Anochece. La oscuridad, quién sabe si única muestra sincera
de cuantas manifestaciones nos ha proporcionado el día, se adueña de nosotros
en la medida en que no contenta con apropiarse de nuestro presente, amenaza con
dirigir nuestro futuro, pues no en vano nos ha hecho rehenes de nuestro pasado.
Testigos inciertos de un presente en el que cada vez nos
resulta más difícil ubicar no ya un ahora, tan siquiera un aquí; asistimos con
aparente indiferencia a la suerte de desaire a la lógica al cual reducimos el
triste pasar por la vida de una
sociedad que definitivamente se ha rendido. En un mundo distante por cercano,
protagonizado por un individuo propenso al aislacionismo como pago precisamente
al exceso de comunicación al que se
ve forzado; no tanto la realidad como
si más bien la interpretación que de la misma nos reporta la suerte de ficción en la que estamos instalados nos
arroja a la constatación de una realidad enajenante por enajenada, reflejo de
una mentira fruto del pavor que al hombre moderno le provoca verse reflejado en
el espejo soez de una realidad empecinada en no ocultar nada, ni siquiera la
certeza de su propia desaparición.
Certeza. Concepto más que palabra, ubicada, o por ser más
certeros diremos que emplazada, dentro de ese oscuro mundo de lo absoluto; un mundo en el que el
relativismo implícito en cada pálpito de nuestra realidad, metáfora perfecta
del latido de cada uno de los corazones de quienes conformamos esta galaxia que
es el mundo toda vez que conjunto formado por los miles de mundos que somos
cada uno de sus habitantes, ha de dejar necesariamente paso a la concepción
cuando no a la certeza de que necesariamente
nos encontramos formando parte de un momento muy grande, de un momento
destinado a identificar en lo incipiente de cada uno de nosotros, la certeza de
un proceso cuya meticulosidad difícilmente puede negar el hecho de que inmersos
como estamos en la interpretación de un oscuro código de señales en principio
indescifrables, es muy probable que estemos dejando pasar el contenido del
mensaje.
Sea pues quizá por ello que, acostumbrados como estamos al
tabú, como dignos siervos de la falacia en la que se regodea el eufemismo, la
mera presunción de verdad que no tanto se observa como sí más bien se atisba
una vez analizada la repetitiva sucesión de fracasos a la que podemos referir
el experimento que surge de denotar
las vivencias adscritas a nuestros pocos años viviendo en libertad, actúa sobre
nosotros de manera absolutamente contraria a como en principio cabría esperar.
Una vez más, el exceso de luz que preconiza el brillo de la verdad actúa como
repelente contra las concepciones de esa pobre especie que comprende el locus
de lo que se ha dado en llamar Especie
Humana.
Y no podemos decir que no estuviésemos advertidos. De hecho,
al igual que amanecer tras amanecer siempre son varios, a veces incluso cientos
los que quedan ciegos por mirar
directamente al primer rayo cuando despunta el alba, así periódicamente son no
cientos, a menudo miles los que incapaces de moderarse una vez que creen
superada la oscuridad de los periodos poco dados a la luz de la libertad, fallecen
como lo hizo Moisés, teniendo a la vista aquello que supuso el objeto de su
máximo anhelo a saber, la
Tierra Prometida.
Porque si bien hoy por hoy no parece que quede nada por
descubrir, mucho menos una Tierra
Prometida, no es menos cierto que un Éxodo
sí resulta por otro lado más reconocible como denominador común integrador
de las múltiples escenografías en las que nos hallamos inmersos.
Es un éxodo un viaje, y si bien este viaje ha de darse
precisamente en el contexto que proporciona la certeza de saber que no queremos irnos del lugar en el que
estamos lo cierto es que tal consideración, lejos de restar seriedad a lo
expuesto, redunda por el contrario en el reforzamiento de unas tesis que a
título imprescindible han de enmarcarse en la escenografía de la paradoja a la
que ya hemos hecho sobrada mención.
Se desarrolla pues nuestro viaje cerca de los límites del
mito. Resulta incluso probable que alguno de sus integrantes, alguno de los que
no en vano parecen destinados a ser investidos con la vitola de héroes, tengan
en realidad un interés excesivo, cuando no denodado, en convertirse ellos
arrastrándonos en su pos a nosotros; en la casi siempre temeridad que a priori
denota el escenario propio de la leyenda…
Pero qué es en realidad un héroe sino una metáfora. Una
invención de dios, creada por y para los hombres, destinada de manera
extraordinaria a justificar, cuando no a promover, la certeza de que los dioses
no solo existen, sino que además desean sernos propicios.
Se materializa entonces
más que surgir, la
tentación. La tentación como salto cualitativo destinada a
ungir en metáforas de algo superior lo que desde siempre estuvo destinado a ser
comprendido y a la postre concebido desde los auspicios de lo que estaba
llamado a ser mesurable desde los estrictos patrones del quehacer cuantitativo.
Redunda pues el hombre en su periódica cita con lo que una y mil veces fue, a saber, la
constatación expresa de la paradoja de comprobar hasta qué punto el devenir que
el hombre expresa en su eterna búsqueda de sus límites, que no es sino la
redundancia en la búsqueda de su grandeza, condiciona al hombre hasta reducirlo a lo ínfimo de saberse preso de sus certezas. Unas certezas que como ya hemos
atestiguado, no son sino la forma remilgada que elige la decadencia.
Se cierra así pues de nuevo el círculo. Y dentro de esta
extraña y quién sabe si absurda percepción que de la vida auspiciamos,
destinada no a hacer más comprensible sino más cómodo nuestro devenir; tenemos
una nueva cita con un viejo conocido, una cita que nos lleva a rememorar El Mito de la Caverna, en este caso en
versión virtual, aunque no por ello menos preocupante ya que ¿estaremos
condenados a reeditar nuestra enésima cita con la falacia en forma de atracción
por las sombras?
No hay comentarios:
Publicar un comentario