O como decían los que formaron la generación que nos
precedió: “Para este viaje, no nos hacen falta alforjas”.
Anochece un día más, y lo hace dejando en nuestro derredor
esa sensación conocida, aunque no por ello menos desagradable, que lejos de
poder definirse a partir del conocimiento de sus componentes, desgraciadamente
solo puede afrontarse desde la suma de emociones que adosadas en el estómago, y
pegadas al hígado, recorre una vez más nuestra propia conciencia en tanto que de nuevo asumimos otra renuncia a participar desde tal proceder, el de la conciencia, a la
vista de lo que no ya solo Grecia, en realidad toda Europa, nos vemos obligados
a tragar.
En cualquier caso, y convencido de que seguir por semejante
camino constituiría un grave error toda vez que bien podría convertirse en una
suerte de reduccionismo traducido en una treta aparentemente encaminada a
regalarnos un atajo; lo cierto es que de la observación todo hay que decirlo,
especialmente atenta no tanto de los acontecimientos, cuando sí más bien de los
protocolos mediante cuyo desarrollo se ha llegado a los mismo, podemos, a pesar
del corto periodo de tiempo transcurrido determinar la existencia cuando no de
un análisis proverbial de las circunstancias, sí al menos de un apercibimiento global suficiente en todo
caso para inferir una superestructura competente,
al menos en lo que concierne a la elaboración de un esquema conceptual de una
serie de pautas perfectamente reconocibles toda vez que a las mismas, lejos de
podérseles atribuir algún tipo de originalidad genial, pecan de un tufo rancio procedente, ¡cómo no! de su
condición de corresponderse con los procederes que aquí diríamos propios de las “Batallitas del Abuelo”, a
los que por otro lado los teutones son
tan dados.
Decía Clemenceau que:
“La Guerra es algo demasiado serio como para dejarlo en manos tan solo de los
generales”. La cita, que puede ser o no censurable en lo atinente a la
conveniencia estética, toda vez que en lo concerniente a lo conceptual a mí se
me antoja no solo adecuada, me atrevería a decir que francamente acertada; no
hace por otro lado sino poner de manifiesto, retornar a la actualidad diría yo,
el que sin duda se corresponde con el mayor rasgo
de carácter del alemán de pro a
saber, la absoluta convicción de que el mundo sin ellos, sería menos mundo, a
lo cual alguno muy probablemente añadiría que a lo mejor sin Alemania, el mundo resultaría verdaderamente difícil de
concebir.
Dejándonos de rodeos, lo que a título de procedimiento se
resume en estar dispuestos a pagar el precio convenido por dejar de emplear
términos políticamente correctos para ir más allá o sea, los empleados para
decir cosas que superan con mucho lo políticamente
correcto, no diremos nada nuevo en tanto que tan solo constataremos una
realidad cuando decimos que el genoma alemán se encuentra mayoritariamente
compuesto de un genotipo violento, que acaba por traducirse en un fenotipo con
evidente propensión a resolver las cosas por
las bravas. Y desde tal concepción digamos de origen, todo lo demás son excusas.
Porque de excusa ha de considerarse tanto el incidente de Sarajevo, como
especialmente la manera de traducirlo al escenario político hacia el que
Alemania decidió converger, ¡cómo no! llevando por delante de sus Ministros, a
su Jefe del Estado Mayor en un momento en el que no debemos olvidarlo, Gobierno
y Estado Mayor se hallaban constitucionalmente exentos de la tantas veces
demostrada desagradable labor en la que habitualmente se convierte el que los militares hayan de explicar a civiles
cosas “para las cuales éstos no están preparados”, sencillamente porque son
civiles. (Extracto del Acta de la “Conferencia de Postdam” de 1914).
Tratando de no resultar excesivamente grandilocuente cuando
no hacemos sino esmerarnos en el desarrollo del proceso destinado a poner de
manifiesto que si bien es cierto que la historia no se repite, no lo es menos
el hecho de que los elementos parecen confabularse en aras de confeccionar un contexto
que por reconocible sí que permite a veces inferir la sucesoria procesión de
hechos por otro lado fácilmente reconocibles; lo cierto es que sin inferir
necesariamente una relación directa entre los hechos traídos a colación, y por
supuesto las consecuencias de carácter beligerante fácilmente reconocibles en
el interior de las estructuras que cristalizaron en la concepción y composición
sobra la que hoy redunda el proceso
europeo; no resulta menos cierto, y por ende menos adecuado decir que muy
probablemente el actual estado de las
cosas no tanto esté relacionado sino que más bien esté estrechamente vinculado a esa suerte de síndrome de Tratado de
Versalles en el que todos, por ende unos y otros nos hemos refugiado,
posiblemente buscando una salvaguarda desde la cual otear el horizonte en busca de poco menos que una excusa a partir
de la cual levantar el patético edificio
de las excusas desde el cual soñar con la posibilidad de poder, una vez más,
renunciar a nuestra cita con la historia.
Que a nadie se le escape. El actual estado de las cosas constituye el debe que tiene sometido a Europa desde mediados del XIX. Un debe
que se corresponde formalmente con lo que se atribuiría a una hipoteca, de la
que el beneficiario es a título único el país alemán, hipoteca que por otro
lado ha sido una vez más suscrita por todos y cada uno de los que componemos el
resto de ¿el sueño europeo?
Que los escrupulosos se abstengan de seguir leyendo, por
favor. Porque no solo me dispongo a decir que todo lo que comprende el actual estado de las cosas no es sino
la constatación de un plan larga y perfectamente pergeñado por las Instituciones Bávaras, sino que me
empecinaré, sin perder la razón por supuesto, en traer a colación la larga
lista de implementaciones que permite ubicar en la Historia tamaña sensación.
Siglo XIX. Sin duda, otros tiempos, sin duda otra forma de ver e interpretar las cosas. A pesar de
ello, o tal vez debido a ello, las concepciones que desde entonces pero por ser
más exactos a partir de entonces
serán fácilmente reconocibles en el digamos Espíritu
Alemán que impregna sobremanera toda concepción de la realidad, determinan
con un carácter altamente imperativo el genoma de un todavía incipiente y sin
duda dubitativo Imperio Alemán.
Por decirlo de manera adecuada, en aquel momento Europa
todavía estaba en condiciones de librarse
de Alemania. Pero la ocasión, como ocurre con la mayoría de las
consideraciones que atinentes a la historia componen un hecho trascendental,
pasó enseguida. Así Alemania no perdió ocasión. Por primera vez, y no sería la
última, se enorgulleció interpretando como un síntoma de debilidad lo que en
realidad no era sino un ejercicio de transigencia desarrollado por una Europa
que involucrados en la segunda mitad del XIX se bandeaba realmente bien, sin tener que soportar los dichos que
precedían a las conductas impropias desde las que una ya envalentonada Alemania
pretendía no tanto interpretar como sí más bien imponer las que ya por entonces
eran las reglas del juego desde las que
se confería no solo Europa, por complementariedad el mundo entero.
Rauda y veloz primero Alemania como pueblo, y después en una
bella coreografía sus gobernantes, fueron uno tras otro despojándose de los
corsés que oprimían sus lascivos pensamientos, los cuales tenían como objetivo
dinamitar los rígidos esquemas que hasta ese momento habían no tanto limitado
el desarrollo de los por entonces países
miembros, como sí más bien habían servido para garantizar la pervivencia de
un modelo basado en la convivencia reforzada en una especie de aforismo que
viene a decir que la estabilidad de Europa la proporciona lo débil de una
suerte de tensión dinámica que
mantiene unido todo el entramado continental; mientras que la todavía más
frágil estabilidad exterior depende de la hegemonía que sobre las aguas ostenta
la indiscutible Armada Británica.
Es entonces cuando no tanto surge sino que más bien se
impone, la
controversia. Una controversia cuya conceptualización
igualmente se percibe desde la comprensión de una frase pronunciada por el por
entonces Ministro de la Guerra, Moltke: “No se trata tanto de que Alemania
desee hacer sombra a nadie. Se trata más bien de comprender, o a lo sumo
aceptar que Alemania quiere hacer uso de su derecho a tener su parcela de terreno soleado”.
Es a partir de la comprensión del Jugendstil Militarista que impregna tamaño aforismo o lo que es lo
mismo, una vez que nuestros falsos traumas asociados al supuesto bochorno del Tratado de Versalles han caído para
dejar paso a la verdad; que comprendemos hasta qué punto la verdad alemana es tan difícil de
comprender, en tanto que imposible de asumir, al menos en tanto que no se
emplean métodos militares.
Comprendemos entonces que el verdadero potencial destructivo de Alemania subyace al alma de cada alemán.
Un alemán que solo otro alemán como Bismarck puede comprender, a la par que
radiografiar como resulta de la afirmación según la cual ningún logro para el que resulta
necesario el despliegue militar, es en realidad merecedor de tamaño esfuerzo.
¡Y Bismarck pasa a la historia como “El Canciller de
Hierro”.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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