Son éstas, a saber, las más odiadas de las victorias, sobre
todo por ser las menos pródigas en lo que concierne a obtención de éxitos, ya
sean éstos en forma de ascensos, galones o medallas; toda vez que las
victorias, capitulaciones o rendidas que de ellas se obtienen, pocas veces
pasan a la Historia.
Una Historia que se escribe por los grandes y que, al margen
del principio por nosotros compartido de que “no en vano la Historia la escriben siempre los vencedores”, no es
menos ciertos que son éstos los que con sus actos, ya se pronuncien los mismos
como tributo al honor, o a la miseria; se conducen definitivamente a la
tenencia manifiesta de los últimos valores.
Precisamente hoy, en la conmemoración del doscientos
aniversario de la Batalla de Leipzig, podemos
usar la misma como objeto práctico destinado a escenificar parte de la paradoja
que, de nuevo, se yergue presta ante nuestras disquisiciones. Así, a saber, una
derrota no vino sino a hacer más grande si cabe, la figura de aquél que esencia
encerraba todo el interés de la batalla puesto que sí, efectivamente, Napoleón
fue derrotado pero...sinceramente, ¿cuántos recuerdan el nombre de uno solo de
los generales del ejército vencedor?
Cierto es que sin llegar obviamente a pedir sacrificios pírricos, no es por igual menos cierto
que se echa de menos una mínima muestra de valor. Manifestaciones de fervor patrio como las protagonizadas
hoy mismo por el Sr. Presidente cuando, nota en ristre acudía presto a la
Constitución en pos de los valores encomiables a la hora de defender por
enésima vez el listado de causas legales
que impiden la escisión de Cataluña, lo cierto es que el Sr. Presidente se
olvida, una vez más de esgrimir un solo motivo por el que yo, como el
representante de los más tontos de la
canasta, termine de encontrar como digo, un solo motivo por el que Cataluña
haya, verdaderamente de pertenecer a España, sinceramente porque sea esto
imprescindible; tanto para España, como para la propia Cataluña.
Seguro que, a poco que nos esforcemos, entre todos lo que
sinceramente nos lo propongamos, podremos sin duda encontrar un justo término medio (ahora que el centro
es lo que mola), en el que hasta el
Sr. Presidente, en su curiosa visión de la Política, más al uso de la mezcla
entre pitufo silencioso, y pitufo gruñón,
pueda sin duda sentirse cómodo.
Así, hemos renunciado ya de todas, todas, a toparnos con las
figuras de las que el presente posterga meros recuerdos:
“Un hombre cabizbajo en un bosque cubierto de nieve. Un
cuervo negro que presagia la
fatalidad. Sólo si uno inspecciona más detenidamente el
cuadro advierte el casco dorado distintivo del uniforme de la caballería de
élite francesa y consigue redondear el significado de la obra característica
de Caspar David Friedrich, uno de los románticos alemanes que se ocupó
de la Batalla de Leipzig como trágico elemento configurador del
nacionalismo alemán, en contraposición al nacionalismo francés.” Sin duda, como
digo, nos bastará con un justo término
medio.
El justo término medio, sin duda otra muestra de las mil y
una vestimentas tras las que se oculta en España la que supone una de las más
hermosas paradojas, la que inexorablemente pasa por convertir al centro, en la acepción pormenorizada
tras la que aparentemente se alinean todas y cada una de las piezas que
componen el decálogo de las virtudes del Ejercicio
Político, al menos en sus actuales condicionantes.
Se erige así pues el
centro, como modelo de virtud. Un centro en el que lo proclive es confundir
prudencia con ausencia de actividad, silencio con asentimiento, y respuesta con
discusión.
Un centro en el que los tiempos se miden en silencios, en el
que decoro y buenas formas llevan a la mayoría a considerar adecuado contestar
con la elegancia del silencio a las
aberraciones que hacen o cometen algunos (más avezados en el arte de la
calumnia, cuando no abiertamente en el de la mentira, por más que ésta se distraiga
adoptando formas cuando no valores de sabia entelequia), y que en definitiva
hace de la apatía preconizador de esencias.
Un centro creador de monstruos, hábitat de engendros, que
queda identificado desde el momento en el que aquéllos que son hijos de la luz
se desplazan por su fuero con absoluto conocimiento de causa, y que hace de la
posición de Gabriel como mano izquierda
de Dios, la última promesa de batalla creíble.
Es entonces cuando el centro,
alimentado por la ignominia de aquellos que interesadamente lo pueblan, da
muestras de su peligrosa impronta. Una impronta que por otro lado se halla
implantada en su genoma, y que pasa por hacer de la renuncia, la última a la
par que la más duradera, de cuantas posturas logran caracterizarla.
Renuncia, silencio, falta de identidad, incapacidad para la
acción, propensión a la conducta reaccionaria. Constituyen los mencionados
elementos poco halagüeños para cualquiera que se dedique con función seria a la
actividad política. Sin embargo ¿Los reconocen? ¿Reconocen a aquél que de
manera tan franca hace gala de los mismos a diario?
Haciendo uso del
derecho de llamar a nuevos testigos en el caso de que éstos sean necesarios
para rebatir algún argumento. Lo cierto es que lo malo no es tanto el comprobar lo fácil
que resulta establecer las conexiones entre los mencionados, y la persona que
en principio ejerce el control de España.
Lo realmente penoso pasa por establecer el patetismo del
momento político que nos ha tocado vivir, y que realmente hace difícil
responder a la pregunta de si el mismo es fruto de la insolvencia moral de la
sociedad desde la que lo preconizamos; o más bien al contrario la sociedad no
es causa, sino una consecuencia más del agujero
negro en el que inexorablemente nos hundimos día tras día.
Somos los hijos de la mediocridad. Una sociedad resultado de su flagrante y abierta incapacidad para
interpretar los síntomas, en tanto que la patente incapacidad existente para
interpretar la catarata de sensaciones en la que la última década la tuvo
sumida; se tradujo en la imposibilidad de analizar con esa misma solvencia los
datos que el mundo, forma material que adopta la realidad, le mandaba.
Y como otra muestra más de la incapacidad para transigir con
el mundo, la osadía del ignorante se convierte en el bochorno del que conoce.
Haciendo bueno el dicho de que la ignorancia es osada, podemos tal vez llegar a
intuir el proceso por el que ni tan siquiera Aristóteles se libra de la macabra convicción. Su conocido
principio “..en la mitad se halla la virtud” resulta, como tantas otras cosas,
maltratado por la vulgar interpretación a la que como tantas otras cosas, la
chusma somete.
El resultado es evidente. Toda una declaración de intenciones en pos de la supuesta virtud de la
mediocridad y por supuesto, de los mediocres.
Es mediocre el que raya
en la mitad, de la información promovida desde los test de inteligencia. Abandonada la literalidad, y pasados al
necesario campo del relativismo, mediocre es el que habita, con denodada
satisfacción, y revertido ánimo, los frugales, infértiles y en definitiva
estériles campos del centro.
En definitiva, ¿De verdad alguien en pleno dominio de sus
facultades mentales puede decir con mínima solvencia que estos son los que nos van a sacar del actual atolladero?
Como suele ocurrir en la mayoría de ocasiones en las que los
asuntos tratados tienen cierta relevancia; el objetivo primario, a saber arrojar luz sobre algún determinado
asunto; se ve pronto desbordado por una a veces tediosa realidad que no
obstante termina por consolidar otro proyecto que en el caso pasa por formular
más preguntas. Desde esa tesitura cabe decir pues, si éstos no son capaces de
solucionar nuestros problemas, puede que en realidad sea porque no son sino una
más de las múltiples traducciones que los mismos adoptan.
El sin par genio
que el Gobierno, y en especial su líder, se dan a la hora de guardar silencio, de echar balones fuera, de
tergiversar la verdad por más que ésta venga avalada por sea cual sea la fuente
o la intensidad de los datos; no hace sino permitir que lo que en principio
comenzó como una casi inocente duda
razonable, se erija hoy en constatación expresa de aquello que define con
precisión los medios de los que la política española se sirve en la actualidad.
Es así que el silencio, las vaguedades, el ostracismo y
finalmente la ausencia de liderazgo; se han
hecho fuertes en España, apoderándose tanto de las Cámaras, como de la Política de la que las mismas son sedes.
La acción política ha adoptado otras formas, unas en las que
la acción en definitiva se considera sinónimo poco menos que de violencia, real
o conceptual, lo que ha llevado al práctico desmantelamiento de la denominada Realidad
Democrática.
Y todo ello, en apenas dos años, con el silencio de la
oposición, y con la connivencia de los ciudadanos. Connivencia que comenzó en
aquéllos que elevaron a un mediocre al poder, connivencia que continúa con
aquéllos que hacen del voto útil la
esperanza de los mismos para poder mantenerse en el poder.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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