miércoles, 26 de abril de 2017

Y ENTONCES, EL ABISMO MIRÓ…

…Y se sobrecogió tan  profundamente como  solo lo dispuesto en aras de entender lo magnífico de la sensación de vacío, puede llegar a hacerlo; pues el verdadero vacío no procede de la nada, que sí más bien de la sensación que deja la ausencia de lo que se supuso, nunca debió de dejar de estar allí, (definición de lo esencial).

Sabemos que estamos en mitad de un periodo de transición. Semejante afirmación, dada muy probablemente como paso previo a la consecución de la única certeza que hoy parece acompañar al Hombre, y que no pasa sino por reconocer que en realidad carecemos de los arrestos necesarios para aceptar las consecuencias propias de lo que de verdad se espera de nuestro momento histórico; para poco más que para disimular ha servido en todos estos años cuyo transcurso para poco más que para reconocer la derrota, han servido. Derrota que como en el caso de una hemorragia interna, que no por sus síntomas como sí más bien por sus consecuencias, ha podido cuando menos ser identificada.

Es la derrota, ya proceda ésta de un reconocimiento implícito (propio de los momentos civilizados como los que al menos en apariencia nos ha tocado vivir), o de la asunción propia del resultado de un conflicto armado (como aún hoy todavía ocurre con esos otros lugares, con esos otros hombres menos civilizados), el espacio a la par que las formas de las que una de las miles de consecuencias llamadas a influir en el Hombre que a partir de las mismas está por venir, han de consentir, siquiera a título de consecuencia, la muda de las cosas, el cambio en todo aquello que parece dispuesto a venir.

Es así pues la derrota la forma de presente continuo en la que primero se expresa la contingencia que tras la misma se desarrolla. Una forma en la que no hay presente, en tanto que el pasado llamado a concebirlo se ha mostrado como un fracaso, promoviendo con ello su conocida orfandad (no en vano nadie asume la paternidad del referido fracaso), ni tampoco futuro, pues la desconfianza se asienta como el cínico poso de la duda, extendiendo como un virus la enfermedad que llevará a colapsar cualquier propuesta o diseño que haya, siquiera potencialmente, podido beber de lo que a partir de ese momento habrá sido ya rebautizado bajo el ignominioso nombre de periodo de crisis.

Un periodo de crisis que como una mancha de crudo en la inmensidad del mar, lejos de disiparse siguiendo los preceptos del trato que las matemáticas dan al infinito, hallará más conmiseración en los procesos propios de los Humanistas, y otros similares que, inasequibles al desaliento, perseverarán en la acción de definir lo indefinible, convencidos de que el estado previo a la existencia siquiera pasa por la concepción que se produce cuando el ente se materializa, por medio de la acción de ser nombrado.

Y así como Hércules separó los continentes, desgarrando con su fuerza etérea una vez más lo que estaba llamado a ser todo límite al cual el Hombre podría aspirar, así el periodo de crisis viene para desgarrar en dos bloques irreconciliables lo que en un primer momento parecía indivisible a saber, el propio concepto de tiempo, ligado al de su continuidad.

Porque una vez el individuo (resultante del Hombre tras la acción del tiempo),  ha transitado por el páramo al que una realidad en crisis reduce lo que no es sino la condición que adopta la forma vital del tiempo (lo que viene a ser la cronología de una vida); nada vuelve a ser igual. La crisis actúa como un muro infranqueable. El pasado pasa a ser lo que hubo una vez, antes de la crisis (cualquier tiempo pasado fue mejor), mientras que el futuro se aprecia como una nebulosa de la que apenas se habla, como si su mera mención pudiera estropearla, como si aspirar a adelantar su llegada se castigase con una dureza que solo Cronos podría llegar a intuir (el futuro no es sino a lo que aspiramos, una vez superada la crisis).

Triunfa así pues la crisis, y lo hace en la medida en que triunfa sobre el Hombre, al cual reduce.

Porque en el Hombre, en su interior, no es sino donde miró el abismo. Y se sobrecogió. No lo hizo por lo que viera, que si más bien por lo que no vio, o más concretamente por la ausencia que notó.

No es el Hombre derrotado el que cae en la batalla. El Hombre derrotado es el que en periodo de paz, no encuentra motivos para levantarse, o en el peor de los casos, para seguir de pie.
Es ese Hombre, el Hombre propio del periodo de transición, un Hombre del que nada puede ser esperado, pues ha perdido él toda esperanza.

Se trata del más peligroso de los entes, llamado por necesidad a odiar la vida, pues solo el está en condiciones de saber lo que perdió, siendo así un ente dedicado a lo sumo a sobrevivir. Y es la supervivencia la antítesis de la vida, pues sobrevivir es propio de animales.

Se esconde así pues tras esta forma, una sutil muestra de involución. Como toda sutileza, solo tras una exhaustiva revisión dará muestras de su contenido, muestras llamadas a pasar desapercibidas si no estamos atentos a sus consecuencias. Consecuencias tales como el surgimiento del procedimiento de la espera, otro más de esos cambios sutiles, destinado en este caso a terminar con uno de los rasgos característicos de la vitalidad a saber, el de la capacidad creativa.

La incapacidad para la regeneración (no en vano la ausencia de creatividad impide el desarrollo), lo que reduce el avance a una suerte de tratamiento de chapa y pintura; se erige en la manifestación evidente del proceso llamado a desintegrar al Hombre, proceso que si bien hace años que arrancó, se hará patente a partir del momento en el que todo intento del Hombre por reconocerse a sí mismo por medio del diálogo ya sea introspectivo o social, convenga como inexorablemente abocado al fracaso.

Estaremos pues ante el momento presagiado por el filósofo alemán justo en el momento en el que vino a decir que cuando miramos al abismo, hemos de tener cuidado pues resulta evidente la certeza de que el abismo puede también mirar dentro de nosotros.

Y ese temido momento ha llegado. El Hombre no se reconoce. No lo hace en la proyección que el espejo le devuelve (lo que supone la conjunción del drama ético), ni tampoco lo hace a partir de la imagen que sus semejantes le reportan como forma de transición moral.

La imagen que procesa nuestra consciencia, no resulta asumible para nuestra conciencia. El Hombre no se reconoce a sí mismo, ni siquiera por sí mismo. Bienvenidos al periodo del Hombre Neurótico.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


miércoles, 12 de abril de 2017

DE LOS CICLOS LITÚRGICOS. DE LA TRADICIÓN Y DE LA PERVERSIÓN QUE EN ELLOS SE ESCONDE.

Imbuidos, qué duda cabe, en el contexto llamado a sernos dado por la interpretación religiosa y cultural que del instante destinado a ser considerado como presente nos toca, es que a partir de la dificultad que supone el tratar de aislarnos de manera consciente de tal hecho que llegamos siquiera a intuir la importancia del mismo.

Superado, siquiera de manera funcional, el tabú destinado a pergeñar cuál ha de ser la conducta llamada a ser reconocida como propia y debida por parte de quien se cree libre de las ataduras que la Religión ha logrado tejer a lo largo y ancho de la esencia del Hombre, (ataduras que se hacen evidentes cuando algunos llegan a afirmar que solo en el reconocimiento de tal condición puede El Hombre reconocer la tal llamada esencia), es cuando en uno va tomando forma la consciencia de lo impropio no ya del procedimiento, como sí más bien de la esperanza de que el mismo pueda aspirar al merecimiento de llegar a buen puerto.

Antes de llamar a confusión, de la cual podemos hacer gala si alguien extrae de la presente no ya la certeza que sí ni por ventura la conmiseración, en base a la cual pueda interpretarse que estamos cuestionando la creencia, ni por supuesto el derecho a tenerla, no habrá de ser por ello menos cierto que lo que sí podemos traer a consideración son los motivos que han llevado a dar por sentado de manera evidente que en estas fechas, toda la realidad parece inexorablemente revertir en la necesidad de ser conjugada en Tiempo y Modo “de Semana Santa”.

Si bien mi tránsito por la realidad ha servido para convencerme de que la Religión parece haberse erigido no ya en un medio, cuando sí en un fin, destinado no tanto a comprender al Hombre como sí más bien a explicarlo; lo cierto es que una de las pocas consideraciones por las que nunca consideraré baldío el tiempo destinado a su comprensión, es específicamente la que transita por la senda llamada a diferenciar (siquiera a forma de lindero) al Hombre Religioso, del llamado a no serlo, o a no considerarse como tal.
La cuestión parece extraña, incluso si me apuran, extravagante. Sin embargo, unos instantes de reflexión habrían de ser suficientes para comprender el cúmulo de dificultades a las que ha de enfrentarse quien libremente decide escindir el que en apariencia es inexorable vínculo que según tales está llamado a unir al concepto Hombre, con el procedimiento Proceder Religioso.

Si bien los estudios antropológico parecen alumbrar a estas alturas ya con suficiente soltura la tesis según la cual el hecho de la Creencia representa en sí mismo uno de los pilares fundamentales sobre los que se asienta la certeza diferencial del Hombre respecto del resto de entes llamados a compartir con él el planeta; tal extremo no justifica (y hacerlo supone una paradoja solo comparable a la de hacernos trampas jugando al solitario) que no tanto el hecho religioso como sí más bien el actual hecho religioso esté en realidad llamado a ostentar el nominativo de hecho esencial del Ser Humano.

No es sino la cuestión que parece surgir de pasada, a saber la de la interpretación, la que rápidamente pasa de cuestión coyuntural, a hecho diferencial por excelencia ya que no es sino la consolidación de la certeza vinculada al hecho de interpretar lo llamado a enfrentarnos a una certeza: La dada en llamarse “cuestión religiosa” no es en realidad más que “una interpretación”, sujeta por ello a la variable propia de la subjetividad que de manera imprescindible ha de aportar el ser llamado a erigirse en sujeto de la controversia en sí misma, lo que como tal condiciona hasta el punto de volverla inoperante toda vez que la condición de dogma (hecho imprescindible en todo quehacer religioso) resulta del todo intransitable de insistir en hacerlo por caminos llamados a ser compartidos con cuestiones plagadas del relativismo del que implacablemente ha de estar revestido cualquier hecho o concepción tamizada por la subjetividad.

Dicho lo cual, la cuestión capital se traslada. Ya no se trata tanto de saber si somos o no entes destinados a desvelar los misterios insondables por medio de la Religión, como sí más bien de decidir en qué medida tal convicción parte de un engaño, cuando no de una manifiesta estafa; La que se deduce de confundir el hecho religioso, con la disposición para la Creencia.
Si bien el Hombre participa activamente del hecho de la creencia, como se desprende de lo bien que se bandea ante un concepto que en condiciones normales parecería destinado al absoluto fracaso (no en vano la creencia está vinculada a lo metafísico, y el terreno propio de tal es lo inaccesible, siquiera cuando para ello empleamos de manera exclusiva lo llamado a proporcionarnos información evidente, o sea, los sentidos), no es menos cierto que las múltiples formas que la Historia siquiera nos regala en base a las cuales tal proceder parece correcto, no son en realidad sino manifestaciones modificadas de forma nefasta con el único propósito de generar una suerte de interpretación llamada a ser tomada en su generalización como una forma de norma, llamada a erigirse en Ley.

Pero no es sino el pasado, o si se prefiere, la generalización de tal en lo que habrá de llamarse Historia, lo que en última instancia derrumbará de nuevo el melifluo edificio sobre el que algunos inconscientemente depositaron sus esperanzas a la hora de construir algo quién sabe si verdaderamente enorme para la Humanidad, o a lo sumo grande para algunos Hombres.
Indagamos así pues sobre nuestro pasado más remoto (o cabría decirse que sobre el más propio), toda vez que es el que nos concierne al encerrar las pautas imprescindibles de cara a comprender el proceder que nos convirtió en Hombres, o a lo sumo en lo que somos, y es entonces cuando paulatinamente topamos con parecidos procederes muchos de los cuales hubieron de tener, por activa o por pasiva, resultados tan o incluso más espectaculares que el que hoy se vuelve objeto de nuestra consideración.
Así por ejemplo, el conocido como Paso del Mito al Logos, encierra de manera evidente no solo en su genética que sí más bien en los procederes que por avenencia le son propios, una suerte de protocolo cuya manifestación es evidentemente reconocible en lo que concierne al rito. Abandonado así el coeficiente metafísico, el Hombre se siente libre toda vez que una manifestación, hasta ese momento tenida por original, viene no a erradicar que sí a sustituir, los procedimientos de lo que a partir de ese momento será tenido por antiguo, por obsoleto. La jugada será maestra, pues la Ciencia viene a sustituir en el continuo espacio tiempo a la Religión, al convertirse en el nuevo generador de magia, pues a la mera producción en serie de baratos trucos de magia puede resumirse para muchos la necesidad no de entender, que sí en muchos casos de aceptar, lo que nos ha sido según ellos dado como realidad.

Se guarda pues el prestidigitador el mejor truco para el final, como no podía ser menos. Y es entonces cuando del engaño se impone la verdad, o su apariencia, pues no en vano la (Cre) encia va delante de la () Ciencia…

Una vez más, de la incapacidad para comprender la verdad erige en demonio ¿cómo no? su mentira.
Un año más, las virtudes son renovadas, los silencios se elevan categóricos en el esplendor propio del cinismo, y el círculo vuelve a cerrarse.

Porque como dicen Las Crónicas de San Anselmo: No en vano habréis de recordar que solo el penitente pasará.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 5 de abril de 2017

NO CONSINTAMOS QUE NOS ROBEN TAMBIÉN “EL MES DE ABRIL”.

Puede parecer mentira. Incluso, tal vez hasta insólito. Pero si nos detenemos siquiera un instante a contemplar qué periodos son los más propensos a registrar actividad política, incluso revolucionaria, comprobaremos sin el menor género de dudas que el mes de abril encabeza sin duda la potencial lista que en pos de contener tan importantes eventos, podamos llegar a construir.

La verdad es que, si lo pensamos con detenimiento, tal hecho no solo no ha de ser sorprendente, sino que a medida que lo reflexionamos, mayor es el número de procederes que no por estar ligado a la actividad humana (la cual como todos sabemos se ha desvinculado de limitaciones naturales como pueden ser los instintos y las frecuencias de conducta a los mismos asociados); no es por ello menos cierto que se halla más propensa a llevar a cabo ciertos menesteres en ciertos momentos.

De parecida manera a como el ciclo natural vinculado a las estaciones vincula así mismo  al Hombre a la propia tierra, obligándolo a asumir ciertos preceptos ya sea en forma de periplos, o de procederes; no hace falta ser tan diametral para encontrar otros aspectos cuyo vínculo es más cultural. Así, puestos a desarrollar trabajo de campo en materia social y demográfico, resulta de obligado cumplimiento resaltar cómo el pico de natalidad que hasta bien superados los cincuenta se daba en España y que ponía en aviso a las matronas de las maternidades de todo el territorio nacional era fácilmente predecible, usando para ello los dedos de ambas manos, pues para predecirlo bastaba con contar los nueve meses que habrían de transcurrir una vez finalizado el periodo de Cuaresma.

No hace falta ser tan pragmático, o tal vez sí, ¡quién puede llegar a saberlo! En todo caso, si bien El Refranero Castellano, tantas veces expresión del Saber castellano afirma que “Altas o bajas, en abril pascuas”; no es menos cierto que otras ocasiones han sido si se prefiere más brillantes a la hora de poner de manifiesto el papel que siquiera a título de contexto ha jugado el mes de abril en la conformación, desarrollo o percepción de los que acabaron por erigirse en fundamentales momentos de la Historia Política del Mundo.

4 de abril de 1917. Palacio de Táuride. A su regreso del exilio suizo el todavía solo líder bolchevique Vladímir Ilich Uliánov (Lenin) recién llegado de la capital (Petrogrado), es reclamado por la masa para que pronuncie el que podría ser un discurso improvisado. Sin embargo, para nadie que por aquel entonces conociera a Lenin, y para la mayoría de los que a partir de ese momento le incluyan ya en el papel que de cara a la Historia habrá de jugar, la mera posibilidad de que Lenin improvise algo tiene el menor sentido.
Más al contrario, el discurso servirá para que nuestro protagonista vierta sobre el mundo lo que él mismo determina como Las Veinte Tesis del Mundo a saber, un conjunto de preceptos, normas y por supuesto directrices de comportamiento llamadas en principio a continuar la que fuera Revolución de Febrero pero que, en realidad, persiguen la superación no ya solo del Gobierno Provisional que sí más bien del compendio de disposiciones transitorias que según los bolcheviques no vienen sino a poner de manifiesto la debilidad de un régimen traidor toda vez que no es capaz de proporcionar al Pueblo las consecuciones que en materia de bienestar y libertad éste le exigió en el momento en el que facultó el derrocamiento de la Dinastía Romanov y sus más de trescientos años de gobierno.

Muchos años después la pluma de George ORWELL (pseudónimo de Eric BLAIR) vuelve a trasladarnos a Abril, curiosamente (o tal vez no tanto) a otro cuatro de abril para participarnos los miedos de un Winston SMITH totalmente sometido a los procedimientos de una sociedad que amparada en el dominio presente y futuro no solo de los actos, más bien de los pensamientos y de toda capacidad de pensar, se construye en “1984”.
(…) Se echó para atrás, y lo primero que tenía que pensar era si aquella era verdaderamente la fecha. ¿Podía asegurar que en realidad era 4 de abril de 1984? Sin duda la fecha bien podía ser aquella pero ¡Cualquiera sabe hoy con certeza en qué año vive!”

Hechas y sabidas todas las consideraciones que resulten pertinentes, dando especial relevancias a las que se empecinen en desacreditarnos afirmando que utilizando de manera quién sabe si torticera elementos propios de la Realidad, con otros procedentes de la Ciencia Ficción no logramos sino desacreditar la validez del contenedor llamado a almacenar nuestras tesis; replicaremos diciendo que no en vano a menudo la realidad es poco más que una interpretación resultante del devenir racional y moral de personas que bien podrían estar influidas en ese o en parecidos momentos por el proceder narrado en novelas como la que el propio ORWELL nos regala. De no ser así, cómo considerar que el lema en ésta contenido, y que a la sazón vehicula todo el drama psicológico desarrollado a lo largo de la novela, bien podría formar parte de cualquier ensayo cuya bibliografía fuera tan actual como real.
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

Pocos lo aceptarán. Pero más lamentable que tener que levantarse ahora mismo para ir a consultar en la obra si la cita es correcta, resulta el que muchos que no conocen a ORWELL bien pueden llegar a pensar que la misma procede de cualquier panfleto, pasquín o incluso publicación seria dotada de plena actualidad.

Y es ahí precisamente donde radica toda la esencia de la reclamación que hacemos hoy. Una reclamación no basada tanto en la desaparición del mes de abril, como sí más bien en el hecho de que los deseos, anhelos y consecuciones protagonizados otrora por tantos y tantos, han desaparecido sin dejar rastro. Porque no hay rastro de las demandas, ni por supuesto de que las mismas hayan sido conseguidas. ¿Será a causa de la Ginebra de la Victoria? ¿O será por el efecto de la telepantalla?

En cualquier caso: EL GRAN HERMANO TE VIGILA.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.