“Y fue entonces, al
tocar tierra en aquél puerto, sito en tierra extraña, que fue cuando pude por
fin identificar la extraña sensación que me acompañaba desde el instante en el que
decidí iniciar mi viaje.
Era una sensación
extraña, que solo se puede comprender, instigando los motivos que la
provocaron.
Nació de lo más
profundo, de los lugares a los que solo se accede cuando comprendes que ya nada
más te pueden arrebatar. Es ése instante en el que comprendes lo frágil que es la Naturaleza Humana.
El instante en el que te conviertes en un animal,
sencillamente porque como a la mayoría de ellos, comprendes que nada ya te une
al resto de la Humanidad.
En mi caso, fue el
instante en el que me topé de bruces con la más terrible de las sensaciones.
Curiosamente aquélla por la que otros dicen que luchan y por la que sin duda
merece la pena morir.
En mi caso, la
libertad es una desgracia. Tal vez porque accedí a ella cuando tras dos años al
servicio de su Majestad Imperial, volví a casa para encontrarla ardiendo, con
los cadáveres de mi mujer y mis dos hijos todavía calientes.
Es ése instante, en el
que comprendes que ya nada te une no ya a la Humanidad, sino ni tan siquiera al
Género Humano, el que te enfrenta, por desgracia a la verdadera libertad. La
que consiste en saber que ya nada te liga al mundo.”
Son palabras procedentes del diario de un militar español
datadas en torno a 1580. Como ocurre con algunas otras de las realidades citadas,
cuando no constatadas en este mismo espacio, se encuentran, a modo de
testimonio, en la Casa de Contratación de
Sevilla. Por aquél entonces, y de manera del todo indiscutible, el
organismo más importante, en la ciudad más grandiosa, posiblemente del mundo.
Cedo una vez más ante la libidinosa satisfacción que me
produce manifestarme en pos del aparente galimatías fruto de la mezcla
inmisericorde de conceptos, a menudo abstractos; en una selva de tiempos de
igual manera aparentemente inconexos. Se trata en realidad de un vano intento
de dar forma al monstruo que aqueja mis sueños, arrastrándome preceptivamente
hacia un terapéutico insomnio, todo lo cual no hace sino incrementar en lo que
me rodea la certeza fiel de que ya nada, o al menos yo, carecemos tan siquiera
de la esperanza de la reconciliación, cuando menos con los principios que
redundan en éste aquí, en éste ahora.
Acudo así pues, a la Historia, en pos cuando no del remedio,
sí del conato de prestancia en base al cual hacer lo posible por, como el
militar de cuyas reflexiones parte hoy nuestra propia reflexión, dilucidar si
es otro lugar, o quién sabe si otro tiempo, donde se hallan los espacios o los
tiempos que me son más proclives, toda vez que nada puede a ciencia cierta
garantizarme que me sean más propicios.
Me retrotraigo así al que para mí es mi siglo pasado, en tanto que de
cara a mis esquemas sigo en el siglo XX. Redundo pues en el siglo XIX, en
busca de los factores que tal y como ocurriera en el XVIII, resultan
imprescindibles para explicar cuando no para tratar de entender las consignas
que removieron en este caso al XVII.
“Es la resignación
virtud que le cabe al desgraciado, pero que no obstante le está vedada al
culpable.”
Debería de bastar esta consigna, uno de los mejores resúmenes
a mi humilde entender del Espíritu
Romántico que impregna inexorablemente, como entonces debía de impregnar el
cuerpo de las mujeres el Agua de Rosas; para
actuar de inmisericorde catalizador, transportando hasta el incierto presente
todas y cada una de las consideraciones, sensaciones y por qué no, incipientes
conclusiones, a las que el por otro lado avispado lector haya podido llegar.
Es la máxima, como todas las que de merecer tal
consideración se precia, digna de estudio y consideración. Extensa como
Castilla, inquebrantable como el diamante
e inexorable como la propia muerte.
Como todo concepto propio del Romanticismo, ha de ser capaz de despertar en aquél sobre el que
desarrolla su influjo, sensaciones contradictorias, asustadizas y cobardes, que
no vienen sino a preconizar los aspectos más oscuros, sibilinos e incluso
perversos, de aquél sobre el que ejerce su influjo, sea éste o no voluntario. Y
siempre, participando de esa extraña simbiosis que todo lo rodea, y que se
rodea en torno a la certeza casi mística de que algo terrible, está siempre,
inexorablemente, por suceder.
Recuperamos así pues el testigo del tiempo el cual, en medio
de su macabra danza caníbal que surge de comprobar el macabro rito por el cual
ésta avanza a costa de devorar a sus
hijos, los años; justificando con ello una vez el innombrable retrato;
retornamos nosotros igualmente a un presente que nos es sorprendentemente
impropio, prueba evidente de que tal vez Cronos no ha saciado su apetito solo
con sus hijos.
Y nos sorprendemos sobre todo de formar parte de una
realidad en la que cualquier atisbo de certeza procedente de la comparación con
vestigios, ni remotos ni cercanos, se muestra capaz de recordarnos dónde estamos.
Hemos retornado a un espacio en el que aunque parezca imposible,
es nuestro tiempo lo que nos ha sido arrebatado. Nuestro presente, aquél que
debía necesariamente de proceder de la evolución de un pasado cercano, y por
ello conocido, el cual había casi inexorablemente de evolucionar siguiendo los
esquemas que nosotros creíamos controlar, para como digo implementar el
presente que hoy nos cabía esperar.
“Es la resignación
virtud que le cabe al desgraciado, pero que no obstante le está vedada al
culpable.”
¡Pobres de nosotros! ¡Ingenuos desvergonzados! ¡Aún creemos
que controlamos algo, que podemos esperar algo! ¡Incluso dormimos convencidos
de que sabemos algo!
Y es ahí donde inexorablemente, redunda su éxito. Un éxito
forjado a base de arrebatar sueños promoviendo el insomnio, un éxito fraguado a
base de arrebatar el pan de la boca, generando la certeza de que ni comer
constituye, hoy por hoy, una verdadera necesidad.
Un éxito que por otro lado se manifiesta en algo tan
sencillo como el tiempo verbal, el
inexorable presente de indicativo desde el que narcotizan a un pueblo que
inexorablemente asiste a la
metabolización de su realidad, partiendo del componente taciturno que es
propio de aquéllos que se levantan presas del pánico, incapaces de recordar un sueño cuyas sensaciones, por otro lado,
casi rozan con la punta de los dedos. Un sueño de consecuencias tan
drásticas como terribles, en tanto que el mismo está inducido. Se trata de una
más, si no la más poderosa, de cuantas armas forman el arsenal de los
integrantes de un sistema confeccionado
en pos de la consecución de una bárbara meta, meta que en este caso pasa por
crear de manera activa, y a poder ser rápida, del contexto determinante que les
permita finalizar un proyecto para cuya consolidación se mostraron en el pasado
siglo incompetentes. Tal vez porque la
fruta no estaba madura.
Un proyecto para el que la
correcta elección del tiempo verbal supone mucho más que una condición anecdótica.
Supone más bien una condición categórica ya que la misma constituye la frontera
que separa a los que participan de la fagocitación,
respecto de aquéllos otros que están siendo fagocitados.
Pasamos así pues a hablar en términos de abierta
supervivencia. El instante del salto
cualitativo, inexistente ya que, al contrario de lo que ha ocurrido hasta
el momento en los reiterados casos en los que hemos jugado a este juego, por primera vez la alienación no ha hecho acto de presencia.
Venía a constituir, a grandes rasgos la alienación, el
proceso por el cual el individuo era abducido de su medio, siendo apeado de su
realidad, para pasar a formar parte de manera más o menos activa de una
realidad que le era ajena.
Pero el proceso era, ante todo, imperfecto. La variable cambio esencial que era experimentado
por el individuo dejaba una serie de restos que actuaban como una verdadera anomalía social fácilmente rastreable; lo que
posibilitaba la detección del ente.
Hoy, semejante problema ha sido dramáticamente superado. La
variable de imposición que lleva implícita, al menos en origen la alienación,
se ha visto remontada por la inducción mediante cauces voluntarios, de los
caracteres necesarios de cara a lograr la metamorfosis
del individuo, que pasa a ser servil.
La manera, ya se ha dilucidado algunas líneas más arriba. En
mitad del proceso descrito, y con la excusa de librarnos del terrible insomnio,
nos venden el más poderoso de los narcóticos, el que procede de convencernos de
que, efectivamente, somos más libres de
lo que lo hemos sido nunca.
Terrible libertad, aquélla que procede de enfrentarnos con
nuestra propia esencia, la que surge de ponernos cara a cara con nuestro yo
animal, el que por otro lado se manifiesta cuando, desgraciadamente, la
sociedad te constata que no tienes nada que ofrecer, porque en realidad no
tienes nada más que perder.
Constituye ése el momento en el que el presente se hace
instante, y la ausencia de alienación, se confunde con el clamor del nihilismo.
Un nihilismo propio del Despertar para
morir.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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