miércoles, 28 de noviembre de 2012

DE CUANDO LOS ÁRBOLES NO NOS DEJAN VER EL BOSQUE, DE LOS GRITOS DEL SILENCIO.


Una vez más, resulta increíble comprobar, y todo ello sin el menor ánimo de ser complaciente, como en realidad las cosas suelen ser mucho más sencillas de lo que en realidad podría parecer, o en cualquier caso de lo que en un primer momento incluso parece que hubiera sido conveniente. Así, atendiendo como no podía ser de otra manera a temas de actualidad, o más concretamente a la forma mediante la que éstos, cuando no sus resultados afectan a nuestras vidas, nos vemos obligados a comprobar siempre la presencia en este caso, del gran testigo, del mecenas de todos los hechos, del juez y jurado de toda realidad. Hemos de comenzar a comprobar la valía de nuestro presente, acudiendo, como no puede ser de otra manera al veredicto que sobre el mismo habrá de referir el único de los jueces imparciales que nos quedan, una vez que el resto de los elementos de los que nos rodeábamos, ha sido muestra del fracaso, en tanto que han sido víctimas de las tentaciones de lo mundano. Acudamos pues, al siempre objetivo proceder del Tiempo.

Es la nuestra una de las épocas más interesantes que a priori resultarían deseables para vivir. Pocas, por no decir ninguna con anterioridad a ésta, son presumibles de habilitar en un periodo tan relativamente corto de tiempo, el cúmulo de situaciones que de todo tamaño, eventualidad y magnitud, puede decirse que han, son o incluso serán vividas, en el otrora corto espacio que se amotina entre una generación, y la inmediatamente posterior. Es como si el tiempo, y su causalidad directa, la vida en tanto que experiencia natural, se empeñasen en transcurrir deliberadamente aprisa en el presente que nos ha tocado vivir.

Y tal vez sea por eso, bien por las meras prisas, o quién sabe si por los elementos asociados a las mismas, velocidad, vorágine etcétera, que ya no nos encontramos ni en la mera disposición de acceder a los hechos con la mínima de las perspectivas a la que nunca debemos hacer caso omiso, a saber, la de la responsabilidad.

Porque pese a quien pese, cuando todo esto haya pasado, cuando el sol vuelva a salir, y en apariencia los recuerdos no sean sino el vestigio de un mal sueño; entonces, un día, sin saber muy bien porqué, porque en realidad nada parezca haberlo motivado. Entonces nuestros fantasmas resurgirán para pedirnos cuentas. El motivo es sencillo, siempre lo hacen.


Una vez más, todo ha ocurrido demasiado deprisa. Hace cuatro años, negábamos la crisis. El año pasado aún éramos incapaces de valorarla en toda su extensión, tal vez por ello elegimos de manera tan errónea a los que deberían resolverla. Hoy sólo somos conscientes de que no ha venido para quedarse, más bien lo ha hecho para instalarse. Trae una maleta grande, viene para instalarse.

Como un invitado entrometido, y por ello menos deseado si cabe, pretende desarrollar toda su labor con el firme propósito de descabalar todo aquello que suponía nuestro apego al mundo que creíamos conocer. Mueve los sillones de sitio, cambia el color de las cortinas, e incluso pretende sustituir los cuadros de nuestras paredes. ¡No, los cuadros no! ¡Constituyen el reflejo de nuestro apego al mundo! ¡Son la imagen del orden! O al menos la ilusión de que controlamos tal orden.
Porque una vez más, el presente, abiertamente testarudo, se empeña en enfrentarnos con la única realidad que a estas alturas parece a salvo de tales insinuaciones. Precisamente el presente, que ha renegado del pasado, y se ríe a carcajadas ciertamente inoportunas del futuro.

Y en el nuevo colmo de los colmos, la certeza de la perversión manifiesta, la que procede de ver cómo el último vestigio, el que parecía ser el último bastión del orden, sucumbe igualmente, sin el menor atisbo de ruido, tal y como lo ha hecho todo lo demás. La causa del desmoronamiento es sencilla, la vanidad efervescente, cercana a la petulancia, que se manifestaba en estos tiempos a través de la absoluta convicción que embargaba a los hombres a la hora de satisfacer su certeza de que tenían siempre todas las respuestas, les ha llevado a olvidar el hecho de que en realidad, muchas cosas han de ser convenientemente recordadas, aunque sea sólo para evitar que sean repetidas.

Puede que esta sea la única razón por la que el español moderno ha removido viejas tumbas, ha repetido ciertos ritos, y aunque sea malsonante, ha resucitado viejos cadáveres, dotando además de autoridad a formas aparentemente ya superadas, cuando no ampliamente olvidadas.

Hemos así de recuperas términos arriba expresados, juez, tiempo, vorágine, para intentar comprender, o al menos hacerles compresible a otros, la metodología en base a la cual lo increíble se hace creíble, lo absurdo adopta posiciones de verdad, y en definitiva lo imposible juega ahora a las cartas con lo que hace segundos eran leyes científicas.

Y el responsable, o más concretamente el prestidigitador que ha hecho posible el milagro, como buen mago, adopta infinidad de formas, responde a cientos de nombres, y oculta su faz a cualquiera que le mire de frente. Sencillamente se adorna con la sutil vestimenta que le proporciona la idea creada de crisis.

Idea creada sí, que a nadie le quepa duda. De no ser así, cómo es posible que estructuras tan bien creadas, ideas tan absolutamente maravillosas, y realidades tan firmemente asentadas, se hayan venido abajo de manera tan perfecta. Y lo hayan hecho sin generar un solo cascote, y en absoluto silencio.

La respuesta es tan sencilla, que amenaza con golpearnos, más que con iluminarnos. La crisis es necesaria, para moldear nuestros designios, para recuperar nuestros destinos, para reconducir, en una palabra, nuestros designios.
Para devolvernos a nuestra siempre deseada esclavitud.

Los tiempos de bonanza, han sido excesivos. Y lo han sido no exclusivamente en referencia a la bonanza económica. Eso en realidad  no es preocupante, el dinero es voluble, pronto recuperará su posición original. Lo verdaderamente preocupante estriba en el excesivo avance que los medios destinados al desarrollo integral de la persona, habían alcanzado en estos tiempos. El individuo se sentía demasiado libre, demasiado eficaz. Y de ahí a sentirse responsable de sus actos, hay un camino demasiado corto.

¿Qué harían entonces La Derecha? ¿Sería entonces necesaria La Iglesia?

Al igual que nadie se plantea que la patente del coche que funcionaba con Hidrógeno fue comprada por una multinacional dedicada a la venta de hidrocarburos; así es que nadie habrá de dudar de que los acicates fundamentales que instigan, alimentan, y no lo dudemos, gestionan esta crisis, han de ser inexorablemente buscados en los grandes centros de poder de La Derecha.
A nadie más que a ellos, perjudica el hecho de que la gente pueda llegar a pensar que puede pensar. ¿Os imagináis un mundo en el que toda persona puede ser responsable de sus actos, sin haber de acudir a que un ente metafísico le perdone por no cumplir un reglamento que sólo es más absurdo que antinatural?

La respuesta, una vez más, hay que buscarla en el difícil camino que escogen vivir su vida considerando su propia responsabilidad.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.




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