Sumidos un día más en la única certeza que a estas alturas
nos ampara, la que pasa por saber que afortunadamente seguimos vivos, lo cierto
es que a la vista sencillamente de lo que tenemos, ni siquiera mostrando
nuestra duda o certeza al respecto de aquello a lo que podríamos optar; lo
único que por otro lado emerge ante nosotros con una rotundidad clara y evidente pasa necesariamente por
aceptar que muy probablemente, poco más merecemos, de poco más somos dignos.
Sometida la anterior conclusión al prejuicio del tiempo,
antes tan siquiera de que la razón lo filtre, tal vez como prueba evidente de
que a estas alturas poco me importa que nadie juzgue mis consideraciones como
de razonables o no; lo único con lo que espero tanto propios como extraños
estén de acuerdo pasa por la inexorable aceptación de lo que muy probablemente
hasta ayer no era sino una mera hipótesis de trabajo: No tenemos sino aquello
que tan sinceramente nos merecemos.
Para cualquiera que llegado a este punto empiece a necesitar
refutarme, le diré que no estoy haciendo al Hombre
Moderno responsable de las consecuencias que acciones o pensamientos
vinculadas al pasado más o menos remoto puedan haber tenido sobre éste o sobre
aquél hecho concreto, y a la sazón determinado. Más bien, y no por ello al
contrario, lo que trato de decir es que una vez inmerso en la presente Sociedad ,
y una vez aceptados por ende los criterios que le son propios, en tanto que
desde ellos resulta viable un proceso de definición; hemos, en consonancia,
aceptar como poco menos que evidentes los resultados que a título de conclusión
se extraigan de los procederes que a tal efecto, y siguiendo tales consideraciones,
se hayan efectivamente llevado a cabo.
Desde tal parecer, o si se prefiere desde las
consideraciones que de la misma resulten propias, a la sazón obvias, lo único
que parece queda claro es que nada ni nadie puede desvincularse ni de la toma
de decisiones, ni mucho menos de las consecuencias que de éstas y de cuantas
coherentes con la naturaleza que les es propia, puedan resultar de atribución.
De tal manera que una vez descartada la renuncia por desvinculación, solo un
camino nos queda expedito, el que pasa por asumir que los procedimientos
vinculados a aquellas conclusiones que el tiempo permitiera verificar como
efectivamente de incorrectas, son como no puede ser de otro modo directamente
achacables al hacer directo o indirecto de ciertas personas (la negligencia
queda aquí también contemplado en tanto que como acción, aunque sea incorrecta, queda como tal tipificada).
A partir de lo dicho, las connotaciones, cuando no las
consecuencias, emergen ante nosotros de manera aparentemente rauda, dando en
cualquier caso pie a una nueva línea no ya de proceder, como sí de percibir, la
línea que pasa inexorablemente por aceptar que muy probablemente, no tanto
nuestra actual realidad, como sí más bien la aparente tranquilidad con la que
asumimos la zafiedad de la que la misma da inequívocas muestras no es sino la prueba definitiva del grado de
distanciamiento que para con esta misma realidad guarda el probablemente mal
denominado Hombre Moderno.
Dicho lo cual, la necesidad
me aboca definitivamente a poner sobre la mesa otra cuestión que no por ser
obviada, ve por otro lado minorado su interés; interés que pasa por someter de
una vez a justa consideración el hecho capital de en qué grado tenemos clara
consciencia del efecto que la mayoría de las cosas tienen sobre nosotros
primero, para acabar extendiendo esa consciencia de forma paulatina hacia los extremos, esto es, hacia los
demás.
Paradójicamente, la sociedad más (que no por ello mejor),
informada; es en realidad la sociedad que de manera más consciente adopta
voluntariamente medidas destinadas nada más y nada menos que a mantenerse alejada de la realidad en la
que vive, y que a la postre comparte con
el resto.
Ladino cuando no torticero resultaría achacar, o al menos
hacerlo de manera exclusiva, a los individuos tanto de tales conductas, como
por supuesto de las consecuencias que las mismas tienen en el presente a la par
que justifican o anticipan claramente un futuro, sin desechar obviamente los
vínculos que respecto de un pasado pueden llegar a representar. Dicho de otro
modo, de infantil, cuando no de excusa recalcitrante y barata merecería ser
tratada cualquier línea de argumentación que tratara de explotar la línea de defensa fundada en el “Señoría, a
mí no me dieron manual de instrucciones”.
Más bien al contrario, un buen ejercicio, si no el último
que podemos llevar a gala, pasa necesariamente por un proceder vinculado a la
aceptación de que la abulia que en el fondo persiste en todo proceder vinculado
precisamente a esa conducta plausible ya más o menos descrita, y que
coloquialmente puede resumirse en el pasotismo
del que todos en mayor medida hemos sido testigos, cuando no
manifiestamente actores; bebe en realidad de la teoría por algunos firmemente
aceptada, y por otros manifiestamente practicada en base a la cual, lejos de lo
que podamos llegar a considerar, la Democracia no es ni por asomo un logro toda
vez que tal y como la realidad en forma de historia ha demostrado en repetidas
ocasiones, la libertad que mayoritariamente va agregada a estas y a parecidas
consideraciones no es en realidad propósito ni garantía de que a través de su
uso el Hombre Moderno pueda garantizarse la consecución de la decisión
correcta, por no poder entre otras ni por supuesto, garantizarse que pueda
desempeñar una conducta que resulte coherente ni tan siquiera con lo que en
realidad resulte mejor para él.
Esgrimidas así si no todas, sí al menos las consideraciones
de carácter más intenso a la hora de
lograr encontrar desde aquí respuesta al generalizado fenómeno de la abulia que
actualmente describe las relaciones de los integrantes de la sociedad a la hora
de integrarse directamente en los asuntos cuyas consecuencias más pronto que
tarde tendrán resultados que afectarán directamente a su vida; acabamos por comprender
que la misma no obedece a ninguna consideración accidental, a ninguna
acumulación fortuita de sucesos.
La realidad, como casi siempre mucho más lamentable, a la
par que mucho más dañina, pasa por la constatación de que directamente ligado
al anterior proceso de usurpación de funciones, podríamos llegar a decir que
vinculado al mismo en términos de proporcionalidad directa, opera una suerte de
pasividad con la que es difícil de comulgar
de no contar entre nuestro equipo con la remota posibilidad de asumir que,
muy probablemente, la causa de nuestro mal, del que en este caso nos aqueja,
hay que buscarla en nosotros mismos.
La indiferencia cuando no la laxitud con la que no ya como individuos, más bien como miembros de una sociedad activa,
asistimos, no puede por más que encerrar una conclusión que emerge primero como
probablemente increíble, para acabar mostrándose como tremendamente traumática.
Una conclusión evidente que pasa primero por asumir que nuestra respuesta, o
más bien la ausencia de la misma, con la que supuestamente de una manera u otra
todos íbamos a plantar cara a la corrupción, asumiendo en tal uno de los
mayores males que actualmente asolan nuestra realidad; pasa por entender cuando
no manifiestamente por asumir que existe una cierta predisposición por nuestra
parte a ser víctima de tales digamos, infecciones.
Identificado en la mediocridad el catalizador a partir del
cual explicar la constatación y posterior proliferación de tamaño mal
podríamos, a la lectura de los datos a los que desde hace mucho tiempo se
accede; demostrar la suerte de complicidad que tenemos suscrita con este modo
de proceder. Una complicidad que a menudo se muestra ante nosotros con total
relevancia, a medida que la certeza convierte en fuertes argumentos que a priori resultaban poco menos que
dantescos (no en vano la estulticia hace a menudo gala de una fuerza casi
inusitada).
Hablo así entonces de la constatación de la existencia de lo
que atendiendo tanto a su naturaleza, como por supuesto a las consideraciones
que le son propias, pronto podríamos llegar a tipificar como una suerte de hipoteca. Una hipoteca por medio de la
cual el Hombre Moderno trató de conseguir circulante
con el que hacer frente al coste de
la vida en su presente, haciendo caso omiso a las consideraciones de las
que hacía gala el pasado, en lo que no era sino un ejercicio destinado a
condenar al fracaso cualquier apuesta de futuro.
Una hipoteca que firmamos en un pasado reciente, a la que
religiosamente hemos estado haciendo
frente religiosamente con el pago mediante el sacrificio de los que a
menudo no eran sino los grandes asuntos
de la consideración humana, los cuales llegaban a interpelar en su esencia
no tanto al Hombre Moderno, cuando sí más bien al Hombre, en tanto que tal, sumiendo pues tanto a éste como por
supuesto a su futuro hipotético en un verdadero mar de dudas al no poder hacer
frente a determinadas respuestas que afectaban a cuestiones hasta ese momento
consideradas sinceramente como de incuestionables, cuando no sencillamente de
inabordables.
Hemos de acabar concluyendo así pues que somos efectivamente
una Sociedad Amortizada. Una Sociedad que si bien ha dado a la par que ha
hecho, multitud de cosas buenas; se ha dejado por el camino algunas de las sin
duda, más importantes. Y son precisamente tales carencias, o más concretamente
el efecto que las mismas generan, el encargado de mostrarnos, que no de
demostrarnos, hasta qué punto necesitamos una regeneración. Una regeneración
que en este caso es imposible toda vez que ahora sí, el tiempo y el modo en el que todo se ha conjugado, no hace sino poner
de manifiesto el grado de finalización desde
el que El Hombre Moderno observa el que es no ya el proceso destinado a
superarlo, como sí más bien el proceso destinado a enterrarlo.
Porque si bien hasta ahora el Hombre siempre aspiró a ser
enterrado con su mortaja y con su dignidad intactos; hoy por hoy ha quedado
sobradamente demostrado que la dignidad fue, como ni podía ni debía ser de otro
modo, lo primero en caer.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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