miércoles, 14 de diciembre de 2011

ARRINCONANDO A DIOS…Y A LOS INGLESES.



Desde que Filósofos Presocráticos como Anaxágoras de Clazomente, y Aristarco de Samos, Sentaran la base firme del Pensamiento Humano, aquella que nos permitió Salir del Mito para adentrarnos en el Loghos, sólo una cosa tengo clara, hasta el punto de permitirme la excusa inexcusable de ponerla sin ningún género de humildad, a la misma altura de la anterior sentencia. La casualidad no existe.

Por eso, cuando esta mañana me desayuno con la maravillosa noticia de que a Dios, entendiendo esto como idea y concepto, cada vez le quedan menos lugares en los que esconderse, una alegría enorme me embarga, una alegría semejante a la que el explorador noruego debió sentir tal día como hoy, hace cien años, cuando su descubrimiento y ubicación del Polo Sur, permitió a la Humanidad cerrar otro capítulo más de esa larga por no decir infinita novela en la que a menudo se ha convertido el hecho de vivir.

El descubrimiento del Bosson de Higgs, la Partícula de Dios como se le conoce también en los campos científicos extraoficiales, constituye un logro de inestimable valor en tanto que supone un hito que supera con mucho a los otros alcanzados por la Ciencia en su condición de binomio inexcusable para la Humanidad.

Lejos de explicaciones sesudas, el avance, cuantificable en términos de que por fin se han encontrado pruebas solventes de que la mencionada partícula no sólo existe, sino de que se comporta realmente como la Comunidad Científica había previsto, constituye un logro de primer orden en tanto que afecta a todos los esquemas del Conocimiento. Para que nos demos cuenta, una de sus primeras implicaciones directas viene a decir que el “vacío”, tal y como lo conceptualizábamos, no existe, ya que tal fenómeno no está definido.

Hace dos mil seiscientos años, los Maestros Filósofos Griegos habían sentenciado categóricamente. “…Así, la nada es inaceptable como previa al principio, puesto que sólo una cosa es cierta, de la nada, nada sale.”

Precisamente embarcado en una carrera hacia la nada, es a lo que parece dirigirse la Gran Bretaña, a raíz de los acontecimientos, o más concretamente del giro que estos han tomado, una vez analizadas las consecuencias de los actos, catalogables qué duda cabe como de irresponsables, atribuibles casi a título particular a su Premier, Cámeron.

“Esta vez has ido demasiado lejos David” o “ Sus propuestas de chantaje son inaceptables, más bien por proceder de usted, no pese a proceder de usted” constituyen tan sólo algunos ejemplos del nivel de hipoxia moral en el que el Primer Ministro Británico debió verse envuelto en las reuniones del Consejo de Europa que debía de promover la salvación definitiva del Proyecto Europeo.

Como suele ocurrir en este tipo de casos, nunca un empeño tan grande en separar, tiene resultados tan unificadores. A cualquiera que le digas que Gran Bretaña es la única responsable de que a una reunión entre veintisiete países unidos en dos grupos, aparentemente incompatibles entre sí; para salir luego también en este caso dos grupos, uno que integra a todo el mundo, en causa común contra el otro, cualquier analista con un mínimo conocimiento de Historia, te dirá que eso sólo puede lograrlo Gran Bretaña.

A la muerte de Felipe II acaecida en septiembre de 1598, sólo dos cosas parecían estar claras. La primera pasaba por la aparente convicción de que su hijo, Felipe III no sería capaz de gobernar el flamante imperio que heredaría. La segunda, que Gran Bretaña sería uno de los primeros responsables de esta situación. Por ello, presintiendo su muerte como próxima, Felipe II inició una serie de actos conciliadores, que van desde la negociación de la paz con los Países Bajos, accediendo a su “independencia” dejando al mando a su hija Isabel Clara Eugenia, poniendo así los ciernes al incipiente Estado de Holanda, hasta la retirada inmediata de la participación en los asuntos franceses e ingleses.

Sin embargo, los retrueques históricos y genealógicos, hicieron que en 1601 Felipe III optara oficialmente a la Corona de Irlanda. Los beneficios, tanto potenciales como de facto de aquél hecho, constituían una ocasión demasiado maravillosa como para dejarla escapar. Al hecho real de poder poner coto a las incursiones militares en Holanda, así como a la prestación de auxilio a los rebeldes de Países Bajos llevada a cabo por Gran Bretaña en la Guerra de Dominio que España libraba en Holanda; se unía la para nada desdeñable posibilidad de entrar por la retaguardia del enemigo, haciéndole notar permanentemente nuestro aliento en su cogote.

Por todo ello, y amparado por la autoridad que proporcionaba el apoyo de más de sesenta jefes de los clanes que formaban el Consejo de Estado de Irlanda, tal día como hoy catorce de diciembre de 1601, Juan de Águila, marinero nacido en El Barraco, hacía bueno el dicho de que los mejores marineros de la Armada no habían visto el mar hasta bien alcanzada la edad. Se plantaba en el puerto de Castlehaven Irlanda, con una flotilla de más de 20 naves entre galeras y semejantes, con casi siete mil hombres dotados y armados. El propósito era doble, por un lado hacer realidad la posibilidad de hacer nombrar a su Rey, Felipe III, Señor de aquéllas tierras. La segunda, librar con los ingleses la batalla que el desastre de La Invencible nos había negado años atrás, poniendo así “al orden” a los ingleses.

Una vez más, la suerte nos fue adversa, y en esta ocasión el drama se materializó en la mezquindad de la falta de decisión de un monarca que no supo, como antes ocurriera a Aníbal en Roma, o a Scipión en Cartago, destruir al enemigo de manera definitiva.

Al final, la historia de Juan de Águilas constituye otro de esos episodios en los que la bilis es tanta, que el personaje se retira renegado a su tierra, consolidando con ello esa injusticia tan terrible según la cual ni su pueblo le recuerda.

En parecidas circunstancias, y salvando las distancias, hoy poco han cambiado en realidad las cosas. La neurosis que por aquél incipiente siglo XVII convertía a La Religión en argamasa que tan pronto unía como separaba a Europa, ha sido sustituida hoy por el nuevo valor, por la nueva moral. La defensa a ultranza de La City de Londres, a saber último vestigio de la nueva religión europea, último reducto de El Capital Europeo, han traído consigo la paradójica consecuencia de unir si cabe con más fuerza si cabe a los países europeos en la comunión de un solo hecho, el enemigo de mi enemigo es mi amigo.

De verdad David, ni Isabel ni Margaret hubieran soñado llegar tan lejos. “Y para esto hicimos tantas guerras…”

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


No hay comentarios:

Publicar un comentario