…Y se sobrecogió tan profundamente como solo lo dispuesto en aras de entender lo
magnífico de la sensación de vacío, puede llegar a hacerlo; pues el verdadero
vacío no procede de la nada, que sí más bien de la sensación que deja la
ausencia de lo que se supuso, nunca debió de dejar de estar allí, (definición
de lo esencial).
Sabemos que estamos en mitad de un periodo de transición.
Semejante afirmación, dada muy probablemente como paso previo a la consecución
de la única certeza que hoy parece acompañar al Hombre, y que no pasa sino por
reconocer que en realidad carecemos de los arrestos necesarios para aceptar las
consecuencias propias de lo que de verdad se espera de nuestro momento histórico; para poco más que
para disimular ha servido en todos estos años cuyo transcurso para poco más que
para reconocer la derrota, han servido. Derrota que como en el caso de una hemorragia interna, que no por sus
síntomas como sí más bien por sus consecuencias, ha podido cuando menos ser identificada.
Es la derrota, ya proceda ésta de un reconocimiento
implícito (propio de los momentos civilizados
como los que al menos en apariencia nos ha tocado vivir), o de la asunción
propia del resultado de un conflicto armado (como aún hoy todavía ocurre con
esos otros lugares, con esos otros hombres menos
civilizados), el espacio a la par que las formas de las que una de las
miles de consecuencias llamadas a influir en el Hombre que a partir de las
mismas está por venir, han de
consentir, siquiera a título de consecuencia, la muda de las cosas, el cambio
en todo aquello que parece dispuesto a venir.
Es así pues la derrota
la forma de presente continuo en la que primero se expresa la contingencia que tras la misma se
desarrolla. Una forma en la que no hay presente, en tanto que el pasado llamado
a concebirlo se ha mostrado como un fracaso, promoviendo con ello su conocida
orfandad (no en vano nadie asume la paternidad del referido fracaso), ni
tampoco futuro, pues la desconfianza se asienta como el cínico poso de la duda,
extendiendo como un virus la enfermedad que llevará a colapsar cualquier
propuesta o diseño que haya, siquiera potencialmente, podido beber de lo que a
partir de ese momento habrá sido ya rebautizado bajo el ignominioso nombre de periodo de crisis.
Un periodo de crisis que como una mancha de crudo en la inmensidad del mar, lejos de
disiparse siguiendo los preceptos del trato que las matemáticas dan al
infinito, hallará más conmiseración en los procesos propios de los Humanistas, y otros similares que,
inasequibles al desaliento, perseverarán en la acción de definir lo
indefinible, convencidos de que el estado previo a la existencia siquiera pasa
por la concepción que se produce cuando el ente se materializa, por medio de la
acción de ser nombrado.
Y así como Hércules separó los continentes, desgarrando con
su fuerza etérea una vez más lo que estaba llamado a ser todo límite al cual el Hombre podría aspirar, así el periodo de crisis viene para
desgarrar en dos bloques irreconciliables lo que en un primer momento parecía
indivisible a saber, el propio concepto de tiempo, ligado al de su continuidad.
Porque una vez el individuo (resultante del Hombre tras la
acción del tiempo), ha transitado por el
páramo al que una realidad en crisis reduce lo que no es sino la condición que
adopta la forma vital del tiempo (lo que viene a ser la cronología de una
vida); nada vuelve a ser igual. La crisis actúa como un muro infranqueable. El
pasado pasa a ser lo que hubo una vez,
antes de la crisis (cualquier tiempo pasado fue mejor), mientras que el
futuro se aprecia como una nebulosa de la que apenas se habla, como si su mera
mención pudiera estropearla, como si aspirar a adelantar su llegada se
castigase con una dureza que solo Cronos podría llegar a intuir (el futuro no
es sino a lo que aspiramos, una vez superada la crisis).
Triunfa así pues la crisis, y lo hace en la medida en que
triunfa sobre el Hombre, al cual reduce.
Porque en el Hombre, en su interior, no es sino donde miró
el abismo. Y se sobrecogió. No lo hizo por lo que viera, que si más bien por lo
que no vio, o más concretamente por la ausencia que notó.
No es el Hombre derrotado el que cae en la batalla. El
Hombre derrotado es el que en periodo de paz, no encuentra motivos para
levantarse, o en el peor de los casos, para seguir de pie.
Es ese Hombre, el Hombre propio del periodo de transición, un Hombre del que nada puede ser
esperado, pues ha perdido él toda esperanza.
Se trata del más peligroso de los entes, llamado por
necesidad a odiar la vida, pues solo el está en condiciones de saber lo que
perdió, siendo así un ente dedicado a lo sumo a sobrevivir. Y es la
supervivencia la antítesis de la vida, pues sobrevivir es propio de animales.
Se esconde así pues tras esta forma, una sutil muestra de
involución. Como toda sutileza, solo tras una exhaustiva revisión dará muestras
de su contenido, muestras llamadas a pasar desapercibidas si no estamos atentos
a sus consecuencias. Consecuencias tales como el surgimiento del procedimiento
de la espera, otro más de esos cambios sutiles, destinado en este caso
a terminar con uno de los rasgos característicos de la vitalidad a saber, el de
la capacidad creativa.
La incapacidad para la regeneración (no en vano la ausencia
de creatividad impide el desarrollo), lo que reduce el avance a una suerte de
tratamiento de chapa y pintura; se
erige en la manifestación evidente del proceso llamado a desintegrar al Hombre,
proceso que si bien hace años que arrancó, se hará patente a partir del momento
en el que todo intento del Hombre por reconocerse a sí mismo por medio del
diálogo ya sea introspectivo o social, convenga como inexorablemente abocado al
fracaso.
Estaremos pues ante el momento presagiado por el filósofo alemán justo en el momento
en el que vino a decir que cuando miramos
al abismo, hemos de tener cuidado pues resulta evidente la certeza de que el
abismo puede también mirar dentro de nosotros.
Y ese temido momento ha llegado. El Hombre no se reconoce.
No lo hace en la proyección que el espejo le devuelve (lo que supone la
conjunción del drama ético), ni tampoco lo hace a partir de la imagen que sus
semejantes le reportan como forma de transición moral.
La imagen que procesa nuestra consciencia, no resulta
asumible para nuestra conciencia. El Hombre no se reconoce a sí mismo, ni
siquiera por sí mismo. Bienvenidos al periodo del Hombre Neurótico.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.