a estar presidido por unos procederes en los que el abandono de lo social se erige en la tónica dominante, convirtiéndose en el denominador común de los procederes encaminados a definir tanto las creaciones de este Hombre, como al Hombre en su totalidad. No en vano por sus acciones los conoceréis.

Ante esta nueva realidad el Hombre, incapaz de evolucionar, ha de reinventarse. Retrocede pues en el tiempo a la par que lo hace tanto en el fondo como en las formas, apostando entonces sin la menor muestra de rubor por una marcada tendencia retrospectiva. Una tendencia soez que tendrá consecuencias lapidarias pues toda vez que obstruye la evolución por otra parte tenida por inevitable en tanto que necesaria; fomenta activamente una de las mayores perversiones a cuya práctica puede abandonarse el Hombre cual es la de la involución.

Encierra la involución una suerte de patetismo cuya demostración pragmática podría definirse como de masoquismo. Así, de forma voluntaria a la par que alimentada por la consagración del esfuerzo, el que la practica se abandona a un proceso destructivo y por ende nihilista en el que el individuo renuncia a cualquier consecución que el terreno moral pueda hacerse, apostando por ello de manera descarada por la destrucción de todo lo que socialmente nos fue reconocible, empezando por el Hombre Social que redunda en su mismidad por medio de la Política; para acabar así pues abrazado a una forma de pantomima encaminada promover no solo la falta de desarrollo, como sí más bien el franco y definitivo retroceso del Hombre.

Desaparecido el Hombre Social, el Hombre Político; más que nacer, el Hombre moderno parece ser el resultado de una suerte de malformación fetal incompatible con la vida que redunda en un aborto que se mimetiza con la oscuridad que lo envuelve todo.
El Hombre Moderno, carente de toda aptitud para la Política, renuncia tan siquiera al mísero recuerdo de aquel antecesor orgulloso del paso que le permitió abandonar la caverna al pergeñar el paso del Mito al Logos. Incapaz tan siquiera de reconocer en sus ancestros el valor que en su esencia no figura ni por asomo, decide pues involucionar, y lo hace tal y como no puede ser de otro modo, de manera netamente consciente, emprendiendo para ello el camino que nos devolverá al Mito, despreciando para ello cualquier forma aunque sea lamentablemente representada, de Logos.

Es así como triunfa el mito de unos Presupuestos Generales del Estado que solo podrían sostenerse dando Carta de Villanía a quienes no son sino unos villanos que se comportan como tales, ejerciendo en este caso sin la menor de las contemplaciones una política de palo y zanahoria a la que hay que añadir la paradoja de constatar que hasta la zanahoria es virtual toda vez que la recuperación, a saber aquello por lo que pasa todo el juego, no parece ser un concepto comprensible en principio para todos en tanto que una inmensa mayoría no es, a estas alturas consciente ni de su existencia, ni de los efectos que la misma parece acarrar.

Sea de ésta, o por cualquier otra por parecida manera; lo único de lo que alcanzadas semejantes alturas podemos estar seguros es de las elevadas dosis de Mitología de las que resultará imprescindible echar manos a la hora de tratar de hacer comprensible no tanto nuestro presente, como sí más bien el futuro hacia el que unos y otros están haciendo tender nuestra realidad.

¡Apártate Sócrates! ¡La era de los Sofistas ha llegado!



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

No hay comentarios:

Publicar un comentario