Navegamos, un día más, por las procelosas aguas en las que
éstos, los insufribles “Misterios de la Humanidad”, campan a sus anchas. Una vez que hemos comprendido, no sin
innumerables sustos, y algún que otro desvarío; que cualquier intento de
camuflar nuestro contexto (o sea, nuestro aquí, y nuestro ahora) constituye en
realidad un ejercicio anacrónico, casi suicida.
Así, mientras que a la falacia se le encomienda la labor de
diferenciar entre lo verdadero y lo posible; y la certeza es desterrada bajo la
acusación hiriente de “demasiado contumaz”, todo un nuevo teatrillo, con sus personajillos, y por supuesto sus escenarios,
toma el control no de la realidad, sino de la metáfora perpetua en la que nos
sumergen, haciéndonos creer qué, en realidad “La Vida es Sueño”.
Cruel sátiro fue aquél que, en un ejercicio moralmente
vandálico, pero estéticamente incomparable, osó trazar en torno de nosotros los
visos de una realidad que, por definición, había de dibujar con trazo firme. Personajes,
momentos e incluso tentaciones, que por su condición etérea habían de ser
inexcusablemente volubles. Mas puede que la condición de sabio que ya por
entonces merecidamente ostentaba, procediese precisamente de la ingente
demostración que de capacidades como ésta había dado en sobradas ocasiones.
Y así, aquella genialidad ganó terreno, y con ella sus
agentes. Los nuevos prestidigitadores se
erigieron en los nuevos realistas. “¿Qué no le satisface su Realidad? No se
preocupe, nosotros le tejemos otra, a medida, y con encajes.
Pero lo que diferencia al sueño de la realidad, no es sino que ésta lleva prendida,
inexorablemente, una cruel certeza. La responsabilidad, que como apéndice
sedicioso pende impío de la
certeza. Se convierte en malvado reloj el cual, jactándose de
su poder, nos recuerda y amenaza perpetuamente, seguro de que sólo desde él,
tiene sentido soñar, porque soñar es proyectarse, y proyectarse es evocar el
futuro, vistiéndolo con los retazos del pasado que en nosotros dejaron los
recuerdos.
Así, con la distancia que procede de ser conscientes del
espacio, y con la posición que procede de saberse conocedor de las intrínsecas
metáforas que ejerce el tiempo, como la que procede de comprender que el presente,
por más que lo deseemos no tiene mayor certeza que la que demos a la paradoja
del grano de arena que se escapa, celoso de su libertad, entre nuestros
trémulos dedos; habremos de ser conscientes de que una de nuestras mayores
desgracias, como tantas otras ligadas a nuestra existencia, pasa por aceptar
que la belleza de soñar, procede de la certeza irrefutable de que más pronto
que tarde, habremos de despertar.
Y como tal, despertamos. Y lo hacemos en un aquí, en un
ahora, del cual han de esforzarse en convencernos de que es el nuestro.
Y se esfuerzan, ¡vaya si lo hacen! Nos bombardean con falsas
premisas las cuales, en un ejercicio de la falacia antes argüida, no hacen sino
convertirse en la prueba irrefutable de todo lo contrario a lo que quieren en
apariencia demostrar.
Nos arrebatan nuestros puntos
de referencia vitales. Nos enfrascan con
ello en una loca carrera convencidos de que la falsa sensación de seguridad
servirá para disimular los resquicios que
sus prisas han sido incapaces de dejar debidamente recreados en el transcurso
de la reforma a la que han sometido a éste, nuestro mundo, a ésta nuestra
realidad.
Pero se olvidaron de ciertas cosas. Aspectos fundamentales
quedaron al descubierto. Así, comprobamos que pintor es mucho más que aquél que traza. Pintor y artista quedan
enclavados en el mismo campo semántico, el
que obtiene su denominador común, a la par que integrador, de la certeza de que
una de las funciones del arte pasa por ser capaz de acercarnos a las variables
propiciatorias del sueño, de lo onírico; con la salvaguarda de que la certeza
de la realidad, se halla en este caso, neta y absolutamente presente.
Es entonces cuando la realidad, unida a su inexorable
constante, la responsabilidad, nos obliga a abandonar definitivamente el estado
de casi lasciva omnipotencia en el
que llevamos años inmersos, para exigirnos el cumplimiento de cuantas
obligaciones lleva implícita no ya nuestra propia condición de hombres, sino
esa otra si cabe más impactante, la de seres históricos.
La realidad nos golpea, nos colapsa. Nos insulta y nos
agrede. Todo en pos de un único objetivo, tal vez inalcanzable, porque como
Descartes dice en El Discurso del Método:
“es así que una vez finalizado el proceso de análisis, es decir, de
descomposición a su mínima expresión, de todo cuanto rodea al Hombre (…) es
cuando uno comprende que él mismo, es también sujeto propenso a semejante
descomposición. ¿Tiene entonces el Hombre dos proyecciones reales. No en
términos reales, una proyección es real, la otra es ilusoria, pero no por ello
menos real a efectos del propio hombre. Entonces ¿Nos encontramos en verdaderas
condiciones de separar lo soñado de lo real? Es más, ¿Podemos afirmar lo que es
“verdaderamente soñado” de lo que es “realmente vivido”.
Llegados a semejante condición, o tal vez tan sólo desde
ella, es que a partir de aquí, podamos comenzar a hablar en términos reales, o
más bien en los que resulten más similares a tal condición.
Lo digo así porque una vez analizada la realidad, no resulta
imprescindible que sea en términos cartesianos,
llegamos a la famélica conclusión de casi es preferible pensar que todo
lo que conocemos, no es sino una recreación de nuestra imaginación.
Así, la crisis no
habría de ser sino la sensación que llevó
al genial personaje de L. CARROLL sentarse a descansar bajo el árbol que
contenía el pasadizo hacia el País de las
Maravillas.
En consonancia con ello, la terrible desazón que nos embarga, sería exclusivamente comparable
al miedo que Alicia siente en el
transcurso de la caída que antecede a su llegada definitiva al mágico lugar. Un
lugar en el que responsabilidad y tiempo quedan absolutamente desligados de
todo parecido con sus recreaciones, las que nos son reconocibles en nuestro
mundo. Por ello, incluso la responsabilidad emerge desde un plano distinto, de
manera que no resulta culposo ayudar al lacayo
MONTORO en el histriónico ejercicio que consiste en buscar sus “guantes
blancos de ceremonia”, o lo que es lo mismo, en hacer creer al mundo sus cifras
de Déficit Público.
De igual manera, no será para nosotros oneroso, ni
moralmente reprochable, disfrutar de lo lindo presenciando el espectáculo que
de GUINDOS nos ofrece embarcado como está en hacer creíble lo increíble, esto
es, en vestir con visos de certeza algo
tan esperpéntico como han resultado
ser para todo el mundo, las Cuentas
Generales del Estado para el Ejercicio 2013. Siguiendo con los paralelismos,
el esperpento está implícito, como lo está en el Discurso de La Reina de Corazones, un silogismo bellísimo: “Tú, niña entrometida! ¿Qué haces en mi
Reino? La pena por delito es la muerte, o que el azar decida.
Jugaremos una partida
de cartas. Si ganas, te cortaré la cabeza. Si noto que haces trampas para perder, te
la cortaré también.”
¿Encuentran el sentido? No lo busquen, la única esperanza
que nos queda pasa por desear que tal sentido, en realidad, no exista.
Y digo esto, porque ni MONTORO es el Conejo Blanco, ni de
GUINDOS tiene la capacidad y astucia que tenía LA REINA DE CORAZONES.
Más bien, en este caso la Reina es una bruja, teutona para más seña, que no va a sentirse resarcida por ganarnos
a los naipes. En cualquier caso, seguro que tiene todas las bazas.
Pero lo peor de todo, es que sin lugar a dudas, RAJOY no
tiene la capacidad ni el talento que desbordaba L. CARROLL.
Por ello, colorín
colorado, este cuento se ha acabado.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario