Una vez más, resulta increíble comprobar, y todo ello sin el
menor ánimo de ser complaciente, como en realidad las cosas suelen ser mucho
más sencillas de lo que en realidad podría parecer, o en cualquier caso de lo
que en un primer momento incluso parece que hubiera sido conveniente. Así,
atendiendo como no podía ser de otra manera a temas de actualidad, o más
concretamente a la forma mediante la que éstos, cuando no sus resultados afectan
a nuestras vidas, nos vemos obligados a comprobar siempre la presencia en este
caso, del gran testigo, del mecenas de todos los hechos, del juez y jurado de
toda realidad. Hemos de comenzar a comprobar la valía de nuestro presente,
acudiendo, como no puede ser de otra manera al veredicto que sobre el mismo
habrá de referir el único de los jueces imparciales que nos quedan, una vez que
el resto de los elementos de los que nos rodeábamos, ha sido muestra del
fracaso, en tanto que han sido víctimas de las tentaciones de lo mundano. Acudamos pues, al siempre
objetivo proceder del Tiempo.
Es la nuestra una de las épocas más interesantes que a
priori resultarían deseables para vivir. Pocas, por no decir ninguna con
anterioridad a ésta, son presumibles de habilitar en un periodo tan
relativamente corto de tiempo, el cúmulo de situaciones que de todo tamaño,
eventualidad y magnitud, puede decirse que han, son o incluso serán vividas, en
el otrora corto espacio que se amotina entre una generación, y la inmediatamente
posterior. Es como si el tiempo, y su causalidad directa, la vida en tanto que
experiencia natural, se empeñasen en transcurrir deliberadamente aprisa en el presente que nos ha tocado vivir.
Y tal vez sea por eso, bien por las meras prisas, o quién
sabe si por los elementos asociados a las mismas, velocidad, vorágine etcétera,
que ya no nos encontramos ni en la mera disposición de acceder a los hechos con
la mínima de las perspectivas a la que nunca debemos hacer caso omiso, a saber,
la de la responsabilidad.
Porque pese a quien pese, cuando todo esto haya pasado,
cuando el sol vuelva a salir, y en apariencia los recuerdos no sean sino el
vestigio de un mal sueño; entonces, un día, sin saber muy bien porqué, porque
en realidad nada parezca haberlo motivado. Entonces nuestros fantasmas
resurgirán para pedirnos cuentas. El motivo es sencillo, siempre lo hacen.
Una vez más, todo ha ocurrido demasiado deprisa. Hace cuatro
años, negábamos la crisis.
El año pasado aún éramos incapaces de valorarla en toda su
extensión, tal vez por ello elegimos de manera tan errónea a los que deberían
resolverla. Hoy sólo somos conscientes de que no ha venido para quedarse, más
bien lo ha hecho para instalarse. Trae una maleta grande, viene para
instalarse.
Como un invitado entrometido, y por ello menos deseado si
cabe, pretende desarrollar toda su labor con el firme propósito de descabalar
todo aquello que suponía nuestro apego al mundo que creíamos conocer. Mueve los
sillones de sitio, cambia el color de las cortinas, e incluso pretende
sustituir los cuadros de nuestras paredes. ¡No, los cuadros no! ¡Constituyen el
reflejo de nuestro apego al mundo! ¡Son la imagen del orden! O al menos la
ilusión de que controlamos tal orden.
Porque una vez más, el presente, abiertamente testarudo, se
empeña en enfrentarnos con la única realidad que a estas alturas parece a salvo
de tales insinuaciones. Precisamente el presente, que ha renegado del pasado, y
se ríe a carcajadas ciertamente inoportunas del futuro.
Y en el nuevo colmo de los colmos, la certeza de la
perversión manifiesta, la que procede de ver cómo el último vestigio, el que
parecía ser el último bastión del orden, sucumbe igualmente, sin el menor
atisbo de ruido, tal y como lo ha hecho todo lo demás. La causa del desmoronamiento
es sencilla, la vanidad efervescente, cercana a la petulancia, que se
manifestaba en estos tiempos a través de la absoluta convicción que embargaba a
los hombres a la hora de satisfacer su certeza de que tenían siempre todas las
respuestas, les ha llevado a olvidar el hecho de que en realidad, muchas cosas
han de ser convenientemente recordadas, aunque sea sólo para evitar que sean
repetidas.
Puede que esta sea la única razón por la que el español
moderno ha removido viejas tumbas, ha repetido ciertos ritos, y aunque sea
malsonante, ha resucitado viejos cadáveres, dotando además de autoridad a
formas aparentemente ya superadas, cuando no ampliamente olvidadas.
Hemos así de recuperas términos arriba expresados, juez,
tiempo, vorágine, para intentar comprender, o al menos hacerles compresible a
otros, la metodología en base a la cual lo increíble se hace creíble, lo
absurdo adopta posiciones de verdad, y en definitiva lo imposible juega ahora a
las cartas con lo que hace segundos eran leyes
científicas.
Y el responsable, o más concretamente el prestidigitador que
ha hecho posible el milagro, como buen mago, adopta infinidad de formas,
responde a cientos de nombres, y oculta su faz a cualquiera que le mire de
frente. Sencillamente se adorna con la sutil vestimenta que le proporciona la idea creada de crisis.
Idea creada sí, que a nadie le quepa duda. De no ser así,
cómo es posible que estructuras tan bien creadas, ideas tan absolutamente
maravillosas, y realidades tan firmemente asentadas, se hayan venido abajo de
manera tan perfecta. Y lo hayan hecho sin generar un solo cascote, y en
absoluto silencio.
La respuesta es tan sencilla, que amenaza con golpearnos,
más que con iluminarnos. La crisis es necesaria, para moldear nuestros
designios, para recuperar nuestros destinos, para reconducir, en una palabra,
nuestros designios.
Para devolvernos a nuestra siempre deseada esclavitud.
Los tiempos de bonanza, han sido excesivos. Y lo han sido no
exclusivamente en referencia a la bonanza económica. Eso en realidad no es preocupante, el dinero es voluble,
pronto recuperará su posición original. Lo verdaderamente preocupante estriba
en el excesivo avance que los medios destinados al desarrollo integral de la
persona, habían alcanzado en estos tiempos. El individuo se sentía demasiado
libre, demasiado eficaz. Y de ahí a sentirse responsable de sus actos, hay un
camino demasiado corto.
¿Qué harían entonces La Derecha? ¿Sería entonces necesaria
La Iglesia?
Al igual que nadie se plantea que la patente del coche que
funcionaba con Hidrógeno fue comprada por una multinacional dedicada a la venta
de hidrocarburos; así es que nadie habrá de dudar de que los acicates
fundamentales que instigan, alimentan, y no lo dudemos, gestionan esta crisis,
han de ser inexorablemente buscados en los grandes centros de poder de La Derecha.
A nadie más que a ellos, perjudica el hecho de que la gente
pueda llegar a pensar que puede pensar. ¿Os
imagináis un mundo en el que toda persona puede ser responsable de sus actos,
sin haber de acudir a que un ente metafísico le perdone por no cumplir un
reglamento que sólo es más absurdo que antinatural?
La respuesta, una vez más, hay que buscarla en el difícil
camino que escogen vivir su vida considerando su propia responsabilidad.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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