“Los aliados de
Esparta, de modo especial los tebanos, pidieron que la ciudad fuera arrasada,
los hombres exterminados, y el resto de la población vendida como esclavos,
pero los espartanos una vez más dieron prueba de prudencia. Dijeron que no se
podía tratar así a una ciudad que había hecho unos méritos inmensos en la
defensa de la libertad de todos los griegos, y que se limitarían a volverla
inofensiva para siempre. Fueron, pues, comunicadas las condiciones de la
rendición: El derribo de las murallas y de las Largas Murallas, la entrega de
toda la flota superviviente con excepción de doce naves, la aceptación de una
defensa espartana en la Acrópolis, y la entrada en la liga peloponésica en una
posición de subordinación.”
El texto, en contra de lo que pueda parecer, no tiene
relación alguna con la actualidad, si bien parece directamente extractado de
cualquiera de las columnas de desopinión con
las que desde hace varios días el engendro
híbrido en el que amenaza convertirse el nuevo binomio conformado por El
Diario El País (arrojado en una franca carrera nihilista) y El Diario El Mundo
(empecinado en una no menos loca carrera dirigida hacia ¿…quién demonios sabe
hacia dónde se dirige El Diario El Mundo)? dan sobradas muestras de lo intoxicados que nos necesitan a los
ciudadanos de cara a lograr hacer creíbles muchas de las barbaridades que sobre
Grecia y por supuesto sobre su muestra de
coraje en forma de referéndum, llevan más de una semana ¿publicando?
El texto corresponde a un extracto de las consideraciones
desde las que Lisandro describe la que será la definitiva victoria de Esparta
sobre Atenas. Hecho que acontece más o menos a finales del Siglo V antes de
cristo, y que tiene su origen, como tantas y tantas y tantas veces en al
desmedida ambición de un hombre, en este caso Nocio el cual, incapaz de medir
la repercusión de sus actos (tanto si éstos hubieran tenido éxito, como de
haber fracasado, tal y como fue); terminan por promover el derrocamiento final
de Atenas.
Hecha esta “pequeña salvedad” en el pasaje están, o al menos
se denota el “efecto que su pretérita presencia ha dejado”, de todos y cada uno
de los elementos que los siempre mal llamados “tratados de paz” han contenidos.
Elementos a menudo aparentemente destinados no tanto a promover la paz, cuando
sí más bien a convertir a los enfrentados en una suerte de bomba de relojería, destinados pues a volver a enfrentarse por no
haber logrado si no, aplazar la resolución de su conflicto.
Planteamos así, aunque de manera hemos de reconocer un tanto rebuscada, los motivos que
llevan a la redacción de estas líneas, los cuales no pasan bien es cierto más
que por la necesidad de constatar la certeza defendida por el que un día más
asume la redacción de la presente desde la absoluta convicción de que Europa
cuando no el mundo no estarán en disposición de arreglar sus problemas en
tanto, entre otras cosas, no tengan el valor suficiente para, en este caso,
reconocer a los protagonistas de la desazón…
Derribar la Muralla Larga.
Entregar toda la flota salvo doce naves. ¡Incluso permitir la
ingerencia en política interior que
subyace tras la demanda de la defensa
conjunta de la Acrópolis! Lo dicho, con unos pocos retoques seguro que pasaba y bien podría haber sustituido al inexistente documento
que ayer esperaba la Troika.
Lo cierto es que no hemos descubierto nada. De hecho Europa
está literalmente forrada de
documentos como éste, símbolo por otro lado de guerras por fraticidas no menos
estúpidas.
¿El Conflicto del 14? ¿La Segunda Guerra
Mundial ? Sin desmerecer un ápice los respectivos
considerandos que a tenor pueden convertir a tales en dignos representantes de
la consideración; lo cierto es que yo me refiero al estado en el que se halla
Europa en 871.
Con un Imperio Alemán emergente, que por ser más
concienzudos debe su auge al paulatino detrimento en el que hemos sumido al
Imperio Austrohúngaro, lo cierto es que solo la capacidad de Bismarck no tanto
para evitar la guerra, como sí más bien para postergarla, fue lo que mantuvo la
por otro lado ilusoria convicción de
que una Europa en paz eran tan posible como por otro lado deseable.
Pero más allá de lo que se ve, de nuevo lo que se echa de menos es la presencia de una
serie de capacidades, de aptitudes si se prefiere cuya presencia, además de requeribles, de demuestran hoy, pasados
casi ciento cincuenta años, como los elementos vitalmente responsables no tanto de que la paz perdurase, como sí
más bien de que la guerra no lograse encontrar un resquicio a través del cual colar sus argucias.
Es así que por primera vez más de considerar, afirmamos, que
lo que hizo posible retrasar la Guerra hasta 1914 no fue sino la especial
capacidad de un Bismarck cuya general grandilocuencia dio paso en esta ocasión
a toda una lección de conocimiento
estratégico.
Porque fue Bismarck, y nadie más que Bismarck, quien logró
llevar a Europa del enajenante por generalizado sentimiento de que la guerra
era imparable, a la por otro lado acuciante convicción de que la paz no solo
era posible, sino que la constatación de un largo periodo de paz convendría a
todo el mundo.
Llegamos pues a lo más emocionante. ¿Cómo lo consiguió?
Fácil, desterrando de todo proceder alemán la percepción de que el resto de
países eran inferiores, o carecían de los mismos derechos que la propia Alemania.
Resulta sorprendente ¿verdad? Sobre todo hoy cuando lo que
con más fuerza se remarca es no ya la evidente falta de altura de miras de la mayoría de nuestros políticos.
Decía hoy un Portavoz
del Gobierno de España que: “Los Gobiernos surgen de la voluntad manifiesta
del Pueblo expresada mediante el voto; hecho éste por el cual son merecedores
de todos y cada uno de ellos.” ¿De verdad nos los merecemos…todos, todos?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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