miércoles, 24 de febrero de 2016

DE DEUDAS, HIPOTECAS, Y DE LA INCAPACIDAD MANIFIESTA QUE EXISTE PARA HACERLES FRENTE. DESAHUCIANDO AL HOMBRE DE SÍ MISMO.

Sumidos un día más en la única certeza que a estas alturas nos ampara, la que pasa por saber que afortunadamente seguimos vivos, lo cierto es que a la vista sencillamente de lo que tenemos, ni siquiera mostrando nuestra duda o certeza al respecto de aquello a lo que podríamos optar; lo único que por otro lado emerge ante nosotros con una rotundidad clara y evidente pasa necesariamente por aceptar que muy probablemente, poco más merecemos, de poco más somos dignos.

Sometida la anterior conclusión al prejuicio del tiempo, antes tan siquiera de que la razón lo filtre, tal vez como prueba evidente de que a estas alturas poco me importa que nadie juzgue mis consideraciones como de razonables o no; lo único con lo que espero tanto propios como extraños estén de acuerdo pasa por la inexorable aceptación de lo que muy probablemente hasta ayer no era sino una mera hipótesis de trabajo: No tenemos sino aquello que tan sinceramente nos merecemos.

Para cualquiera que llegado a este punto empiece a necesitar refutarme, le diré que no estoy haciendo al Hombre Moderno responsable de las consecuencias que acciones o pensamientos vinculadas al pasado más o menos remoto puedan haber tenido sobre éste o sobre aquél hecho concreto, y a la sazón determinado. Más bien, y no por ello al contrario, lo que trato de decir es que una vez inmerso en la presente Sociedad, y una vez aceptados por ende los criterios que le son propios, en tanto que desde ellos resulta viable un proceso de definición; hemos, en consonancia, aceptar como poco menos que evidentes los resultados que a título de conclusión se extraigan de los procederes que a tal efecto, y siguiendo tales consideraciones, se hayan efectivamente llevado a cabo.

Desde tal parecer, o si se prefiere desde las consideraciones que de la misma resulten propias, a la sazón obvias, lo único que parece queda claro es que nada ni nadie puede desvincularse ni de la toma de decisiones, ni mucho menos de las consecuencias que de éstas y de cuantas coherentes con la naturaleza que les es propia, puedan resultar de atribución. De tal manera que una vez descartada la renuncia por desvinculación, solo un camino nos queda expedito, el que pasa por asumir que los procedimientos vinculados a aquellas conclusiones que el tiempo permitiera verificar como efectivamente de incorrectas, son como no puede ser de otro modo directamente achacables al hacer directo o indirecto de ciertas personas (la negligencia queda aquí también contemplado en tanto que como acción, aunque sea incorrecta, queda como tal tipificada).

A partir de lo dicho, las connotaciones, cuando no las consecuencias, emergen ante nosotros de manera aparentemente rauda, dando en cualquier caso pie a una nueva línea no ya de proceder, como sí de percibir, la línea que pasa inexorablemente por aceptar que muy probablemente, no tanto nuestra actual realidad, como sí más bien la aparente tranquilidad con la que asumimos la zafiedad de la que la misma da inequívocas muestras  no es sino la prueba definitiva del grado de distanciamiento que para con esta misma realidad guarda el probablemente mal denominado Hombre Moderno.

Dicho lo cual, la necesidad me aboca definitivamente a poner sobre la mesa otra cuestión que no por ser obviada, ve por otro lado minorado su interés; interés que pasa por someter de una vez a justa consideración el hecho capital de en qué grado tenemos clara consciencia del efecto que la mayoría de las cosas tienen sobre nosotros primero, para acabar extendiendo esa consciencia de forma paulatina hacia los extremos, esto es, hacia los demás.

Paradójicamente, la sociedad más (que no por ello mejor), informada; es en realidad la sociedad que de manera más consciente adopta voluntariamente medidas destinadas nada más y nada menos que a mantenerse alejada de la realidad en la que vive, y que a la postre comparte con el resto.
Ladino cuando no torticero resultaría achacar, o al menos hacerlo de manera exclusiva, a los individuos tanto de tales conductas, como por supuesto de las consecuencias que las mismas tienen en el presente a la par que justifican o anticipan claramente un futuro, sin desechar obviamente los vínculos que respecto de un pasado pueden llegar a representar. Dicho de otro modo, de infantil, cuando no de excusa recalcitrante y barata merecería ser tratada cualquier línea de argumentación que tratara de explotar la línea de defensa fundada en el “Señoría, a mí no me dieron manual de instrucciones”.

Más bien al contrario, un buen ejercicio, si no el último que podemos llevar a gala, pasa necesariamente por un proceder vinculado a la aceptación de que la abulia que en el fondo persiste en todo proceder vinculado precisamente a esa conducta plausible ya más o menos descrita, y que coloquialmente puede resumirse en el pasotismo del que todos en mayor medida hemos sido testigos, cuando no manifiestamente actores; bebe en realidad de la teoría por algunos firmemente aceptada, y por otros manifiestamente practicada en base a la cual, lejos de lo que podamos llegar a considerar, la Democracia no es ni por asomo un logro toda vez que tal y como la realidad en forma de historia ha demostrado en repetidas ocasiones, la libertad que mayoritariamente va agregada a estas y a parecidas consideraciones no es en realidad propósito ni garantía de que a través de su uso el Hombre Moderno pueda garantizarse la consecución de la decisión correcta, por no poder entre otras ni por supuesto, garantizarse que pueda desempeñar una conducta que resulte coherente ni tan siquiera con lo que en realidad resulte mejor para él.

Esgrimidas así si no todas, sí al menos las consideraciones de carácter  más intenso a la hora de lograr encontrar desde aquí respuesta al generalizado fenómeno de la abulia que actualmente describe las relaciones de los integrantes de la sociedad a la hora de integrarse directamente en los asuntos cuyas consecuencias más pronto que tarde tendrán resultados que afectarán directamente a su vida; acabamos por comprender que la misma no obedece a ninguna consideración accidental, a ninguna acumulación fortuita de sucesos.
La realidad, como casi siempre mucho más lamentable, a la par que mucho más dañina, pasa por la constatación de que directamente ligado al anterior proceso de usurpación de funciones, podríamos llegar a decir que vinculado al mismo en términos de proporcionalidad directa, opera una suerte de pasividad con la que es difícil de comulgar de no contar entre nuestro equipo con la remota posibilidad de asumir que, muy probablemente, la causa de nuestro mal, del que en este caso nos aqueja, hay que buscarla en nosotros mismos.

La indiferencia cuando no la laxitud con la que no ya  como individuos, más bien  como miembros de una sociedad activa, asistimos, no puede por más que encerrar una conclusión que emerge primero como probablemente increíble, para acabar mostrándose como tremendamente traumática. Una conclusión evidente que pasa primero por asumir que nuestra respuesta, o más bien la ausencia de la misma, con la que supuestamente de una manera u otra todos íbamos a plantar cara a la corrupción, asumiendo en tal uno de los mayores males que actualmente asolan nuestra realidad; pasa por entender cuando no manifiestamente por asumir que existe una cierta predisposición por nuestra parte a ser víctima de tales digamos, infecciones.

Identificado en la mediocridad el catalizador a partir del cual explicar la constatación y posterior proliferación de tamaño mal podríamos, a la lectura de los datos a los que desde hace mucho tiempo se accede; demostrar la suerte de complicidad que tenemos suscrita con este modo de proceder. Una  complicidad que  a menudo se muestra ante nosotros con total relevancia, a medida que la certeza convierte en fuertes argumentos que a priori resultaban poco menos que dantescos (no en vano la estulticia hace a menudo gala de una fuerza casi inusitada).

Hablo así entonces de la constatación de la existencia de lo que atendiendo tanto a su naturaleza, como por supuesto a las consideraciones que le son propias, pronto podríamos llegar a tipificar como una suerte de hipoteca. Una hipoteca por medio de la cual el Hombre Moderno trató de conseguir circulante con el que hacer frente al coste de la vida en su presente, haciendo caso omiso a las consideraciones de las que hacía gala el pasado, en lo que no era sino un ejercicio destinado a condenar al fracaso cualquier apuesta de futuro.

Una hipoteca que firmamos en un pasado reciente, a la que religiosamente hemos estado haciendo frente religiosamente con el pago mediante el sacrificio de los que a menudo no eran sino los grandes asuntos de la consideración humana, los cuales llegaban a interpelar en su esencia no tanto al Hombre Moderno, cuando sí más bien al Hombre, en tanto que tal, sumiendo pues tanto a éste como por supuesto a su futuro hipotético en un verdadero mar de dudas al no poder hacer frente a determinadas respuestas que afectaban a cuestiones hasta ese momento consideradas sinceramente como de incuestionables, cuando no sencillamente de inabordables.

Hemos de acabar concluyendo así pues que somos efectivamente una Sociedad Amortizada. Una Sociedad que si bien ha dado a la par que ha hecho, multitud de cosas buenas; se ha dejado por el camino algunas de las sin duda, más importantes. Y son precisamente tales carencias, o más concretamente el efecto que las mismas generan, el encargado de mostrarnos, que no de demostrarnos, hasta qué punto necesitamos una regeneración. Una regeneración que en este caso es imposible toda vez que ahora sí, el tiempo y el modo en el que todo se ha conjugado, no hace sino poner de manifiesto el grado de finalización desde el que El Hombre Moderno observa el que es no ya el proceso destinado a superarlo, como sí más bien el proceso destinado a enterrarlo.

Porque si bien hasta ahora el Hombre siempre aspiró a ser enterrado con su mortaja y con su dignidad intactos; hoy por hoy ha quedado sobradamente demostrado que la dignidad fue, como ni podía ni debía ser de otro modo, lo primero en caer.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.



No hay comentarios:

Publicar un comentario