Empiezo sinceramente a cansarme de tener que recurrir una y
otra vez, si bien nunca de manera repetitiva, a cualquiera de las diversas
expresiones de las que semana tras semana nos hemos valido para, de una u otra
manera decir no ya que vivimos tiempos convulsos, para más bien acabar
aceptando qué, en el caso concreto de éste nuestro país, estamos directamente hechos unos zorros.
No se trata de incidir, de manera para nada premonitoria, y
por supuesto nunca repetitiva, en la mínima acepción que faculte a aquéllos que
de manera habitual nos critican, acusándonos por enésima vez de apocalípticos, (es curioso, que a un
ateo le arrojen nada menos que con el último de los libros que conforman La
Biblia), para llegar finalmente al que desde el primer momento era su objetivo,
a priori no otro que el de matar al
mensajero.
Pero matar al mensajero se ha convertido, hoy por hoy, en
algo cutre, cuando poco o nada
elaborado. Constituye además, generalmente, un acto consecuente, cuando menos
del que se deriva de haber leído el mensaje que aquél portaba, aunque semejante
acción por otro lado sólo haya venido promovida en la escueta necesidad de justificar ante sí mismo, si no ante los
demás, el patetismo que la propia acción merecía.
Siguiendo un término que en las últimas jornadas vengo
escuchando con la contumacia propia que presentas los argumentos que requieren
de la permanente repetición para mostrarse como más ciertos…se trataría de un comportamiento…abyecto.
Y lo que es peor, de un comportamiento a todas luces carente de la menor
originalidad, no propenso por ello de hacer merecedor a su promotor del título
de genial.
Por ello, en un giro
del destino, o lo que es mejor, en una pirueta
facultada en exclusiva para virtuosos paralelos a PAGANINI y su violín
Ghudheriod; los ahora maestros de la construcción facultativa, una vez
asumida su incapacidad para construir nada que les aleje de su miseria, han de
dedicarse de manera imperiosa a la destrucción.
Se enfrentan entonces, ebrios de la felicidad que
proporciona al mentecato la consecución de un objetivo, a la labor si cabe más
ardua: ¿Cómo elegir el objeto que ha de ser destruido? Ha de ser éste algo
conocido, imprescindible para su identificación; queda con ello descartado el
honor, o cualquiera de sus versiones. Podemos entonces probar en su defecto con
algo qua haya sido experimentado, queda igualmente descartado el respeto, la
cortesía, o el afecto; las causas son por otro lado evidentes.
Y es entonces cuando, inmerso en su gran tragedia
conceptual, que el cretino, el mediocre, el tácito, comprende definitivamente
la paradoja de que incluso destruir resulta complicado para quien nunca estuvo
dotado, para ninguna función compleja que fuera más allá de la de sumar dos
inspiraciones consecutivas de aire encaminadas a lograr la nada prometedora
acción de llenar sus propios pulmones (si el Cuerpo Humano no dispusiera del
Sistema Simpático para llevar a cabo
estas funciones, muchos se moría, seguro.)
Pero no se mueren. Y henchidos de la satisfacción que es
exclusiva del mediocre, a saber la que procede de saber que siempre hay alguien
más miserable que ellos mismos; se lanzan en una loca carrera encaminada como
digo a satisfacer la única demanda que son capaces de equilibrar, la que
procede de la obtención de satisfacción a partir de la destrucción de lo que
les es ajeno.
Vivimos tiempos convulsos, eso no constituye en sí mismo ya
ni tan siquiera una observación valiosa. Sin embargo, decir que una parte de
esta convulsión procede de dejar que los ya descritos alcancen cuotas que no
les son propias, y no reduzco tan sólo al terreno del mero poder; es, en sí
mismo, un ejercicio tan próximo al cinismo
como el que puede compararse al de aquéllos hipócritas que ahora mismo están poniendo el grito en el cielo
contra estas palabras las cuales, una vez más, no hacen sino verbalizar lo que muchos piensan.
Pero se trata no sólo de destruir, sino más bien de
construir. En este caso construir pasa por la elaboración de conceptos o
teorías capaces de soportar por sí misma, en cualquiera de sus acepciones, los
pilares fundamentales de la conceptualización humana, proceda esta de la
aseveración moral, empírica o de filogénesis histórica.
Estamos pues, defiendo de manera concisa la Ideología.
Constituye la ideología el terreno abonado por antonomasia
para la construcción de estructuras mentales complejas. El pensamiento piensa ideas. Por ello, la ideología constituye en
sí mismo, a la par, el último recurso, si no abiertamente el último refugio, al
que puede tender El Hombre en sí
mismo cuando corre abierto peligro lo que constituye su más certera posesión, a
saber su capacidad para discernir lo que está bien de lo que está mal, necesitando
para semejante juicio tan sólo de sus propias convicciones.
Es por ello que estamos en un terreno demasiado complejo,
demasiado elaborado para aquéllos que gozan del adocenamiento, de lo impío de la ignorancia. Constituye
otrosí terreno vedado para los que gustan del servicio fácil, procedente cuando
menos de la acción nunca precedida de alguna clase de estructura mental previa,
haciendo con ello de la improvisación, su única justificación documental.
Es entonces, llegados a este punto, cuando podemos concluir
que es la ideología uno de los mejores filtros
morales de los que dispone la sociedad para librarse de esa marabunta endógena que desgraciadamente
comparte nuestro espacio y nuestro tiempo.
Y es entonces, como tal, que hemos de protegerla. Tan sólo
mediante su puesta en práctica coordinada, que conseguiremos con el desempeño
de la acción mental que le es propia; que lograremos diseñar el filtro tupido que nos mantenga al margen
de las nuevas realidades que
pretenden apropiarse de todo, abocándonos hacia el pensamiento
único, el que por otro lado más cómodos les hace sentirse.
La cuestión es entonces clara, y queda planteada en términos
de supervivencia. No se trata ya de que estemos obligados a defender
activamente la existencia de las distintas ideologías. Se trata incluso de
entender que el una de las mayores garantías de las que se puede servir la
Libertad para perseverar en su loable objetivo de sobrevivir, pasa
inexorablemente por el mantenimiento y permanencia lícita de las ideologías.
Constituye la ideología la última vestimenta de la que
muchas veces dispone el Ser Humano en su
acepción más profunda. Se trata en la mayoría de ocasiones, de la
disposición más íntima en tanto elaborada, que posee la persona.
Íntima y elaborada, a la sazón dos términos cuya complejidad
lleva aparejada la disposición de poder hacer frente a las disposiciones más
complejas que en el campo que nos atañe podamos llegar a intuir.
Íntima y elaborada constituyen así mismo, caracteres
imprescindibles de otra acepción, con la que muchas veces ha intentado ser
confundida la propia ideología, a saber, con el término creencia, más propio,
qué duda cabe, de otros escenarios.
Por todo ello, la próxima vez que alguien diga cerca de
vosotros que es imprescindible librar al mundo de las ideologías, pensad igual
de contundentemente en los hechos, y sin duda en las consecuencias que ello
traería aparejado. Sin duda, la pérdida de una de las mayores facultades del
hombre, a saber, la de conceptualizar muchos de los motivos de su propia
conducta propia, la de ser humano.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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