miércoles, 22 de junio de 2016

EL SILENCIO DE LOS CORDEROS.

Amparado en el resquicio de esperanza que me proporciona el saber que el solsticio de verano me proporcionará más horas de sol, las cuales serán puntualmente aprovechadas en el transcurrir del somero ejercicio de humildad del que cada escritor hace a su manera acopio cuando ha de someter su trabajo a la acción de las galeradas, ejercicio destinado a causar no tanto desazón por el tedio, cuando sí más bien mella en su ego, al hallarse anclada su vigencia en la postergación del momento destinado a encontrarse con su propio error; que las circunstancias que una vez más amparan, cuando no vienen directamente a justificar la existencia de estas mimas líneas, se muestran torpes quién sabe si al intuir que están llamadas cuando no a ser grandes por ellas mismas, si a convertirse en vehículos de grandeza cuando se erigen en el instrumento a partir del cual contar aspectos tan impresionantes como el que puede proceder de reconocer que, como no se había visto desde hace casi setenta años, el discurrir de esta noche de Solsticio de Verano tendrá como mudo testigo el brillo de una Luna Llena.

Lejos de incitar a la observación astral, ni encontrándose por supuesto entre mis intenciones el refrendar extravagantes tesis de índole tal como las amparadas por los que amparados por ejemplo en  lo catastrófico del clima que azotó el verano peninsular de 1815, extrapolan sus conclusiones a la afirmación de que el verano que se mostró como el más frío desde 1400 lo fue precisamente por el retorno desde el exilio de Fernando VII; no resulta menos cierto que salvando todas las distancias, hoy podemos llevar a cabo una extrapolación que muy probablemente acabe por enfrentarnos a la terrible realidad, la que pasa por intuir, cuando no abiertamente por poder afirmar que, efectivamente, las circunstancias redundantes en pos de constatar la premonición de que algo grande se está gestando, han pasado de ser una premonición, a formar parte del catálogo de evidencias y certezas.

Asumiendo que el Hogar de los Astros es lugar más propenso para dioses y mitos, no me resisto no obstante a celebrar la conducta que durante milenios alumbró la penumbra de aquellos hombres que acertaron a atisbar entre la niebla que la ignorancia dibujaba en su derredor, la tesis según la cual el brillo que las estrellas arrojaban permitía dibujar la senda que algunos elegidos mortales elegían para describir la que habría de ser su trayectoria vital.

Alejados pues no tanto por el paso del tiempo, como si más bien por la deslealtad para con las tradiciones, de lo concerniente a esta bella forma no tanto de ver, como sí más bien de interpretar; osamos mostrar nuestra osadía una vez más dibujando una suerte de extrapolación al permitirnos ver en las certezas del presente, visos de lo que una vez fue el pasado remoto.

Sea, como entonces, que las crónicas de entonces y de siempre han tendido más bien a recordar de entre lo malo, lo espantoso (tal vez por ello el propio Fernando VII, conocedor de que bien podrían pintar en espadas, decidió prohibir todo forma de prensa entre 1815 y 1820). Mas con todo, o sería mejor decir a pesar de todo, ni de ésta ni de ninguna otra ha habido ocasión en la que ya haya sido maleante y rufián, o sátrapa y dictador, se mostraren competentes para resumir al vacío del olvido todo un periodo histórico completo.

Parafraseando a Aquiles cuando en las previas a la conquista de Troya dirige su atención  a su primo Petronio diciéndole: “Vive. ¡Corre a esconderte y vive! Yo tal vez muera, pero de mi hacer en el combate tendrán su agradecimiento en siglos de trova. Tú por el contrario verás tu muerte velada por el silencio eterno del olvido”.

El presagio. Inundados por la semántica de la duda, presta a la irracional conducta que suele preceder a la declaración definitiva del miedo; el paralelismo que entre el entonces y el ahora nos permitimos establecer, encuentra su vórtice en la certeza de que ambos momentos son y fueron testigos de grandes acontecimientos.
En cualquier caso, ahí se acaban los paralelismos. De querer comparar los esfuerzos que llevaron a armar la que sería la más colosal Armada que antes hubiera visto el Hombre, con el principio de necedad desde el que parecen equipararse todos los ¿esfuerzos? que para comprender y actuar en consecuencia para con el ahora que se ha gestado, habríamos de asumir la penosa certeza de que ya no se trata de que no tengamos cronistas de la talla de Homero. El problema se encuentra más bien en la constatación evidente de que ya no hay hombres dispuestos a conformar las levas destinadas a plantar cara al destino. ¿O resultaría más preciso decir al infortunio?

Ya nadie contesta al grito de guerra promovido por los Mirmidones. De hecho, muchos me acusarán de hallarme falto de juicio cuando no de promotor de injurias, si mi prédica puede llegar a sembrar la duda en relación a la posibilidad de que, verdaderamente volvemos a estar en guerra. Una guerra sin batallas, quién sabe si para privar al pueblo hasta de sus héroes. Una guerra sin honor, pues no hay lugar donde sembrar la certeza del mismo. Pero con todo, una guerra con muertos, como refleja el llanto de aquellas que saben que sus hijos y esposos no volverán.

Y todo porque una vez más tenemos una cita con el infinito. Una cita que no hemos sabido identificar. Resulta el silencio la única forma racional de la que disponemos para interpretar el Infinito, tal vez porque es el silencio el estado natural de la nada, y la nada siempre estuvo, incluso antes de que ni tan siquiera la Idea de algo pudiera materializarse.

Era el silencio de aquel entonces una forma de decisión, una manifestación pues, de la Virtud. Hoy el silencio es solo una manifestación de fracaso, del fracaso que se halla implícito en constatar del mismo la inmolación de todo por lo que desde entonces otros, ellos, todos…lucharon dando lo más propio que tenían: su disposición para elegir ser eternos.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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