miércoles, 26 de diciembre de 2012

DE LOS DISCURSOS ENCORSETADOS, O DE CUANDO DEFITIVAMENTE NOS PASAMOS AL “LADO OSCURO”


Asisto, una vez más, con renovada desgana, al periplo anual y no por ello menos rutinario que el espectáculo navideño predispone a mi alrededor. Como no puede ser de otra manera, y para estar a la altura, me dispongo a verificar con ahínco los modos y maneras mediante los que la sempiterna crisis se manifestará en esta ocasión, en tales momentos. Y la verdad, uno tras otros, los aspectos más importantes al respecto van siendo desgranados sin que de verdad me sienta satisfecho a la hora de poder decir, sin que pueda quedar lugar que albergue a la tan temida duda; de que efectivamente semejante ecuación ha sido definitivamente resuelta. Así,  ni la sobriedad lastimosa del anuncio de Freixenet, ni el patetismo estudiado del spot de El Corte Inglés, acuden en esta ocasión en mi ayuda.

Sin duda, habrá que buscar los atuendos en otros dispensarios.

Y es entonces cuando, felizmente, el aforismo de Anaxágoras de Clazomene adquiere plena vigencia: “A menudo, ante la dificultad de un problema, me siento a pensar, y la solución se cristaliza por sí misma, mostrándose única y certera ante mis ojos.”

Ahí estaba. Contundente, rutinario, afín, didáctico. Monárquico y dogmático, como no podía ser de otra manera, El Discurso de Navidad de Su Majestad el Rey D. Juan Carlos I

¿Qué puede llevar al Ser Humano, en su condición de Ser Social por antonomasia, a aceptar el imperativo que supone la existencia de un Rey? Puestos a desmenuzar la cuestión, cierto es que no se trata de criticar de manera eficiente la existencia de un monarca. Lo que lleva a la presente reflexión, es el porqué precisamente de la necesidad de la existencia de tales figuras.
Representa la Monarquía, como mera institución, el más bajo en lo que a escalafón social se refiere de los estratos de gobierno a los que el Hombre en tanto que ente social puede aspirar. El principio del uno manda, y los demás obedecen, adquiere poco a poco, y con el tiempo, un tinte patético, un tufillo propio de la carne putrefacta que no ha sido extirpada cuando debía, que de nuevo nos recuerda la certeza tan conocida en nuestro país, según la cual nuestros fantasmas vuelven, periódicamente, para tener su cita con la Historia.

Puestos a revisar, Monarquía y Religión comparten, en especial en el caso de España, principios e incluso protocolos de funcionamiento, que son gráficos y descriptivos, en nuestro caso del elevado nivel de ostracismo moral en el que realmente aparece sumido nuestro pueblo. Dogmatismo, Universalidad, Absolutismo, son términos para nada laxos en sí mismos, en tanto que verdaderamente se muestran del todo enfrentados con otros tales como Democracia, Libertad (no sólo de expresión) e incluso Dialéctica, que supuestamente plagan y concitan nuestra realidad, nuestro día a día.

Entonces, de ser así ¿Cómo es posible que puedan convivir sin “hacerse pupa, sin discutir?

No ya para entender la pregunta, sino más bien para aceptar su mera formulación, habremos sencillamente de analizar, con la imprescindible sinceridad, el grado de certeza con el que podemos afirmar la existencia de unos, y de otros porque ¿puede sinceramente un país como el nuestro aceptar rigurosamente la existencia de un monarca, sin hacerse eco del grado de constricción política que tan ente exige de forma necesaria?

De nuevo, la paradoja aflora ante nosotros, ya que el quid de la cuestión no radica en la resolución de la consigna. El verdadero dilema se desata una vez más cuando comprobamos que la esencia de la pregunta nos pone en el disparadero de otra si cabe más tendenciosa: ¿Ha evolucionado tanto este país como nos creemos, cuando aún hoy damos carta de valencia a las afirmaciones dogmáticas de un ungido?

Llegados a este punto, en el que ya muchos habrán dejado de leer (si no ha sido así, es porque a mis palabras les falta contundencia) hemos de atacar ya de plano las excusas que algunos de los que siguen leyendo, están deseosos de poner. Es el Rey campechano. Es el Rey del Pueblo. Es el designado para traer la concordia a España.
Y es aquí, llegados a este punto, cuando no puedo más. Aquí abandono el carácter objetivo de hoy, para pasar con contundencia y sin piedad al teatro que me brinda el ejercicio de la opinión.

Hasta hoy, mejor dicho, hasta el pasado día 24, jamás había hecho mención expresa de crítica a la figura del monarca. La causa, el ilusionismo. La ilusión que comparto con gran parte de mis compatriotas, en base a la cual prefiero creerme la sanción constitucional según la cual el Poder reside en el Pueblo, quedando para el Monarca la función de Pragmática Sanción.

Sin embargo el discurso del pasado día 24, a la sazón el menos seguido por los televidentes en los últimos 20 años, escondía una bomba de relojería. Sólo siguiendo una Política ligada a los recortes, y aceptando los sacrificios que la misma imponga, podremos, desde la asunción de las calamidades de hoy, garantizar un futuro mejor a las generaciones futuras.
¿Somos concientes de lo que semejante afirmación trae aparejado?

Para empezar, da al traste con la descafeinada afirmación según la cual el Rey no gobierna. No se trata tan solo de que se posicione descaradamente con un procedimiento ideológico que oculta un marcado proceder ideológico. Se trata más bien de que ofrece su apoyo total y sin fisuras, a una forma de gobernar que no se trata sólo haya resultado contraproducente para los españoles, es que esos mismos españoles están en la calle, de cada dos días el de en medio, manifestando su absoluta disconformidad con esos mismos procederes.

Es como si la Monarquía hubiera comprendido, tal y como lo ha hecho el Gobierno, de la imperiosa necesidad que ambos tienen de justificar su existencia. Es como si ambas instituciones hubieran tocado fondo, definitivamente, escenificando una realidad propia, ajena a la que el resto compartimos, en la cual su existencia sólo estuviera justificada para y por ellos mismos.

De nuevo, un invitado no esperado se apunta a la fiesta. Un invitado que se empeña en convencernos de que es tal nuestro grado de desconocimiento del mundo en el que vivimos, que ni tan siquiera somos competentes para dilucidar con exigencia sobre aquello que es esencialmente mejor para nosotros. Y es que, San Nicolás no es de los nuestros, nosotros somos, qué duda cabe, de los Reyes Magos.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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