Se erige la Semiótica como
la rama de la Filosofía destinada al estudio de los símbolos, de su
interrelación, y especialmente de la relación de éstos para con la realidad, de la que obviamente dependen
toda vez que no es sino de ella de la que deriva la existencia propia de tales
signos, y por ende de la estructura.
Tamaña confusión, la que se traduce ir del hecho de no poder
distinguir con claridad dónde empieza la esencia de la realidad, respecto del
momento en el que la misma empieza a diluirse en el sucedáneo al que bien puede quedar referido el símbolo, podría sin
duda convertirse en el eje vertebrador de la presente reflexión toda vez que la
misma queda no tanto limitada, como sí más bien matizada, en la concreción del
hecho a partir del cual la máxima aspiración a la que puede tender el Hombre Moderno no pasa por lograr la
comprensión del medio que lo envuelve, sino que más bien, o sería mejor decir más mal, a éste ha de bastarle con asumir
las limitaciones respecto de lo real como un catalizador destinado a infligir
en el mismo el mal menor.
Es así que si disponemos de la suficiente sangre fría como
para detener durante unos segundos el carrusel en el que nos hallamos inmersos,
corremos el peligro de darnos de bruces con
la realidad. Una
realidad que vista así, a pelo, bien
puede llegar a resultar borde, siquiera soez; pero que pese a quien pese, es nuestra realidad; aquella que unida a nuestro
presente, se erige en el todo que nos ha
tocado vivir.
Para todos aquellos que llegados a este punto se regodean no
tanto de entender lo que planteo, cuando sí más bien de poder desprestigiarlo
al tildarlo de inexacto, ya sea por equivocado, o por tratarse de una obviedad;
a todos esos, les planteo un reto que bien podría cifrarse en la consecución de
una suerte de reto personal en base
al cual más que decirme a mí, estuviesen dispuestos a decirse a sí mismos, se
da por supuesto que de forma absolutamente sincera, cuántas son las veces a lo
largo del día en las que en realidad son capaces de poder justificar de manera
neta los motivos cuando no las causas, que acaban por traducirse en el motor
que les induce a apropiarse de determinada acción. Lo cierto es que a plantear
el reto en términos según los cuales resultara preciso también asumir las
consecuencias elevaba la cuestión a unos términos no asumibles.
Como todo experimento,
no tanto la valía como sí el sentido propio del mismo no se encuentra en la
esencia de éste. Se trata pues de una contingencia,
hallando la necesidad del mismo como
es de suponer, en su exterior o sea, en la valoración del medio respecto del
que se extrapolan las variables. Dicho de otra manera, este sencillo proceder
bien puede resultar insuficiente, incluso inadecuado, para computar variables
de carácter cuantitativos; mas al contrario, se erige en recurso de valor
incuestionable una vez inferimos del mismo una serie de consecuencias irrenunciables
a la hora de validar las consecuencias cualitativas.
Resulta así que del análisis de estas así como de otras
variables, puede inferirse la sorprendente conclusión en base a la cual si
aceptamos que vivir es desarrollarse conforme al medio, bien sea por
superación, o por evolución; podremos concluir sin miedo a equivocarnos que estamos
muertos.
La causa de tan severa a la par que sorprendente conclusión,
hay que buscarla en la Semiótica, o
más concretamente en la relación que el Hombre Moderno ha establecido con los
símbolos (los cuales no debemos olvidar se erigen en los instrumentos cuando no
las herramientas de las que el mismo se dota para interpretar o directamente
para enfrentarse con el medio). Así, el Hombre Moderno, lejos de evolucionar (lo que supondría un
esfuerzo versado en la acumulación de toda una suerte de cambios destinados a
promoverlo en la escala de la Vida), ha preferido sublevarse modificando sus
conductas en pos no de cambiar él, como sí más bien de modificar el medio en el
que vive. Un medio del que a base de creerse sus propias conclusiones, ha
terminado por apropiarse, a lo cual lleva decenios dedicado, dando ahora el
paso definitivo, paso que como digo se traduce en la implementación de medidas
estructurales las cuales acabarán por volver irreconocible al propio medio.
Modificamos así el medio, pero lejos de obtener
satisfacciones esenciales fruto del aprendizaje que hacernos con el
conocimiento de tales modificaciones; lo que hacemos no es en realidad sino
lastrar la capacidad de mejora del propio ser; toda vez que la misma aparece
vinculada a la superación de problemas en tanto que el Hombre los asume como propios.
Nos alejamos así pues de la Realidad, la domesticamos. El
eufemismo nos hace más fácil la vida, pero corremos el peligro de olvidar la
esencia del tabú al que éste le debe su existencia. El poder definitorio del Logos sucumbe al poder evocador del Mito. Vivimos así pues menos, pero sin duda lo hacemos con
mayor comodidad.
Sucumben ante el poder de esta tesis todos y cada uno de los
componentes llamados a integrar lo que conocemos como Realidad, y de éstos, los más afortunados,
los que en mayor medida ganan con el cambio son, obviamente, los
subjetivos. ¿Y acaso hay algo más subjetivo que la interpretación realizada de
un determinado proceder político?
Es la Política, con mucho, el reino en el que con mayor desenfreno puede instaurarse no solo el
proceder, sino más bien la norma en
base a lo cual todo lo sugerido hasta el momento acaba por volverse específico.
Es en el mundo de la Política, donde Héroes y Villanos vuelven siquiera una y
mil veces a desempolvar las batallas destinadas a desentrañar la que otrora se
mostrara ya como la gran duda que
atormenta al Hombre en tanto que éste se ve castigado al ser el único con conciencia propia de sí mismo. Tal
condena, imposible para la mayoría, lleva a unos a erigirse en Pegasos (para trasladar a los Dioses); mientras
que otros son Prometeos (abrazados a
la atroz idea de la permanente rebelión ofuscados
en el doble sentido que aporta saberse conocedor de sus propias limitaciones,
objeto imprescindible para hacerse merecedor de la superación de las mismas”.
Sea como fuere, y en el contexto llamemos de perversión en el seno del cual hemos
erigido la semántica de nuestra exposición, incapaces para reconocer como
nuestra a la Realidad esperpéntica, damos siquiera un rodeo osando descubrirla por aproximación o sea, accediendo a la
misma a través de los seres políticos que
en la misma se mimetizan.
Hemos así pues de concluir que el marco que rige la actual
relación del Hombre con la Política, en el cual la repugnancia ha acabado por imponerse como el concepto más
descriptivo, constituye en realidad una falacia, un sinsentido basado en lo que
Freud denominaría acto fallido cual
es el de negarnos a aceptar la posición que respecto de nosotros mismos han de
guardar los objetos que componen la realidad. ¿O sería más exacto decir que
somos nosotros los llamados a guardar esa distancia?
De la respuesta que demos a la cuestión anterior, habremos
de inferir las consecuencias de aceptar en qué medida la no aceptación de la
realidad tiene su manifestación en lo incomprensible que al menos en apariencia
resulta hoy por hoy la
Política. Formando parte de otra de las múltiples
contradicciones que configuran el escenario de la actualidad (no en vano
resultaría legítimo suponer que la una sociedad formada lo está en especial
para responder a los usos responsables, y el uso político lo es hasta la
extenuación), basta un vistazo al instante para sobrecogernos ante el mero
escenario de tener que asumir el conjunto procedente de las personad que
desisten voluntariamente no solo de su deber representacional, incluso más bien
de su deber de entender en toda su magnitud las implicaciones del proceder
político.
Con todo, el Hombre Moderno renuncia a sus obligaciones,
desiste así pues de la que de llevarse a cabo, está llamada a ser la conducta
propensa a promover las mayores satisfacciones. Se priva así pues el Hombre
Moderno voluntariamente de su mayor virtud. La pregunta es evidente: ¿Lo hace
siendo consciente, o es por el contrario parte de un magnífico engaño?
Sea como fuere, la negación de la Política, además de
constituir conceptualmente un silogismo destinado a perseverar en la mayor de
las falacias, desencadena en torno al Hombre una suerte de trauma conceptual
cuya última sistematización redunda en la aceptación de que lo que lo que
realmente se oculta tras tamaña aberración no es sino la negación consciente
del mundo que le es propio.
Renuncia, es el concepto imperante en toda la reflexión. Es la
renuncia el imperativo que subyace a la frustración, y es desde el estado
propio de la frustración desde donde podemos escenificar la comprensión de un
presente en el que la devaluación de la Política se muestra en lo irreverente
de la Clase Política que a priori le es propia.
La capacidad que sigamos atesorando para sentir nauseas de
ésta, se erigirá en el instrumento destinado a medir el tiempo que aún nos
queda para aspirar a nuestra salvación, a ser dignos de la misma.
La gran diferencia, como siempre, en la paradoja. Una
paradoja que en este caso se resume en un de
nosotros depende.
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