lunes, 28 de mayo de 2012

EL RINCÓN DE JOKIM. HASTA LA CORONILLA.


Parecía que la victoria de los socialistas franceses supondría una bocanada de aire fresco para el gobierno español, que podría aprovechar el tirón galo, para sumarse a ese frente contra Angela Merkel, que busca políticas de crecimiento, en detrimento de las políticas de austeridad. Nada más lejos de la realidad. Nuestro insigne presidente constató en la cumbre de la OTAN, que sus tesis están más próximas a la canciller alemana que a los vientos de cambio que comienzan a soplar por Europa.

¿Por qué este empecinamiento con los ajustes a la brava cuando no han dado ningún resultado? ¿Por qué este alineamiento servil con los alemanes? Resulta inexplicable seguir erre que erre con el mazo en ristre, máxime cuando este país tiene que hacer frente a dos duros años de recesión, 2012 y 2013, como resalta, en su último informe la OCDE, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, que además augura una tasa de paro disparada con porcentajes que el próximo año podrían superar el 25%.

Da la impresión, de que el Gobierno del PP considera que todos los expertos están equivocados en sus teorías y que solo al ejecutivo le asiste la razón. En poco más de cinco meses, con esa política de recortes y más recortes, subidas de impuestos, reformas laborales y financieras, esta última por partida doble, o asalto a las joyas de la corona, sanidad y educación, lo único que se ha conseguido es una precariedad laboral desconocida, una economía en estado crítico, unos servicios públicos en la UVI y un estado del bienestar camino del cementerio.

Para más inri, este festival de reformas, no obedece a un patrón fijo, ahí está la prueba de dos reformas financieras en dos meses, más bien parece un ejercicio de improvisación, sin hoja de ruta alguna en la que se apoyen estas medidas tan dolorosas para el ciudadano. Son aplaudidas si, por Alemania, obcecada con que España cumpla con el objetivo del déficit. Así que todo lo que sea recortar será bendecido por la primera economía europea.

Pero no por los mercados, que apoyados por especuladores de todo pelaje, siguen sin creer en la marca España, esa denominación que tanto gusta a los ideólogos del Partido Popular. ¿Cuál es la razón? La constante e irritante pérdida de credibilidad de un gobierno instalado en la mentira, la irresponsabilidad y el partidismo. El descrédito al que ha llegado este país ya no es fruto de la herencia recibida, esa a la que machaconamente se refieren Rajoy y sus ministros a la mínima oportunidad, el descrédito llega a través de la farsa en la que se ha convertido esta legislatura desde el primer día.

Un hecho al que desde el ejecutivo no se le da ninguna importancia, enfrascado como está en dar gusto al todopoderoso socio alemán, pero que debería hacerle reflexionar dado que ya son muchos los ciudadanos que comienzan a desperezarse y hartarse de ser los únicos que asumen el peso de este descalabro económico. Unos ciudadanos que asisten, cada vez más indignados, al éxodo de altos directivos bancarios que se van de rositas, portando un buen saco de millones de euros cuales forajidos de leyenda.
Hasta la coronilla está una buena parte de la ciudadanía, al comprobar con quien se alinea su gobierno, a quien o a quienes defienden sus gobernantes y a quienes respetan hasta la pleitesía. Desde luego que no son aquellos que les votaron en masa y les encumbraron a un lugar que ya no merecen por apuñalar, sin más sentido que el caprichoso, al estado del bienestar.

Los españoles siguen esperando sentados una comparecencia pública de su presidente para que les explique las razones de estos tremendos ajustes, para conocer si los sacrificios van a servir para algo y, lo más importante,  para saber hacia donde se dirige el país. Ya no es necesario sino imprescindible que Mariano Rajoy cuente, sin rodeos, el futuro a corto y medio plazo de España. Porque da la sensación de que este presidente lo es cuando almuerza o se fotografía con sus homólogos internacionales, con los Obama, Hollande, Merkel o Cameron, pero no cuando ocupa el sillón dorado de La Moncloa. Y ya está bien.

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