Lejos quedan los tiempos en los que la oscuridad era el
atributo romántico al que se acogían los desprovistos de razón, incluyendo por
supuesto a aquéllos a los que el amor les privaba de ésta, aunque fuera de
manera transitoria. Ocultos tras una nube de humo y ceniza procedente de la
incineración de los atributos de lo que presupusimos como nuestro futuro,
sucumben no, han sucumbido ya los que en nuestros sueños una vez fueron logros perennes, destinados entonces y por
siempre a arder cual llama procedente de
la antorcha de Prometeo.
La realidad, o más concretamente la relación para la que con
ésta nos preparan los que se han mostrado como auténticos adalides de la que
bien podríamos denominar rebelión pasiva,
han sido capaces no ya de imponernos primero su visión y luego sus
principios; peor aún, han sido capaces de arrebatarnos los nuestros.
Antes de atreverme a dar por hecho que nos encontremos en
condiciones de responder con un mínimo de conciencia a quienes crean que pueden
emitir la pregunta obvia; a saber, la que plantea la duda atinente no tanto a
cómo lo hicieron, cuando sí más bien a cómo les dejamos; hemos, por ser justos,
de determinar las condiciones a partir de las cuales lo consiguieron.
Evidentemente, y en tanto que por proceder, o al menos por
estar en relación con la evidencia, el proceso no pudo ni obviamente ha sido
tan complicado.¿Cómo lograr en el caso que nos atañe algo tan aparentemente
complicado como puede ser el que varios miles de millones de personas te
entreguen no ya su dinero, sino especialmente su dignidad, sin que sientan la
menor repulsa ante tal hecho? Sencillo, habilitando una distracción que permita reducir a un mero truco de prestidigitación lo que para otros hubiera sin duda
supuesto la creación de un escenario cuando no de una infraestructura, capaz de
sustentar hasta un discurso del mismísimo Presidente Obama.
Como en todo buen truco, lo de menos es el mago. O para ser más sinceros, en este caso en especial la
magnitud del truco había de ser sencillamente brutal toda vez que la organización era perfecta conocedora de un
hecho del que a la mayoría se nos fue informando después y con tiempo. Un hecho
que sin más pasaba por constatar que los que habían de hacerse pasar nada menos
que por los magos, resultaron ser en
realidad los más inútiles, incompetentes y en definitiva, ineptos, de cuantos
en su momento habían formado parte de la comunidad a la que ahora, una vez más
y probablemente no la última, había que volver a engañar.
Hay nervios en la platea. El
público ocupa los últimos asientos…decrece la intensidad de la luz. La orquesta hace
sonar los primeros acordes de la obertura.
¡El espectáculo acaba de comenzar!
Asistimos a la enésima representación del Espectáculo
titulado “Vivimos según un modelo democrático”. Se trata de una tragicomedia que en principio fue
escrita para ser representada según el modelo clásico de tres actos, a los que primero el éxito, y después la falta no de
dinero, como sí más bien de calidad
humana, hizo aconsejable añadir un cuarto. Total, ¿a quién iba a
importarle? Su gran aceptación, vinculada a las cifras de seguimiento,
estructuradas en esta ocasión no tanto en derredor del Share, como sí más bien del índice
de aceptación que tiene la cita que cada cuatro años tiene con sus fans en
la calle, bajo el formato de elecciones
¿cómo no? democráticas, viene a redundar una y otra vez no tanto en su
éxito, como sí más bien en la sección de
las tragaderas de los que una y mil
veces, están dispuestos a seguir con el trágala.
Tal vez en un gesto de humildad, o quién sabe si de
ignorancia, lo cierto es que a ninguno de los coreógrafos encargados se les ocurrió, afortunadamente, probar
suerte con la que sin duda hubiera supuesto una arriesgada apuesta; la que
hubiera pasado por afirmar que entre los pasajes del drama representado en
tamaño libreto se reconocían las formas de los grandes, de los Clásicos. ¡Dios mío cómo hubiera ganado
el preámbulo del Tratado de Maastricht de haber podido decir que tras sus
eslóganes y falacias economicistas se escondían en realidad las palabras de
Sófocles! ¿Se atreve alguien a indagas conmigo cuánto hubiera ganado el Acta
Fundacional de la CECA de haber supuesto que el mismísimo Jenofonte se habría
sentido identificado con tal en pos de hallar las formas en pos de su obra Las
Helénicas?
Mas casi al final, como casi siempre, todo se viene al
traste. Porque la tragicomedia es en realidad una falacia, interpretada por el
mayor de los Sofistas, destinado
como en coherencia le corresponde no
tanto a informar, como sí más bien a entretener. La causa es evidente, está
destinada a la chusma.
Pero no adelantemos acontecimientos, ayer como hoy, contar
el final de la película antes de tiempo se convierte en la mejor manera de
perder amigos, o de encontrarse con lo que uno no busca.
En realidad resulta mucho más entretenido prestar tanta
atención a la obra, como al desarrollo de los tiempos que le son propios. Y en
este caso además, por tratarse de una representación digamos, interactiva,
hasta el papel del público resulta de cierto interés.
Como es propio de estos autores, a la vista por supuesto de
sus obras, deciden como es casi obvio poner desde el principio toda la carne en el asador y no resulta
por ello inadecuado, sino simplemente emocionante reconocer tras la máscara de
los actores que abren el primer acto las
hechuras de Democracia y de Libertad las cuales, en un plano nada forzado,
resultando por el contrario todo un alarde de coherencia, planifican desde la
paz en la que a menudo se prodiga lo que reconocemos como ignorancia los
desvaríos en los que bien podríamos identificar los juegos felices de los tiernos infantes.
Pero no habiéndose extinguido aún del todo los trinos agudos
que, interpretados por la dulce cítara vienen a representar la dulce alegría
que solo puede ser reconocida en la emotividad cándida de un niño; el fagot y
el oboe emergen de la profundidad propia de los espacios vigilados por
Cancerbero, dispuestos a traer ante nosotros los peores presagios.
Presagios que adoptan formas no por inusitadas menos
reconocibles, tras las cuales de manera efímera podemos reconocer los ardides
propios de Mitología y de Creencia, no tanto guardianes como sí más bien
vasallos, aunque ellos lo ignoran, o al menos en dar tal apariencia se
esfuerzan, de la que resulta ser la farsa por antonomasia, la que pasa por
necesitar hacer pasar por imprescindible la necesidad de las deidades a la hora
de, precisamente, dar explicación a lo más terrenal y vacuo que tenemos, a
saber, nosotros mismos.
Han de buscar pues un encantamiento que faculte la
transmisión de lo divino, para que
sea comprensible, menos ajeno, tal vez, a lo humano. Y lo encuentran en La
Razón que pese a ser un instrumento, cuando no una aptitud, de lo humano; se
mueve con prontitud, e incluso sin enajenarse, manipulando a su aparente
albedrío las ideas, compuestas unas
veces con las delicias del cielo, otras con el miedo de los infiernos; pero
siempre con materia más propia de lo onírico.
Sueños pues, de grandeza cuando carecen de sustento, de
progreso cuando algo de base tienen. Más de una u otra forma compuestos desde
la constatación evidente del multidisciplinar progreso, la forma científica, que por otro lado linda con lo
pagano, de la constatación del Pecado por
excelencia a saber, el de creerse capaz de jugar a Dios.
Incapaz pues una vez más de conjugar sus dos naturalezas, el Hombre dilapida por
enésima vez el capital moral que no
debemos olvidar no le ha sido sino prestado, para acabar cediendo a la enésima
manifestación del catalizador que le mantiene esclavizado al vincularle de
manera perentoria para con su gran deuda, el afán de poder sustentado en la
acaparación de riquezas.
Muere así una vez más, quién sabe si afortunadamente para
esta generación por última vez, la que por otro lado había surgido como enésima
manifestación del eterno posible que
subyace a todo potencial humano y que
a saber se empeña en mantener ocultos los secretos e ingredientes de la fórmula
que al menos en apariencia está destinada a hacernos libres.
Pero a nosotros solo nos está permitido constatar que ni
hoy, ni seguramente mañana, la tan ansiada Libertad haya de materializarse ante
nosotros.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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